Movimientos Sociales Y Conflicto Laboral.
Doam_02108 de Julio de 2012
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Movimientos sociales y conflicto laboral en el siglo XX.
INTRODUCCIÓN
La movilización social y el conflicto laboral no son fenómenos que necesariamente estén correlacionados. Ambos fenómenos obedecen a lógicas distintas que responden a estrategias estatales diferenciadas. En sistemas políticos centralizados y fuertemente institucionalizados, como es el caso de México, las posiciones del Estado frente a los movimientos sociales con frecuencia asumen formas represivas. Éstas se justifican por la ausencia de marcos legales que regulen esas manifestaciones, lo cual facilita la acción estatal que así puede quedar impune. Al revés, en esos mismos contextos, las posiciones que el Estado asume frente a las huelgas se regulan de acuerdo con la legislación laboral que establece claros preceptos y límites para la acción obrera, además de que reflejan procesos de integración del sindicalismo a las estructuras políticas, como lo muestra paradigmáticamente el corporativismo.
De manera que la reflexión sobre la relación entre los movimientos sociales y la trayectoria del conflicto laboral a lo largo del siglo xx debe distinguir entre la movilización social, realizada fuera de las instituciones, y el conflicto laboral regulado por instituciones que fijan sus límites y posibilidades.
Por otra parte, y ahora enfocando la atención específicamente al conflicto laboral, podemos observar que, desde una perspectiva general, en México es indispensable distinguir entre la trayectoria agregada de las huelgas y los casos particulares en sectores y regiones del país, donde trabajadores de determinadas ramas de la producción y en determinados espacios sociales que, a lo largo del siglo xx, estalló una serie de conflictos que en algunos casos fueron también reprimidos porque el Estado percibió que estaban fuera de la legislación laboral. En todo caso, esto no invalida esta distinción, que resulta central, en lo que se refiere a la trayectoria general del conflicto laboral, su frecuencia, volumen y duración han sido, como lo veremos más adelante, muy reducidas (Zapata, 1986), y los casos de las huelgas que asumieron formas de confrontación son relativamente escasos.
Una tercera distinción que se deriva del deslinde entre movilización social y conflicto laboral tiene que ver con el contexto histórico en que ambos se han expresado. La periodización de cada fenómeno no es unívoca. Puede haber momentos de gran efervescencia social —como las huelgas de los petroleros entre 1936 y 1938, y de los ferrocarrileros entre 1958 y 1959, entre muchos otros (véase la cronología en el Anexo A-2.2)— que no estén acompañados de altos niveles de conflicto laboral (Zermeño, 1974). Cada proceso tendió a asumir su propia lógica, sin buscar alianzas horizontales que pudieran cuestionar el orden político estatal. Incluso podría pensarse, como lo trataremos de hacer más adelante, que hubiese una relación inversa entre ambos fenómenos como resultado de la estrecha relación que guarda el conflicto laboral con el sistema político por medio de las instituciones laborales, lo cual no aplica al caso de la movilización social, que no se ajusta a ninguna institucionalidad particular.
Es a partir de estos tres deslindes que enmarcamos nuestro análisis de la relación entre movimientos sociales y conflictos laborales en México en sus dos expresiones, la agregada y la casuística, durante el siglo xx. Veremos que cada expresión nos revela aspectos distintos de su evolución y nos da una imagen más compleja de la que una observación exclusivamente estadística podría proporcionar.
Movimientos sociales y conflicto conflicto laboral en el siglo XX.
A partir de comienzos del siglo xx, las huelgas de Cananea en junio de 1906 (Cárdenas, 1998; Novelo, 1980) y Río Blanco en enero de 1907 (Gamboa, 1991; González Navarro, 1957; García Díaz, 2007) expresan formas de movilización social que tuvieron efecto en el desarrollo político de México, al punto que la historiografía les ha conferido un papel en el estallido del proceso revolucionario ocurrido en 1910. En efecto, ambas huelgas rebasaron sus causas inmediatas y reflejaron agravios que la naciente clase obrera experimentaba en la minería, la industria textil y la generación de energía eléctrica. Cuestionaron la dictadura de Porfirio Díaz y, por la influencia que la ideología anarquista desempeñó en ambos casos, mostraron la presencia de elementos que trascendían las tensiones entre obreros y patrones en el México prerrevolucionario.
Una vez iniciado el proceso revolucionario, y cuando se empezaron a conformar alianzas entre actores situados en distintos sectores económicos, como los artesanos de la ciudad de México (Illades, 1996), los mineros en varias entidades federativas, los obreros y las obreras textiles, los petroleros y los ferrocarrileros, generaron dinámicas sociopolíticas que culminaron cuando los generales carrancistas establecieron pactos políticos con los obreros agrupados en la Casa del Obrero Mundial (com). En efecto, en 1912, bajo la influencia anarquista y con una fuerte presencia de los artesanos de la ciudad de México, se concretó lo que varios lustros más adelante devendría en el régimen corporativo, a fines de la década de 1920. La lucha contra la dictadura huertista (1913-1914) fortaleció esa presencia y permitió la adhesión de la com a la fracción constitucionalista, que se plasmó formalmente con el Pacto de 1915, en el que ésta se comprometía a darle apoyo mediante los denominados “Batallones Rojos”, a cambio de beneficios económicos y sociales (Carr, 1976).
Las ideas de Lombardo Toledano sobre el sentido de la acción sindical permitieron que el naciente Estado revolucionario se distanciara de los planteamientos radicales que animaban a algunos sindicatos, como el de los ferroviarios, los petroleros y los mineros, y diera pasos hacia la organización del régimen corporativo que se implantaría primero con la creación del Partido Nacional Revolucionario (pnr), en 1929, y después el Partido de la Revolución Mexicana (prm), en 1938, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas (1934-1940).
En la primera expresión se generó una dinámica de alianzas que obtuvo logros importantes, conseguidos al amparo del artículo 123 constitucional. Fortalecieron el sindicalismo en la medida en que éste se asoció con el Estado corporativo en vías de consolidación. La representación de los trabajadores en el sector obrero del Partido Revolucionario Institucional (pri) se dio de forma directa y totalmente aparte de la de los campesinos que se organizaron en la Confederación Nacional Campesina, adscrita al sector campesino del pri. Así, los obreros afiliados al partido tuvieron derecho a una cuota de diputaciones federales y estatales, cuya elección fue casi automática debido al control corporativo que las organizaciones sindicales tenían sobre los trabajadores.
En la segunda expresión, necesariamente distanciada de la estructura corporativa naciente y fuertemente enraizada en las tradiciones anarcosindicalistas y comunistas, se produjo, a fines de la década de 1940, una confrontación que la hizo romper con el Estado, con el cual había convivido hasta entonces.
En efecto, si bien el acceso a la estructura política había permitido una consolidación de la relación corporativa, la identificación ideológica demoró en establecerse. Pese a los esfuerzos de Lombardo Toledano por lograr una socialización nacionalista-revolucionaria entre los trabajadores, a lo largo de la década de los cuarenta, la presencia de una izquierda de filiación comunista hizo necesario imponer la opción ideológica estatal, con métodos a veces poco “revolucionarios”, como el denominado “charrazo” de 1948, en el que los comités ejecutivos de los sindicatos nacionales del petróleo, de los ferrocarriles y de la minería fueron destituidos y reemplazados por líderes pertenecientes a la línea corporativa.
Dicha estructura se basó en la conformación de un Estado populista, cuya connotación trascendió el sistema político mexicano, pues fue también típico de los regímenes de Getulio Vargas (1930-1943), en Brasil, y de Juan Domingo Perón (1943-1955), en Argentina. De acuerdo con Vilas (1994) y Laclau (2007), el Estado populista buscó movilizar y manipular, organizar y reprimir. Cuando la manipulación no era suficiente para mantener la movilización dentro de los márgenes establecidos o cuando no lograba impedir la autonomía de las organizaciones y de las prácticas populares, el Estado populista no vaciló en reprimir, incluso a los propios trabajadores.
Como mencionamos, junto con la conformación del Estado populista se llevó a cabo el proceso de industrialización por sustitución de importaciones (1934-1982), con lo que se generaron amplias oportunidades de empleo que permitieron el acceso a la seguridad social, aunque no siempre en términos de una política que anticipara las demandas de los trabajadores, como argumentan Coleman y Davis (1983).
En efecto, de acuerdo con Dion (2002), el Estado no sólo amplió los servicios de seguridad social como parte del “paquete” asociado al pacto populista, sino también como respuesta a la protesta social. Dion demuestra que la implementación de esos servicios respondió a procesos de movilización crecientes, como las huelgas de los mineros del carbón, en 1949-1951, la huelga ferrocarrilera, en 1958-1959, el conflicto de los médicos residentes, en 1964-1965, o en términos más generales al uso discrecional de la figura de los “emplazamientos a huelga” por parte de las confederaciones sindicales y sobre todo de la ctm. Así, puede pensarse que el efecto del uso discrecional de los emplazamientos a huelga realizados
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