El Moto Cuento
CariAri21 de Julio de 2011
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"EL MOTO"
COSTUMBRE COSTARRICENSES
I
Era Desamparados por entonces un barrio de gamonales en su mayor parte, vecindario escaso repartido en unos cuantos caserones sembrados sin orden aquí o allá. Calles tiradas a cordel únicamente tenía las que formaban el cuadrante de una ermita sucia de forro, con las paredes sin encalar; por lo demás, una red de veredas al través de potreros y cercados le servía de comunicación con los pueblos limítrofes de Patarrá, las Cañas ( hoy San Juan de Dios ), Palo Grande ( San Rafael actual ) y un camino extenso conducía al viajero a la vecina aldea de San Antonio.
Por obra y gracia de algunos y de común acuerdo con el venerable Cabildo Eclesiástico de San José, el barrio había echado en olvido su primitivo nombre de Dos Cercas, para ponerse bajo el patronato de la Virgen de los Desamparados, la cual vivía a la sazón -sin perifollos en la vestidura- en el santuario dicho y ocupaba un altar, sin más adorno que las flores llevadas por sus feligreses.
Nada desamparados anduvieron, por cierto, nuestros abuelos: los maizales y frijolares se iban arriba con un vicio que hoy se pagaría por verlo -como dicen añejos restos de aquellas generaciones- ; los ganados se criaban retozones en los potreros y anualmente las trojes se llenaban de bote en bote.
La posición topográfica del barrio, magnífica de todo punto: situado a no larga distancia de las montañas que por el Sur y el Este lo rodean, por aquellos días ostentando el lejo de los bosques y hoy desfiguradas por el tijereteo de los cañadulzales, los marcos que señalan la división de potreros y bienes, y por las abras y zocolas; sin riesgo de que un viento se viniese revoltoso barriendo habitaciones y sembrados, ni de que un río se botara afuera y de un sorbo se tragase cuanto había.
Item más. La sociedad un tanto patriarcal de aquellas gentes, sujetas las voluntades a la del cura don Yanuario Reyes; por hombres de pro, el señor Alcalde y el no menos respetabilísimo señor Cuartelero -el Juez de Paz de antaño con las prerrogativas de hogaño-; señorón y medio lo era el maestro de escuela don Frutos y no menos encogollados lo fueron, tanto por su posición holgada, cuanto por el temple de carácter, tres o cuatro ricachos campesinos.
Uno de los cuales era don Soledad Guillén. Su casa, de techumbre empotrada sobre retorcido horconaje y paredes de un relleno macizo de adobes, hallábase situada en un altozano y a pocos pasos de los ríos Damas y Tiribí.
La tarde en que esta historia comienza, vísperas de la Concepción por más señas, era de harto trajín para los habitantes del barrio, pues una costumbre inmemorial los traía en carreras.
La luminaria de don Soledad era de lo más concurrido. Vistoso panorama ofrecía su casa, visitada por un sinnúmero de campesinos, enamorados hasta el tuétano y atraídos por las mozas que afluían por la tranquera de entrada, guapetonas ellas, cual más, cual menos airosa, cargando a los cuadriles hojas secas de plátano.
Interin, los labriegos, trayendo también su acopio de hojas de caña, aprovechaban las horitas muertas, robadas de cuando en cuando a sus labores diarias, para pescar, ya de un modo ya de otro, un meneo de cabeza, de esos que las novias saben dar tan bien y con esto un relampagueo de pasión.
Don Soledad se descoyuntaba en cumplidos con los señores de más copete, sentados en aquel momento en los toscos escaños del corredor, observando el animado bullicio de la muchachada -según decía el maestro don Frutos- a quien con sus asomos de regocijo, los ojos se le iban detrás de los rústicos y mozuelas, discípulos de otros años y a los cuales quería como hijos.
La luminaria empezó por fin: los jóvenes de ambos sexos puestos en cuclillas a ambos lados de una vara y con el brío de los dieciocho veranos, amarraban con presteza rollitos de hojas, cruzándose a medias cuartetos almibarados.
De entre aquel puñado de cabezas, salía de rato en rato una carcajada general motivada por las bromas del más atrevidón y la sangre se agolpaba en oleadas a las mejillas de las núbiles labradoras, al escuchar los requiebros de los mancebos.
Aclamado por un tata agüelo, tata agüelo, apareció en la solana un viejecito tembloroso, con su chaqueta de cuero de diablo lustrosa como un espejo, sus pantalones ajustados a unas piernas arqueadas que movía lentamente: era don Soledad.
Enternecido por el recuerdo de tiempos mejores lanzó un grito prolongado, seguido por los de los concurrentes: reventó cuantas bombas y cohetes pudo y acercándose a la luminaria -clavada ya en tierra y con sus hojas tendidas oblicuamente- la aplicó el fuego de un candil.
El abuelito -después de separarse de sus buenos amigos- entraba minutos más tarde a su cuarto y pasándose la palma sudorosa de la mano por sus ojos lacrimosos, concluyó por canturrear:
"Siempre pa la Conceición
ha de haber ceniza en el jugón".
Terminado el murmullo de las familias y convidados al despedirse, la casa quedó en silencio.
Afuera y muy cerca de la capilla de la Virgen, se desprendía a ratos un güipipía, güipipía; eran las explosiones amorosas del Moto, anunciando a su novia que ya iba lejos.
II
¡Ay de quien le hubiese sorprendido en aquellas ocupaciones! se habría llevado un redoble de pescozadas, así hubiese sido el mismísimo Presidente de la República o su más íntimo amigo don Sebastián Solano.
Esparrancado en un cuero, con el espinazo en arco como el de un gato sentado, las antiparras -de vidrios azules montados en armadura de madera negra- encajadas sobre el lomo de las narices, se hallaba don Soledad, contando las ganancias del año y con los ojuelos verdes y hundidos refijos en los montoncitos de reales, escudos y medios.
El vetusto lugareño, vestido con una camisa blanca en otros días y ahora tirando a semejar de zaraza por las manchas, y con los pies metidos en zapatones de capellada abierta, hablaba entrecortado y valiéndose de los dedos para llevar el cálculo:
-Un rial, dos riales, tres... diez riales, vengan p´acá. Un escudo... dos... cinco: a ver un escud... dos... cinco... y diez: éstos caminen p´allá -y poniéndose en pie agregaba un grupito a la hilera que se extendía en una larga mesa.
Así pasó todo el santo día, sin asomos de probar bocado, echa y más echa con fruición, las monedas en mochilas de cáñamo teñido y con las orejas sin repliegues atentas al menor ruido. Y cuando la tarde se vino encima, el gamonal, apeándose las antiparras y restregándose los ojos, -así que hubo asegurado las cerrajas que custodiaban las riquezas en una alacena- y después de un prolongado bostezo, salió por los amplios corredores a respirar el aire, que en bocanadas se dejaba venir fresquito y cosquilloso de los potreros. Con aire patriarcal y rezando una oración de gracias a Dios, se dio una vuelta por la casa: echó primero una mirada a las trojes, de allí al trapiche y se informó si los yugos y aperos de labranza se encontraban en su lugar; anduvo por el corral, pasó cerca de los chiqueros; tendió su vista por los campos y notó que los ganados, pasado el ramoneo del día, íbanse llegando a buscar el calorcito de la casa; miró a los vecinos del barrio que allá, en el bajo, cogían el agua del Tiribí y en cambio a la del Damas ni caso le hacían, porque según las creencias vulgares era salada.
A poco, con semblante algo mohíno y ya de regreso, desató la hamaca, que hecha un nudo colgaba de un extremo a otro de la sala y tendiéndose a la bartola, acomodó su rancia humanidad en la red de cáñamo.
De pronto alzando la cabeza dijo: -Miquela, el tibio y la rellena.
A la orden estuvo doña Micaelita, su esposa, de cuerpo echado delante y enaguas a media pierna, con una batidora de chocolate y una tortilla de queso. Temblando se acercó a su marido: ¡si bien sabía la pobre los berrinches que en tales ocasiones se gastaba Soledá!
Apenas el chicharrón desde un árbol cercano hubo anunciado las seis de la tarde e impuesto silencio al infierno de chicharras, que se habían llevado todo el día reventando los oídos con su fastidioso arruuuu, arruuuun, don Soledad rebulléndose en su hamaca, dijo con acento perentorio:
-Al rosario, muchachos.
Bien pronto, se agruparon los gañanes, mansos como bueyes, y en voz alta rezaron el rosario que don Soledad seguía.
Sin chistar palabra y pendientes de las miradas del gamonal, uno a uno fuéronse retirando a su tabuco, entre los muchos que había hacia el costado derecho de la casona.
Cada peón desarrolló su cuero, puso por almohada un palo de balsa envuelto en trapos y abrigándose en su chamarro se tendió a dormir con la más perfecta tranquilidad.
Don Soledad, a su vez, echado en su rústico camastro, pasó un rato en vela, pensando en sus negocios.
¡Hombre aquél, para quien la exigencia y el orden marchaban aunados! ¡Férrea mano que sujetaba muchas cervices! Varón virtuoso -que lo mismo se iba caballero sobre una mula de esta finca a la otra- como ocupaba el puesto de Alcalde o de Cuartelero cuando se ofrecía! Igual cosa era para él -irse con un par de alforjas al pico de la albarda y otro en la grupa de su cabalgadura, llegar a los sitios y con sus manos agrietadas esparcir en las piedras la sal y gritar: tom, tom, tom, llamando a los animales -como ponerse de rodillas, quitarse el sombrero y rezar al compás de los golpes de pecho, tres veces el ¡Ave María! -sin atender a horas ni a lugares- en el momento de Alzar en el sacrificio de la misa.
¡Y tal hombre era ni más ni menos que el padre de Cundila Guillén!
III
¡Ave María Purísima!
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