MIV - U1 - Actividad 1. Análisis Estructural De Un Cuento
mariaacuevaz14 de Agosto de 2013
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UNSEÑORMUY VIEJO CON UNAS ALAS ENORMES
AL TERCER DÍA de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que
atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el
martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo
fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos.
La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado
los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo
que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en
el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus
enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba
poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el
cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas
hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición
de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias
y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con
tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por
encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el
inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de
alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una
vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para
sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha
tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y
hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran
sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a
palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y
antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero
alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando
cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron
magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días,
y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces,
encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción
y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura
sobrenatural sino un animal de circo.
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D.R.© Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, Eugenio
Garza Sada 2501 Sur, Col. Tecnológico, Monterrey, N.L. México. 2013Cuento
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa
hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase
de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde
del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado
como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran
cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado
a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para
examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre
las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto
cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la
primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a
sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un
insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas
mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo
con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón
previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la
mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si
las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un
aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió
escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el
veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta
rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que
llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa.
Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de
tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador,
que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque
sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más
desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su
corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo
atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer
dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de
aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de
cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila
de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba
buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite
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y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera
cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico
de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le
llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada
más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo
en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que
proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos,
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