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Carta A La Tolerancia

Raulchable2 de Diciembre de 2012

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CARTA SOBRE LA TOLERANCIA*

John Locke

Este notable alegato en favor de la tolerancia religiosa y de la libertad de conciencia constituye un texto clásico de quien es considerado el gran ideólogo e inspirador de la revolución liberal inglesa consumada en 1688. Las reflexiones que contiene están atravesadas por el incipiente espíritu de la democracia, por el espíritu ya consolidado de la Reforma y, sobre todo, por el espíritu de la modernidad, en lo que Tiene de rescate de la razón, de las libertades individuales y de crítica a las grandes concentraciones de poder.

Aunque el ensayo –escrito en 1689– se plantea fundamentalmente en el horizonte de los violentos conflictos religiosos que se sucedieron en Europa tras la ruptura de la unidad del cristianismo y el desarrollo del espíritu de sectas, es notable que a casi 300 años de su publicación conserve intactas su vehemencia y su tensión intelectual en temas sobre los cuales, a pesar del tiempo transcurrido, aún dista mucho de haberse dicho la última palabra. Entre esos temas figuran el de las relaciones entre Iglesia y Estado, el de las fronteras entre los asuntos de Dios y los asuntos del César, el de la libertad de asociación y varios más.

Carta Sobre la Tolerancia

Al lector

La siguiente carta referente a la tolerancia, que fue (en 1689) primero impresa en latín, y este mismo año en Holanda, ha sido ya traducida al holandés y al francés. Una aceptación tan rápida y general podría presagiar una favorable acogida en Inglaterra. Creo, en realidad, que no existe nación bajo el cielo en la cual se haya dicho más sobre ese tema que en la nuestra. Pero, sin embargo, no existe tampoco pueblo que tenga, como nosotros, mayor necesidad de que se diga y que se haga algo más acerca de este punto.

Nuestro gobierno no sólo ha sido parcial en materias de religión, sino que incluso quienes más han sufrido por esta parcialidad, y más se han esforzado a través de sus escritos por justificar sus propios derechos y libertades, en su mayoría lo han hecho basándose en principio estrechos, apropiados sólo a los intereses de sus propias sectas.

Esta estrechez de espíritu que han demostrado todos ha sido indudablemente la causa principal de nuestras miserias y confusiones. Pero cualesquiera que hayan sido estos motivos, ya es hora de buscar una cura total. Necesitamos remedios más efectivos que los que hemos usado hasta ahora en nuestra enfermedad. No son las declaraciones de indulgencia o comprensión, como las que han sido predicadas o proyectadas entre nosotros hasta el momento, las que puedan cumplir esta labor. Las primeras sólo paliarán nuestro mal y las segundas sólo lo empeorarán.

La libertad absoluta, la libertad justa y verdadera, igual e imparcial, es aquello que necesitamos en efecto. Ahora bien, aun cuando esto ha sido muy discutido, dudo que haya sido bien comprendido. Estoy seguro de que no ha sido practicado ni por nuestros gobernantes frente al pueblo en general ni por los grupos disidentes del pueblo entre sí.

No puedo, por lo tanto, sino esperar que esta disertación, que aborda este tema en forma breve, pero más precisa de lo que hemos visto hasta ahora, al demostrar tanto la equidad como la viabilidad de esto, sea considerada altamente oportuna por todos los hombres que posean un espíritu lo suficientemente amplio como para preferir el verdadero interés público al de un grupo particular.

Para el uso de los que ya están en este espíritu, o para inspirar éste a quienes aún no se encuentran en él, es que lo he traducido a nuestra lengua. Pero la materia en sí misma es tan corta que no necesita un prefacio más largo. La dejo, por lo tanto, a la consideración de mis conciudadanos; y espero sinceramente que ellos lo utilicen con el fin con que fue concebido.

Carta Sobre la Tolerancia

Honorable señor:

En vista de que os place indagar cuáles son mis pensamientos acerca de la tolerancia mutua entre los cristianos de diferentes profesiones religiosas, debo necesariamente responderos, con toda libertad, que estimo que la tolerancia es el distintivo y la característica principal de la verdadera iglesia. Porque todo lo cual algunos se jactan sobre la antigüedad de los lugares y nombres, o sobre la pompa de su culto externo, y otros sobre la forma de su doctrina; y todos sobre la ortodoxia de su fe –puesto que todos se consideran ortodoxos ante sí mismo–, estas cosas, y todas las demás de igual naturaleza, son más bien características de la lucha de los hombres por el poder y por el dominio sobre los demás, que distintivos de la iglesia de Cristo. Aun cuando todos sostengan su derecho sobre estas cosas, si carecen de caridad, mansedumbre y buena voluntad hacia la humanidad, y aun hacia aquellos que no son cristianos, ciertamente estarán muy lejos de ser verdaderos cristianos. “Los reyes de los Gentiles ejercen su señorío sobre ellos, dijo nuestro Salvador a sus discípulos, pero vosotros no seréis así”. (Lucas XXII 25, 26.) La función de la verdadera religión es completamente diferente. No ha sido creada para producir una pompa externa, ni para obtener un dominio eclesiástico ni tampoco para el ejercicio de la fuerza compulsiva; sino que para la regulación de la vida de los hombres en conformidad a las reglas de la virtud y de la piedad. Quienquiera que se aliste bajo el estandarte de Cristo, deberá, en primer lugar y por sobre todo, combatir contra sus propias avideces y vicios. En vano pretenden algunos usurpar el nombre de cristianos sin poseer la santidad de vida, la fortaleza de costumbres y la benignidad y mansedumbre de espíritu. “Apártese de la inquietud todo aquel que pronuncie el nombre del Señor”. (2 Timoteo II, 19.) “Y tú, cuando te arrepientas, fortalece a tus hermanos”, dijo Nuestro Señor a Pedro. (Lucas XXII, 32.) Sería muy difícil en realidad que alguien que sea indiferente respecto de su propia salvación, me persuadiese que estaba extremadamente preocupado por la mía. Porque es imposible que quienes no han abrazado la religión cristiana en su corazón se consagren sincera y entusiastamente a convertir a otra gente en cristianos. Si damos crédito al Evangelio y a los apóstoles, nadie podrá ser cristiano si carece de caridad y de aquella fe que no actúa mediante la fuerza, sino a través del amor. Apelo ahora a la conciencia de quienes persiguen, atormentan, arruinan y matan a otros hombres, por pretextos de religión, para que digan si lo hacen o no por amistad y afecto hacia ellos, y sólo podré creer, entonces y no antes, que estos soberbios fanáticos lo hacen en verdad por tales motivos, cuando los vea corregir del mismo modo a sus amigos y familiares que pequen manifiestamente contra los preceptos evangélicos y los vea, asimismo, perseguir a hierro y fuego a los miembros de su propia comunión, contaminados por enormes vicios que los exponen a su perdición eterna si no se enmiendan, y cuando vea que expresan su amor y anhelo por la salvación de sus almas infligiéndoles toda suerte de crueldades y tormentos. Puesto que si, como ellos lo proclaman, actúan así sólo por principios de caridad y amor hacia las almas de los hombres, al privarlos de sus bienes, al mutilar sus cuerpos con castigos corporales y hacerlos finalmente perecer de hambre y de tormentos en apestosas prisiones, me pregunto que si todo esto se hace para convertirlos en cristianos y procurar así su salvación, ¿por qué, entonces, toleran que la “prostitución, el fraude y la malicia y otros tantos horrores”, que según el apóstol (Romanos 1) tanto saben a corrupción pagana, lleguen a predominar sin contrapeso entre su grey y su pueblo? Estas cosas, y otras similares, son ciertamente más contrarias a la gloria de Dios, a la pureza de la Iglesia y a la salvación de las almas que ninguna otra disensión consciente acerca de las prescripciones eclesiásticas, o que la indiferencia ante el culto público siempre que esté acompañada de una inocencia de vida. ¿Por qué entonces este ardiente celo de Dios, de la Iglesia y de la salvación de las almas –ardiente, digo literalmente, con fuego y hoguera– pasan por alto aquellos vicios morales y la maldad sin castigarlos, siendo que todos los reconocen como diametralmente opuestos a la manifestación del cristianismo; y desvían sus fuerzas, ya sea para introducir ceremonias o para establecer opiniones, que en su mayoría constituyen materias difíciles e intrincadas que sobrepasan la capacidad de la comprensión común? ¿Cuál de los grupos que disputan sobre estas cosas está en la razón? ¿Cuál es culpable de cisma o herejías? ¿Acaso aquellos que dominan o aquellos que soportan, y cuál se hará manifiesto cuando se juzgue la causa de su separación? Ciertamente, quien sigue a Cristo, abraza su doctrina y soporta su yugo, aunque abandone a sus padres y se aleje de las reuniones públicas y ceremonias de su país o abjure de cualquier cosa, no deberá entonces ser juzgado como hereje.

Ahora bien, aunque las divisiones entre las sectas serán permitidas, nunca tales divisiones debieran obstruir permanentemente la salvación de las almas; sin embargo, e adulterio, la fornicación, la impureza, la lascivia, la idolatría y demás cosas similares, no pueden dejar de considerarse como obras de la carne; el apóstol dijo explícitamente que “aquellos que las consientan, no heredarán el reino de Dios” (Galatas 5, 21.) Quienquiera que anhelo el reino de Dios y crea su tarea engrandecerlo entre los hombres, deberá dedicarse con no menos cuidado y diligencia a extirpar estas inmoralidades antes que a la destrucción de las sectas. Pero si alguno actúa diferentemente, y al mismo tiempo que

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