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azuarin13 de Marzo de 2013
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Artículo publicado en: R. Caracciolo, D. Letzen (ed.) Epistemología e historia de la
ciencia, Vol 7 (2001), No. 7, Universidad Nacional de Córdoba, pp. 283-289.
ETICA EN LA CIENCIA
Dr. César Lorenzano
Profesor Titular de la Universidad de Buenos Aires
Director de la Maestría en Epistemología e Historia de la Ciencia de la Universidad
Nacional de Tres de Febrero
Me propongo explorar en este escrito la posibilidad de que existan valores éticos en el
interior de la ciencia, en su estructura conceptual y social. Si este fuera el caso, se
podría fundamentar una dimensión ética que le fuera intrínseca, arraigada en su propio
funcionamiento, y en las prácticas cotidianas de los científicos.
Probablemente se preguntarán si es posible hablar de ética en la ciencia, y hacerlo desde
la filosofía de la ciencia. Cómo, ¿no es que “la ciencia nos enseñó que el universo es un
engranaje sin misericordia”, como se dijoi
, pensando en la objetividad sin valores de la
ciencia, y la filosofía de la ciencia la que reflexiona acerca de esta disciplina humana sin
valores?
¿No es que en la principal de las corrientes de la epistemología, la anglosajona, alguien
sostuvo que los juicios éticos no pasan de ser una expresión de sentimientos -
fundamentalmente reducibles a aprobación o desaprobación de una cierta conducta?ii
¿Es esto así, o proviene de una errónea interpretación de lo que es la ciencia, y de lo que
dice la filosofía de la ciencia, pero que no se corresponde con las reflexiones de
algunos de sus autores fundacionales?
Vamos a hablar, entonces, acerca de cómo -según la epistemología- la ciencia no es una
empresa sin valores, sino que estos le están inextricablemente unidos, de tal manera que
intentar extirparlos equivale de destruirla. Veremos, quizás, que algunos de estos
valores son los más altos de la humanidad, y que su respecto lleva, simultáneamente,
a pretender que la ciencia y el mundo sean mejores.
Para mostrar adecuadamente este punto de vista, traeré a la memoria un olvidado
artículo de 1918, de un olvidado filósofo de la ciencia, que no por ello es menos
importante para lo que nos preocupa. El filósofo en cuestión es Moritz Schlick, el
fundador del Círculo de Viena en el que nació el neo-positivismo -que supuestamente se
encuentra en las lejanías del pensar ético, y de sostener que la ciencia es algo más que
una relación objetiva de enunciados empíricos con la realidad-. El artículo se titula:
“Acerca del valor del conocimiento”iii
.
Comienza Schlick diciéndonos que cuando el conocimiento reduce la enorme variedad
de objetos que amueblan el mundo a un conjunto restringido de conceptos, nos da
placer, y que esto es así por una cuestión biológica. Los argumentos que esgrime para
sostenerlo parten de suponer que las teorías biológicas concuerdan en que todas las
tendencias que llevan a preservar al individuo y a la especie se intensifican, y mantienen de generación en generación. El pensar pertenece a estas tendencias desde sus orígenes,
en un pie de igualdad con el comer o el beber, ya que inferir y evaluar es más adaptativo
al emprender acciones que la simple asociación automática de los organismos inferiores.
Para Schlick, la ciencia -con su asombrosa posibilidad de predecir sucesos- es una
continuación de estos mecanismos adaptativos, que hacen que en los comienzos de su
desarrollo la ciencia surgiera de la práctica. Aunque nos recuerda Schlick,
posteriormente la investigación “pura” se independiza, y entonces, la relación parece
invertirse, ya que las aplicaciones prácticas más importantes surgen de investigaciones
que son sólo teóricas. De allí que los científicos se comportan como si buscaran sólo la
verdad, olvidados de los orígenes prácticos de su conocimiento, y no pensaran en las
consecuencias igualmente prácticas de sus investigaciones.
Nos dice Schlick que el valor de la ciencia no se agota en su excelencia adaptativa, pues
la comprensión de las cosas es una fuente de placer para el que comprende. En este
sentido, la función cognoscitiva comparte con otras funciones de orígenes igualmente
prácticos, que devienen en actividades culturales que brindan placer, independizadas de
la finalidad práctica. De esta manera, el hablar, que sirve inicialmente a la
comunicación, deviene canto, el caminar para cubrir distancias, danza, etcétera.
Devienen pasiones que procuran placer, juegos que se satisfacen a sí mismos.
(Recordamos que está justificando la ciencia por sí misma, ajena a las preocupaciones
prácticas, pero que finalmente termina dando frutos prácticos, más que si los buscara
deliberadamente). La vida en sí misma no tiene valor, sólo lo adquiere si tiene contenido
y placer. El arte, la ciencia, y otras actividades humanas, preservan la vida del individuo
y de la especie, pero también le dan contenido.
Algunos sostienen que buscar la verdad, el conocimiento, es un fin en sí mismo. Pero
sostener que los valores son independientes del placer o la aversión es una de las
doctrinas filosóficas más erróneas. Lleva a los valores a una metafísica enrarecida,
donde se disuelve el concepto y deviene una mera palabra.
Termino en este punto esta larga paráfrasis del sorprendente artículo de Schlick, escrito
hace tantos años que bordea el olvido.
Frente a quienes piensan que desde la epistemología -y desde la más rigurosa de ellas, el
neo-positivismo o empirismo lógico- se separa ciencia y ética, tropiezan desde sus
comienzos con el pensamiento de Schlick, que nos muestra que los valores de la ciencia
pueden comprenderse desde dos puntos de vista éticos distintos, a saber:
i. la que hace coincidir lo bueno con lo que sostiene a la especie,
ii. y la que lo identifica con el placer,
aunque sin conflicto entre ellas, ya que el principio utilitarista del placer hunde
asimismo sus raíces en la biología.
Quisiera hacer notar, además, que en esta versión la ciencia forma parte de los objetos
culturales, en un pie de igualdad con el arte -como por otra parte sostiene toda una
corriente epistemológica, en la cual me incluyo-.
Luego veremos cómo se encuentra en el pensamiento epistemológico contemporáneo
esta tendencia a bucear en la biología -fundamentalmente en la teoría evolutiva- para pensar a la ciencia, y a la que recurriremos para explorar la posibilidad de un sistema de
valores que le sea intrínseco.
Debemos decir que en la visión de Schlick, aunque nos muestra un sistema de valores
presentes en la misma ciencia, ésta es vista todavía como una empresa de individuos
que se enfrentan aislados a la realidad -la famosa relación sujeto-objeto- para construir
enunciados, en los que se expresan las leyes y descubrimientos empíricos de la ciencia.
La ciencia es vista como una empresa individual, acumulativa, en que leyes y
descubrimientos -los ladrillos de la ciencia- se suman unos a los otros. En una versión
hipotético-deductivista, en las vecindades del Círculo de Viena, no hay acumulación,
sino ruptura, y las leyes y teorías están ahí no para permanecer, sino para ser refutadas,
en una empresa igualmente individual.
Voy a internarme en uno de los caminos abiertos por Schlick -la ciencia como
mecanismo adaptativo, como lo propone desde otra concepción epistemológica Jean
Piaget- para presentar una visión de la misma que me llevará -espero- a descubrir en su
interior otros sistemas de valores en los que no se pierden los propuestos por Schlick, su
valor para la supervivencia de la especie, y el placer que procuran.
Paso ahora de los comienzos de la epistemología contemporánea -el Círculo de Viena-,
a las más actuales teorías epistemológicas, que conciben a la ciencia como una especie
cultural que evoluciona en el tiempo, y que abarca a autores tan diversos como David
Hull, Thomas Kuhn, Larry Laudan, Imre Lakatos, o Ludwick Fleck.iv
Siguiéndolos podremos comprender a la ciencia como una vasta empresa colectiva que
evoluciona en el tiempo, en la que los fundadores de una disciplina sientan los grandes
principios que van a regir su desarrollo. Quienes los siguen, durante largos períodos
históricos, los
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