El movimiento de jesús
Romina NogueraMonografía17 de Septiembre de 2018
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Filosofía Medieval
Jesús, historia de una revolución de valores
Romina Noguera
Universidad de Morón
Jesús, historia de una revolución de valores.
El presente escrito tendrá como objetivo realizar un recorrido histórico acerca de la figura de Jesús y del movimiento revolucionario que se erige a partir de sus enseñanzas.
Para esto se tendrán en cuenta los postulados realizados por Gerd Theissen en trabajo El movimiento de Jesús y por José Antonio Pagola en su texto llamado Jesús, una perspectiva histórica. Partiendo de la lectura de estos autores, se tomarán y se relacionarán dos tópicos desarrollados por ellos: el reino de Dios como buena noticia tratado por José A. Pagola, y la concepción de G. Theissen en la que la figuración de dicho reino representa una verdadera revolución de valores.
Es necesario comenzar realizando una introducción a la vida del hombre que yace detrás del profeta. Con esto se quiere significar que, más allá de todo halo de divinidad que rodee a la figura de Jesús, no debemos olvidar que se trató de un hombre de carne y hueso. Este recordatorio de la humanidad histórica, biológica y terrenal de Jesús no atenúa en lo más mínimo el hecho de que se trató de un hombre excepcional, adelantado a su estructura social, política, económica y cultural, y que significó el punto de partida a un modo de concebir el mundo absolutamente novedoso en ese momento de la historia.
Jesús, más allá de su mandato divino, dejó en las mentes de los hombres y mujeres que lo conocieron la posibilidad de cuestionar el statu quo en el que vivían, de repensar sus estructuras mentales, religiosas, culturales, sociales, y económicas para representarse dentro de la esperanza, tal vez utópica, de construir un mundo un poco más justo, un poco más amable.
Sus enseñanzas han sido tan influyentes que hasta el día de hoy podemos evocarlas para repensar nuestra realidad actual, o como guía para actuar en función de la paz y el respeto.
Personalmente, considero a la figura de Jesús en consonancia con aquél tábano que supo caracterizar a la figura de Sócrates en los diálogos platónicos. Con ese aguijonazo que duele pero que despierta y que invita a reflexionar sobre esas cosas que pueden resultar obvias pero que cuando se inspeccionan en profundidad revelan que existen grandes confusiones y equívocos. De estas cosas habló Jesús. Del amor al otro, de la amistad, de la benignidad, del perdón, del trato a los niños, a las mujeres y a los extranjeros, entre otros tópicos fundamentales para la vida en armónica en sociedad.
A raíz de lo expuesto, es imperativo comenzar a describir, brevemente, los años formativos de la vida de Jesús. Para José Antonio Pagola este ejercicio es realmente importante, ya que es en la vida concreta de Jesús, en su humanidad tan familiar, en sus palabras sencillas y penetrantes donde se encuentra el germen y la verdadera naturaleza del surgimiento de la fe producto de sus enseñanzas.
Se llamaba Yeshúa. Etimológicamente quiere decir “Yahvé salva”, y según Filón de Alejandría quiere decir “salvación del Señor”. En el pueblo la gente lo llamaba Yeshúa bar Yosef, “Jesús, el hijo de José”, en otras partes le decían Yeshúa ha-notsrí, “Jesús, el de Nazaret”. En Galilea, en los años 30, importaba mucho saber de dónde era la persona y cuál era su familia.
Jesús provenía de Nazaret, de una aldea sencilla y desconocida en comparación con la renombrada Tiberíades o con la santa Jerusalén. Era el hijo de un “artesano”, no de un gran sacerdote o administrador reconocido. Esta raíz humilde será de enorme importancia en su formación que luego se verá volcada en sus parábolas y enseñanzas.
Su pequeño país estaba sometido al Imperio Romano desde el año 63 a. C. pero jamás cruzó su camino con César Augusto o con Tiberio, pero sí oyó hablar de ellos pero era absolutamente consciente de que eran los dueños de mundo y de su pequeña Galilea.
“Durante más de sesenta años nadie pudo oponerse al Imperio. Una treintena de legiones, cinco mil hombres cada una, aseguraban el control absoluto de un enorme territorio. Este inmenso territorio no estaba muy poblado, a principios del siglo I solo habría unos cincuenta millones de habitantes en la totalidad de su extensión y Jesús era uno más. Dentro de este enorme Imperio, Jesús es solo un insignificante galileo, sin ciudadanía romana y parte de un pueblo sometido.”[1]
En la ciudades se concentraba el poder político, allí era donde anidaban las clases dirigentes, los propietarios, quienes poseían la ciudadanía romana, quienes administraban a las ganancias extraídas de los pueblos sometidos y las fuerzas militares.
Galilea era un punto clave en el sistema de caminos y rutas comerciales. En Nazaret Jesús vivió prácticamente lejos de las grandes rutas. Nunca se aventuró por las rutas del Imperio.
Estos pueblos dominados no debían olvidar que estaban bajo el Imperio de Roma. La estatua del emperador, su presencia en los templos y en los espacios públicos de las ciudades invitaba a los pueblos a darle culto como a su “verdadero Señor”. Pero el medio más eficaz para mantenerlos sometidos era la utilización del castigo y el terror. Roma no toleraba ni levantamientos ni rebeliones; la práctica de la crucifixión, los degüellos masivos, la captura de esclavos, los incendios de las aldeas y las masacres no tenían otro propósito que aterrorizar a la gente.
Pagola realiza un relevamiento de los episodios más graves llevados a cabo por el Imperio Romano contra aquellos que intentaron rebelarse y se detiene en el recuerdo grandioso y siniestro de Herodes: Palestina no estuvo nunca ocupada por soldados romanos. Una vez controlado el territorio las legiones se retiraban y gobernaba un soberano, de ser posible nativo, que ejercía su autoridad como vasallo o “cliente” del emperador. Estos eran quienes, en su nombre, controlaban directamente a los pueblos, a veces de manera brutal.
“Jesús sabía muy bien de qué hablaba cuando de adulto describía a los romanos como ‘jefes de naciones’ que gobiernan los pueblos como ‘señores absolutos’ y los ‘oprimen con su poder’”.
En Marcos se le atribuyen las siguientes palabras: “Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones las gobiernan como señores absolutos y los grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros; sino el que quiera ser grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será esclavo de todos” (Marcos 10, 42-44).[2]
Con la muerte de Herodes en el año 4 a. C. la situación no cambió demasiado. Antipas se convirtió en gobernador de Galilea y Perea.
Antipas gobernó Galilea desde el año 4 a. C. hasta el 39 d. C., año en que fue depuesto por el emperador. Jesús fue súbdito suyo durante toda su vida.
Galilea tenía tierras muy fértiles por lo que la actividad mayoritaria era de tipo agraria. La gente de Jesús, sus vecinos y amigos vivían del campo y en el campo. Prácticamente toda la población vive trabajando la tierra con excepción de la elite de las ciudades que se ocupa de las tareas de administración, gobierno, impuestos o de la milicia.
Jesús vive en el medio de esos campesinos galileos. Y esta influencia se puede apreciar en el uso que hace de imágenes agrarias en sus parábolas. También fue un asiduo de la región del lago de Galilea, por lo que la pesca tenía una gran importancia para él que se integró magníficamente en ese mundo de pescadores que no era natural para él. Toma pescado en sus comidas y también habla de “peces”, “redes” y “pesca” en muchas de sus parábolas.
En una sociedad agraria la propiedad de la tierra es de gran importancia, Pagola se pregunta quién controlaba las tierras en Galilea. En principio, los romanos consideraban los territorios conquistados como bienes pertenecientes a Roma, y con eso justificaban la exigencia del pago del tributo a quienes los trabajaban. En el caso de Galilea, gobernada directamente por un tetrarca-vasallo, la distribución de la tierra era compleja y desigual. El tema de la distribución será de enorme importancia cuando introduzca la metáfora del reino de Dios, que será desarrollado más adelante.
Además de controlar sus propias posesiones, los soberanos podían asignar tierras a miembros de su familia, funcionarios de la corte o militares veteranos. Estos terratenientes vivían en las ciudades y arrendaban sus tierras a los campesinos del lugar. Los contratos eran casi siempre muy exigentes para los campesinos. El propietario llegaba a exigir la mitad de la producción o una gran parte de la misma dependiendo de la cosecha, a veces proporcionaba el grano y lo necesario para trabajar la tierra y exigía fuertes sumas por todo ello. Hay indicios de que, en tiempos de Jesús, estos grandes propietarios fueron haciéndose con todavía más tierras de las que originalmente poseían por embargarlas a familias endeudadas.
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