CUAL ES LA LA MUERTE Y LAS ACTITUDES ANTE LA MUERTE.
Barack ObamaEnsayo23 de Agosto de 2017
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LA MUERTE Y LAS ACTITUDES ANTE LA MUERTE: UNA REVISIÓN
Jorge A. Grau Abalo
Doctor en Ciencias Psicológicas, Profesor Auxiliar, Especialista en
Psicología de la Salud, Investigador Titular del Instituto Nacional
de Oncología y Radiobiología de la Habana, Cuba, Jefe del Grupo
Nacional de Psicología del Ministerio de Salud Pública, Presidente
de la Comisión Nacional del Programa cubano de Atención al
Dolor y Cuidados Paliativos al paciente oncológico
Margarita Chacón Roger
Master en Psicología de la Salud, doctorante en Ciencias de la Salud
y Licenciada en Enfermería, Investigador Auxiliar del
Instituto Nacional de Oncología y Radiobiología (INOR), Jefa del
Dpto. de Control del Programa Nacional de Control del Cáncer
(PNCC), miembro de la Comisión Nacional del Programa cubano
de Atención al Dolor y Cuidados Paliativos al paciente oncológico
Introducción
Las enfermedades crónicas no transmisibles y los accidentes constituyen hoy las principales causas de muerte en nuestro país. Muchas enfermedades crónicas conllevan a un estado donde ya no es posible el tratamiento curativo, es el llamado estadío terminal. El cáncer es la más frecuente de ellas, pero también todas aquellas enfermedades que lleven a la insuficiencia funcional del organismo: la insuficiencia renal crónica, la cirrosis hepática, las enfermedades pulmonares obstructivas crónicas, el propio SIDA, etc.
En estos pacientes, el tratamiento curativo debe ser inexorablemente sustituido por el enfoque paliativo, que tiene entre sus objetivos fundamentales preparar para la muerte del paciente, tanto el enfermo mismo, como a sus familiares (1, 2). Lamentablemente, no siempre se logra este reenfoque de la atención médica, debido en gran parte al desconocimiento de la conducta a seguir con un paciente de este tipo, y también, al profundo impacto que causa sobre el personal de la salud la proximidad de la muerte.
En efecto, la preocupación y el dolor de atender a un niño, a un joven, a una mujer o a un hombre con cáncer u otra enfermedad terminal, afecta incuestionablemente al médico y a la enfermera, conscientes de la tragedia a la cual habrá de enfrentarse (3).
La muerte no es un fenómeno instantáneo, sino un verdadero proceso, no sólo biológico, sino también psicosocial, en que un gran número de actos vitales se van extinguiendo en una secuencia tan gradual y silente que escapa generalmente a la simple observación (4). Lamentablemente, hoy en día hay una tendencia a la ocultación, a la evasión en el tema de la muerte, mediante una censura social rígida, que lleva, incluso, a engañar al moribundo, convirtiéndolo en un ente solitario, que está lleno de desesperación, y con una atención insuficiente (5). La falta de tiempo, la carencia de formación curricular en técnicas de comunicación, la vulnerabilidad propia hacia la representación de la muerte y la inseguridad, son factores que proceden del personal de salud y que afectan al moribundo, haciéndolo, a su vez, más vulnerable al aislamiento y a la insuficiente atención.
Convendría examinar algunos conceptos acerca de la muerte y su condicionamiento sociocultural, para adentrarnos en el tema de investigación.
El hombre y la sociedad ante la muerte
La enfermedad y la muerte constituyen reales posibilidades de la existencia humana; incluso pensamos en ellas, pero eludimos hablar del tema. Las costumbres sociales contemporáneas facilitan mucho esta actitud evasiva (6). Pero no siempre fue así. La actitud del hombre ante la muerte ha ido cambiando a lo largo de la historia.
Es imposible explicar la situación actual de los enfermos terminales y las actitudes ante la muerte que abundan en los profesionales de la salud sin analizar la situación social, cultural, política y económica de la sociedad moderna y su postura ante la muerte, sin hacer un breve recorrido histórico de las costumbres y actitudes ante el final de la vida.
La enfermedad y la muerte eran muy visibles en épocas más antiguas. Los enfermos andaban por las calles, estaban sentados al borde de los caminos, los leprosos anunciaban su presencia con el tableteo de matracas, sus procesiones eran advertencias visibles de otras procesiones más silenciosas que acompañaban enfermedades como la peste y el cólera. La muerte tenía así una representación que atañía a cada cual de forma inmediata. Cuando fallecía alguien, la población entera participaba en su entierro convocado por el doblar de campanas, se le conducía al cementerio, que antes se encontraba en el centro de la ciudad. La muerte, al igual que la enfermedad, eran presencias constantes.
Hoy a los enfermos se les retira de la vida pública. Se ingresan en hospitales y sanatorios. Incluso en estos lugares se trata de que la enfermedad y la muerte anden en secreto. En caso de que fallezca alguien, los demás enfermos por lo general no se enteran directamente, más bien se susurra, la muerte se desliza subrepticiamente por la sala, no le está permitido mostrarse. Con frecuencia se trata de que el moribundo, poco antes de su fallecimiento, abandone el hospital. Incluso al propio moribundo se le enmascara la muerte. El médico le administra morfina –frecuente y lamentablemente por primera vez- no sólo para aliviarle dolor, sino para que la muerte acontezca en plena inconsciencia (6).
Estos procederes y actitudes no dejan de tener ciertas ventajas: higiénicas, de mejor cuidado y atención, de evitación de sufrimiento final doloroso. Pero también se corre el riesgo de que se pierdan muchas cosas. Psicológicamente puede ser peligroso desterrar de manera tan rotunda la enfermedad y la muerte de la cotidianeidad. La caducidad de nuestra existencia se puede convertir en una amenaza dorada y negándola, la enfermedad y la muerte devienen catástrofes que pueden sobrevenir sin que la persona esté preparada para ello. Se pierde la posibilidad de la elaboración y resignificación de la experiencia vivida, de redimensionar el pasado y relativizar la existencia, de experimentar –incluso- profundos cambios enriquecedores…
La sociedad actual niega la muerte. Señal de amenaza, sufrimiento, vulnerabilidad; cuando aparece se torna en un golpe rudo, que enfrenta al hombre a su condición perecedera. La conciencia de muerte es una característica esencialmente humana; como dijo Shopenhauer: “…El animal conoce la muerte tan sólo cuando muere; el hombre se aproxima a su muerte con plena conciencia de ella en cada hora de su vida” (7). Aunque en los animales existen comportamientos para morir, estos no son aprendidos ni transmitidos socialmente de una generación a otra; no son culturales sino innatos. Fuera de una conciencia innata o instinto de muerte que el hombre aún conserva como legado de su origen animal, sus actitudes, creencias y comportamientos ante la muerte son aprendidos culturalmente (6).
Los ritos funerarios, los sarcófagos, los entierros, los cementerios, todo está vertebrado desde el origen del hombre alrededor del culto a los muertos, lo cual evidencia la adherencia emocional de la especie humana al tema del momento del tránsito de la vida a la muerte. A lo largo de la historia del hombre es evidente que el tratamiento con el cadáver, el conjunto de objetos funerarios, así como el lugar que la cultura ha concedido a la muerte y el mantenimiento de una relación entre los vivos y los muertos, pone de manifiesto cómo el fenómeno de la muerte ha propiciado desde épocas tempranas, los más complejos y elaborados sistemas de creencias y prácticas mágico-religiosas que le han servido a la humanidad de todos los tiempos y culturas, para explicar, entender y manejar el hecho mismo de la muerte.
Durante cientos de años la muerte era una ocasión para la renovación de la vida, se bailaba frente a iglesias y en los cementerios. Ya a fines del siglo XIV cambiaba el sentido de estas danzas: de un encuentro entre vivos y muertos, se transformó en una experiencia meditativa, instrospectiva…Para el hombre medieval la muerte significaba una comunidad de destino; enseñó al hombre de la ilustración que su vida debía ser preparación para la eternidad: el hombre debía ser capaz de asumir su finitud, de abandonarse a su caducidad, desligándose de los compromisos y de las ataduras de la vida cotidiana. Si las sociedades primitivas concebían la muerte como el resultado de la intervención de un agente extraño (de un “mal de ojo” o de la influencia de una bruja o un ancestro), durante el medioevo cristiano y musulmán la muerte continuó considerándose como el resultado de una intervención deliberada y personal de Dios, representada por la lucha de un ángel y un demonio que luchaba por el alma que se escapaba del moribundo…Apenas durante el siglo XV aparecieron las condiciones propicias para que la muerte fuese más “natural”…en una parte inevitable, intrínseca, de la vida humana. La muerte se vuelve autónoma y durante tres siglos coexiste, como agente distinto, con el alma inmortal, la divina providencia, los ángeles y los demonios (8). La representación de la muerte se convirtió, como antaño en las paredes de las cavernas, en el tema más popular de la poesía, el teatro, la pintura y las artes gráficas, generalmente cargada de atributos terroríficos o de tintes demoníacos apocalípticos, induciendo la meditación de la caducidad de lo terrenal. La gente quiso dominarla aprendiendo el arte o la destreza de morir, fue cuando surgió el Ars moriendi, de autor aún no identificado y reeditado en varias lenguas por muchos decenios, ornado con grabados en madera de alta calidad artística. Entonces lo que se jugaba era la salvación o la condenación eterna y las imágenes del Juicio Final, de la subsecuente agonía de los réprobos en el Infierno y del júbilo de los beatos, adquirían un punto tan dramático y majestuoso, que ha producido durante mucho tiempo un perdurable efecto en la mente y el corazón de los hombres…El hombre era amo no sólo de su propia vida, sino de su muerte…ella le pertenecía a él y sólo a él…(1)
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