SELECCIÓN DE CUENTOS RECOGIDOS
AbelpalaciossSíntesis16 de Febrero de 2015
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SELECCIÓN DE CUENTOS RECOGIDOS
EN EL LIBRO
Una historia de fe
Había una vez un burro que no tenía más que piel y huesos. Sus amos anteriores jamás le habían tratado bien, pero ahora que le habían comprado para llevar a una joven pareja a Belén sentía que las cosas mejoraban. Sus nuevos amos le daban de comer, le abrevaban e incluso a veces le daban palmaditas. Comenzó a experimentar una sensación de paz y de alegría que venía de ese feliz matrimonio. Aunque no podía explicarlo, sentía que no eran un matrimonio corriente:
«Puede que no sea más que un burro», pensaba para sí mismo, «pero estoy seguro de que hay algo muy diferente en estos dos que hace que no sean seres humanos corrientes».
Al llegar a Belén, como no encontraron sitio en ninguna posada tuvieron que refugiarse en un viejo establo maloliente. Pero incluso allí no fueron bien recibidos. Los animales que ya vivían en el lugar se mostraron sumamente antipáticos con el jumento, burlándose de su aspecto.
El niño nació alrededor de la medianoche, y muy poco después llegó una multitud de pastores de los campos vecinos, que comenzaron a hacer reverencias al recién nacido, tratándole como si fuera un rey. Los demás animales se enfadaron mucho, diciendo que aquella familia no era más que un grupo de mendigos, que no tenían otra cosa mejor que ese estúpido jumento.
El borrico, molesto por sus comentarios, decidió sumar su voz a la de aquellos pastores, rebuznando lo mejor que supo: «¡Hosanna! ¡Bienvenido, Señor! Yo sé que tú eres esas cosas y mucho más».
«No seas estúpido», le cortó un perro, «¿cómo es posible que un bebé como ése sea el Cristo? ¡Ni siquiera tiene una ropa decorosa!»
«Porque es verdad», replicó el borrico. «Estoy seguro. Lo siento en mis huesos. Sé que este niño es nuestro salvador. Sencillamente lo sé. ¡Lo sé! ¡Lo sé!».
Pasó el tiempo, pero el jumento siempre recordaba aquella noche. Treinta años después, alguien vino al establo donde vivía por entonces, le desató, y se lo llevó. Después de un rato, llegaron a la entrada de Jerusalén, que estaba concurrida por una gran muchedumbre. Una vez allí, Jesús subió encima de él, mientras la multitud lo aclamaba dando vítores y agitando ramos de palmera:
«¡Hosanna! ¡Dios bendiga al rey que viene en nombre del Señor!»
Varios animales testigos de esta escena miraban con envidia al estúpido borriquillo que parecía haberse convertido en el centro de atención:
«¿Por qué nuestro salvador y rey ha escogido montar un jumento?», se preguntaron un caballo a otro. «¿No somos nosotros mucho más inteligentes, más respetables y honorables que ese ridículo animal?»
El burro seguía avanzando, feliz de llevar a su precioso viajero. A cada paso asentía con la cabeza, como mostrando su acuerdo con todo lo que gritaban. Y continuamente se repetía para sus adentros:
«¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Lo sabía!»
Una cruz a la medida
Se cuenta que un hombre caminaba por el rumbo de la vida cargando su cruz sobre sus hombros. De repente se le apareció un señor muy imponente, vestido con un extraño traje rojo, que le dijo:
—Pero, hombre, ¿qué estás haciendo con semejante cruz encima? No tiene sentido. ¿Por qué no le cortas un poco los extremos, y así la carga se te hará más liviana?
El hombre, luego de pensarlo por un breve momento, creyó que ésa era una buena idea para evitar tanto esfuerzo. Fue así que limó los extremos de la cruz y siguió caminando.
A los pocos metros, el señor de rojo se hizo presente otra vez.
—Pero, ¿no oíste lo que te dije, amigo? No la has achicado casi nada. Córtale las puntas un poco más. Estás arrastrando una cruz demasiado pesada pudiendo sacrificarte menos para llevarla. ¡No seas tonto!
Y el hombre esta vez cortó los extremos de la cruz. Sintiéndose ahora un poco más aliviado, continuó su camino. Ya el tamaño de la cruz había disminuido notablemente y el hombre podía cargarla con más comodidad.
Al poco tiempo de avanzar, el señor de rojo volvió a cruzarse ante él y le insistió:
—Vamos... Córtale los extremos todavía más. Mientras más chica sea la cruz, menos va a costarte llevarla.
Entonces el hombre se detuvo y volvió a cortarle los extremos, hasta que pudo cargarla con una sola mano.
Siguió caminando y, a medida que avanzaba, pudo divisar una gran luz blanca al final del camino. Cuando llegó a este punto vio que Dios le estaba aguardando.
—Bienvenido, hijo mío, al umbral de la Gran Puerta del Paraíso.
—Pero, Dios... ¿Dónde está la puerta, que no la veo?
Y el Señor, con su dedo índice apuntando hacia arriba, señaló una puerta en lo alto y le dijo:
—Es aquella que está allá en las alturas. ¿La ves ahora? Bueno, para entrar sólo debes abrirla.
Evidentemente, abrir la puerta no era el inconveniente, pero sí lo era alcanzarla.
—Pero, Señor, ¿cómo hago para subir tan alto?
—Para eso tienes la cruz. Debes apoyarla sobre esta pared y así podrás escalar hasta la puerta. Esta cruz que has estado cargando durante toda tu vida tiene la medida exacta para que llegues a la Puerta del Cielo. De otra forma es imposible.
—Pero, Señor, ... Es que mi cruz ya no tiene ese tamaño. Yo le hice caso a un señor de traje rojo que durante todo mi camino estuvo acechándome, tratando de convencerme para que yo mismo me facilitara las cosas. Y me convenció, así que hice mi carga más liviana por consejo de él.
—Ay, hijo mío... Te has dejado tentar y mira ahora lo que te ha pasado. ¿Te das cuenta que al final de todo las malas influencias terminan perjudicándote?
*****
La mejor cruz
Cuentan que un hombre un día le dijo a Jesús:
—Señor: ya estoy cansado de llevar la misma cruz en mi hombro, es muy pesada y muy grande para mi estatura.
Jesús amablemente le dijo:
—Si crees que es mucho para ti, entra en ese cuarto y elige la cruz que más se adapte a ti.
El hombre entró y vio una cruz pequeña, pero muy pesada, que se le encajaba en el hombro y le lastimaba, buscó otra, pero era muy grande y muy liviana y le hacía estorbo; tomó otra, pero era de un material que raspaba; buscó otra, y otra, y otra.... hasta que llegó a una que sintió que se adaptaba a él. Salió muy contento y dijo:
—Señor, he encontrado la que más se adapta a mí: muchas gracias por el cambio que me permitiste.
Jesús le mira sonriendo y le dice:
—No tienes nada que agradecer: has tomado exactamente la misma cruz que traías. Tu nombre está inscrito en ella. Mi Padre no permite más de lo que no puedas soportar, porque te ama y tiene un plan perfecto para tu vida.
La voluntad de Dios
Una antigua leyenda noruega cuenta acerca de un hombre llamado Haakon, que cuidaba una ermita a la que acudía la gente a orar con mucha devoción. En esta ermita había una cruz muy antigua. Muchos acudían ahí para pedirle a Cristo algún milagro. Un día, el ermitaño Haakon quiso pedirle un favor, guiado por un sentimiento generoso. Se arrodilló ante la cruz y dijo: «Señor, quiero padecer por Ti. Déjame ocupar tu puesto. Quiero reemplazarte en la cruz». Y se quedó fijo con la mirada puesta en la efigie, como esperando la respuesta. El Señor abrió sus labios y habló... Sus palabras cayeron de lo alto, susurrantes y amonestadoras:
―Siervo mío, accedo a tu deseo, pero ha de ser con una condición.
―¿Cuál, Señor? ―preguntó con acento suplicante Haakon―. ¿Es una condición difícil? ¡Estoy dispuesto a cumplirla con tu ayuda, Señor!
―Escucha: suceda lo que suceda y veas lo que veas, has de guardar silencio siempre.
Haakon contestó: “¡Os lo prometo, Señor!” Y se efectuó el cambio. Nadie advirtió el trueque. Nadie reconoció al ermitaño, colgado con los clavos en la cruz. El Señor ocupaba el puesto de Haakon. Y éste por largo tiempo cumplió el compromiso. A nadie dijo nada.
Pero, un día, llegó un rico. Después de haber orado, dejó olvidada allí su cartera. Haakon lo vio y calló. Tampoco dijo nada cuando un pobre, que vino dos horas después, se apropió de la cartera del rico. Ni tampoco dijo nada cuando un muchacho se postró ante él poco después para pedirle su gracia antes de emprender un largo viaje.
Pero en ese momento volvió a entrar el rico en busca de la bolsa. Al no hallarla, pensó que el muchacho se la había apropiado. El rico se volvió al joven y le dijo iracundo:
―¡Dame la bolsa que me has robado!
El joven, sorprendido, replicó:
―¡No he robado ninguna bolsa!
―¡No mientas, devuélvemela enseguida! ―insistió el rico.
―¡Le repito que no he cogido ninguna bolsa! ―afirmó el muchacho.
El rico arremetió furioso contra él. Sonó entonces una voz fuerte: “¡Detente!” El rico miró hacia arriba y vio que la imagen le hablaba. Haakon, que no pudo permanecer en silencio, defendió al joven, e increpó al rico por la falsa acusación. Éste quedó anonadado, y salió de la ermita. El joven salió también porque tenía prisa para emprender su viaje.
Cuando la ermita quedó a solas, Cristo se dirigió a su siervo y le dijo:
―Baja de la cruz. No sirves para ocupar mi puesto. No has sabido guardar silencio.
―Señor ―dijo Haakon―, ¿Cómo iba a permitir esa injusticia?
Se cambiaron los oficios. Jesús ocupó la cruz de nuevo y el ermitaño se quedó ante la cruz.
...