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Solo vine a hablar por telefono


Enviado por   •  9 de Febrero de 2019  •  Trabajos  •  2.794 Palabras (12 Páginas)  •  449 Visitas

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Sólo quiero llamar a alguien
[Cuento -modificación]

Una madrugada de lluvias, cuando viajaba solo hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, sufri una avería en el desierto de los Monegros. Era un mexicano de veintisiete años, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casado con una prestidigitadora de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban lentamente en la tormenta, el conductor de un autobús de clase al parecer se compadeció de mí. me advirtió, eso sí, que iba muy lejos.

- No importa -dije-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a mi esposa de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito empapado, con un abrigo de constructor y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdido por el percance que olvide llevarme las llaves de la camioneta. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar, pero de maneras dulces, me dio una toalla y una manta, y me hizo un sitio a su lado. Después de secarme a medias, me senté, me envolví en la manta, y después de jugar Mega Drive un rato, se me acabo la batería. La vecina del asiento me dio un cargador y me pidió que se lo prestara un rato. Mientras ella fumaba y jugaba al mismo rato, cedi a las ansias de desahogarme, y mi voz, aunque no era mucho, era muy temprano y todavía había sonidos fuertes por lo que resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

- Están dormidas -murmuró.

miré volteando todo mi cuerpo, y vi que el autobús estaba ocupado por hombres y mujeres mujeres de edades y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la que la militar me había dado. Como estaba muy aburrido, el descanso de los demás me contagio el sueño y cuando me di cuenta, estaba dormido. Cuando me desperté era de noche y el aguacero se había disuelto en un sol brillante, aunque no iba para nada con el momento. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo me encontraba. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.

- ¿Dónde estamos? -le pregunte.

- Hemos llegado -contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras y pasajeros, alumbradas casi totalmente, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en una guardería o algo así. yo, el último en descender, pensé que eran monjas. Lo pensé menos cuando vi a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirme de mi vecina de asiento María quise devolverle la manta, pero ella me dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.

- ¿Habrá un teléfono? -le pregunte

- Por supuesto -dijo el guardia-. Ahí mismo le indican.

Me pidió otro cigarrillo, y le di el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dije. La mujer me hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi me grita "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

Empecé a correr hacia la entrada del edificio. Un guardián trató de detenerme con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!”. Miré por debajo de la manta, y vi unos ojos de hielo y un índice inapelable que me indicó la fila. Obedecí. Ya en el zaguán del edificio me separe del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras me decía con modos coquetones:

- ¡Por aquí, guapo!, por aquí hay un teléfono.

Seguí a las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entre en un dormitorio colectivo donde los guardias recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que me pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a una mujer, mevio se sorprendió de que no llevara una identificación.

- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dije

Le explique a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. La esposa, que era maga de fiestas, estaba esperándolo en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Élla debía salir de la casa dentro de diez minutos, y el temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.

- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

Le dije mi nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le repetí como por milésima vez

- De acuerdo, mago -le dijo el superior, llevándome hacia mi cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un manicomnio. Asustado, escape corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón un guardia gigantesco con un mameluco de mecánico me atrapo de un tortazo y me inmovilizó en el suelo con una llave maestra. La mire de través paralizada por el terror.

- Por el amor de Dios -dije-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

Me bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquel energúmeno de mameluco a quien llamaban Heraclintes por su fuerza descomunal. Era el encargado de los casos difíciles, y dos reclusos habían muerto estrangulados con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España, según me contaron los reclusos de las celdas cercanas

Para durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarme un somnífero. Antes de amanecer, cuando me despertaron las ansias de jugar Mega Drive, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a mis gritos.

No supe cuánto tiempo había pasado cuando volvi en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros me devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirme nada, sin saludarlo siquiera, le pedí un cigarrillo. Él me lo dio encendido, y me regaló el paquete casi lleno.

 Al cabo de una hora larga, de una hora de platica de lamentaciones, desahogado muy a fondo, le pedí autorización para hablarle por teléfono a mi esposa

El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no", me dijo, dándome en la mejilla una palmadita tan tierna como los cariños que una madre le hace a su hijo. "Todo se hará a su tiempo". Me hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

- Confía en mi -me dijo.

Esa misma tarde fui inscrito en el manicomio con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitado.

A los dos meses, todavía no me había adaptado no me había adaptado aún a la vida del manicomio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Me negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fui incorporándome poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.

La falta de mi Mega Drive, resuelta en los primeros días por una guardiana que me prestaba su tamagotchi, volvió a atormentarme cuando se me agotó el poco dinero que llevaba. Me consoló después con los juguetes improvisados de papel u otros artefactos que algunas reclusas fabricaban con los restos recogidos de la basura, pues la obsesión de jugar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que me gane más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Muchos reclusos permanecían despiertos en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumado por la pesadumbre, pregunte con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:

- ¿Dónde estamos?

La voz grave y lucida de la vecina me contestó:

- En los profundos infiernos.

- Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen a los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. El cancerbero, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. Me sobrecogí, y sólo yo sabía por qué.

Desde su primera semana en el manicomio, el vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, perversamente. "Serás la reina". Ante mi rechazo, el guardia cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignado a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, el guardia se acercó a mi cama, y murmuró en mi oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos. Por último, creyendo tal vez que mi parálisis no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos. le solté entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina, se incorporó furibundo en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

- ¡Hija de puta, negra!  -gritó-. Nos pudriremos aquí hasta que te vuelvas loco.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. asistí divertido al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. Entonces marque seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuve seguro de que fuese el número de su casa. Espere con el corazón latiendo a casi reventar, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

- ¿Bueno?

- Conejo, vida mía -suspire.

Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:

- ¡Puto! Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, descolgué en el refectorio la litografía del general, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún me sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterme, sin lograrlo, hasta que vio a Heraclines plantado en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándome. No obstante, me arrastraron hasta el pabellón de los locos furiosos y me inyectaron trementina en las piernas. Impedido para caminar por la inflamación provocada, me di cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, me levante de puntillas y toque en la celda del guardia nocturno.

El precio, que exigí muy claramente, fue llevarle un mensaje a mi esposa. El guardia aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y me apuntó con un índice inexorable.

- Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Luna la Maga fue al manicomio ese mismo día, después de una platica con el director, lo llevo a la sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, que era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Luna no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. Yo estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Me estaba preparando para irme, con lamentable abrigo de albañil y unos zapatos puntiagudos que me habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Heraclines con los brazos cruzados. Cuando la vi entrar sentí mucho alivio y emoción y corrí a abrazarla, después de casi diez minutos de abrazos, comenzamos a platicar:

- ¿Cómo te sientes? -me pregunto

- Feliz de que al fin hayas venido, conejo -le dije-. Esto ha sido la muerte.

Ahogándome en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

- ¡qué bueno que estas aquí! Pídele al medico que me saque de aquí, tu sabes que yo no merezco estar aquí

- Ahora todo eso pasó -dijo ella

Después de que cada uno le conto al otro todo lo que habíamos vivido estos 10 meses, Luna le dijo que en ese momento estaban siendo observados y examinados por el doctor para ver si el estaba en buen estado

- ¡Por dios! Que dirá el doctor—dije, exhalando mucho aire

-Ya vuelvo, voy a ver que dice el director con tus resultados—dijo en modo de despedida

- Por favor, convéncelo de que me deje ir—le suplique

Después de unos minutos de espera, que por las ansias parecía eterno, pero en realidad solo fueron quince minutos, el medico y Luna, llegaron con una sonrisa en la cara, de lejos le dijeron que ya tenían el diagnostico

- esto le va a gustar-dijo en medico con un tono alegre-he diagnosticado que el padecimiento con el que se le ha tratado fue erróneo, lo que usted tiene es autofobia masiva, que es un pavor exagerado a estar solo

Después de una satisfactoria platica emocional con los tres, el medico dijo que al cabo de dos semanas de tratamiento psicológico, podría irse en libertad custodiada por su esposa, condiciones a las que Juan acepto sin pensarlo una vez por completo.

De repente Juan apareció en el hospital, una enfermera le dijo que lo habían encontrado desmayado y muy deshidratado en las montañas de la rumorosa, cerca de una camioneta.

Colegio Las Villas

Español

“Recuento” Proyecto 5

Prof. María Fernanda

Pérez Serrato

Gerardo Moreno Perez

2B

29/11/17

 

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