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EL SR. TOMAS


Enviado por   •  25 de Agosto de 2013  •  1.836 Palabras (8 Páginas)  •  220 Visitas

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El señor Thomas

[Cuento. Texto completo]

Anatole France a febrero del 2013

Conocí a un juez austero. Se llamaba Thomas de Maulan y pertenecía a la pequeña nobleza provinciana. Se había dedicado a la magistratura durante el septenio del mariscal Mac-Mahon, con la esperanza de impartir justicia un día en nombre del Rey. Tenía principios que él podía creer inamovibles, al no haberlos removido jamás. Tan pronto como se remueve un principio, se encuentra algo debajo y se comprueba que no era un principio. Thomas de Maulan mantenía cuidadosamente al abrigo de su curiosidad sus principios religiosos y sus principios sociales.

Era juez en el Juzgado de Primera Instancia en la pequeña ciudad de X***, donde yo vivía entonces. Su aspecto inspiraba estima, incluso cierta simpatía. Era un largo cuerpo seco, con la piel pegada a los huesos y la cara amarillenta. Su perfecta sencillez le daba bastante distinción. Se hacía llamar señor Thomas, no porque despreciara su nobleza, sino porque se consideraba demasiado pobre para mantenerla. Lo frecuenté suficientemente como para reconocer que sus apariencias no engañaban y que, junto a una inteligencia estrecha y un temperamento débil, tenía un alma elevada. Yo le descubrí grandes cualidades morales. Pero habiendo tenido ocasión de observar cómo realizaba sus funciones de magistrado instructor y de juez, me percaté de que su misma integridad y la idea que se hacía de su deber, lo convertían en inhumano y, en ocasiones, le quitaban toda clarividencia. Como era de una piedad extrema, la idea de pecado y de expiación dominaban su espíritu, sin que fuera consciente de ello, así como la idea de delito y de pena, y era evidente que castigaba a los culpables con la agradable idea de purificarlos. Consideraba la justicia humana como una imagen imperfecta, pero bella aún, de la justicia divina. Le habían enseñado en su infancia que el sufrimiento es bueno, que tiene por sí mismo mérito, virtudes y que es expiatorio. Lo creía firmemente y consideraba que cualquiera que ha delinquido merece el sufrimiento. Le gustaba castigar. Era un efecto de su bondad. Acostumbrado a dar gracias a Dios que le enviaba dolores de muelas y cólicos hepáticos en castigo por el pecado de Adán y por su salvación eterna, le imponía cárcel y multa a los merodeadores y vagabundos como un favor y como una ayuda. Extraía de su catecismo la filosofía de las leyes, y era implacable por rectitud y sencillez de espíritu. No puede decirse que fuera cruel. Pero, al no ser sensual, tampoco era sensible. No se hacía una idea concreta y física del sufrimiento humano. Se hacía una idea puramente moral y dogmática.

Tenía una predilección algo mística por el sistema carcelario y no fue sin cierta alegría en el corazón y en la mirada como, un día, me enseñó una bella prisión que acababan de edificar en su jurisdicción; una cosa blanca, limpia, muda, terrible; las celdas en círculo y el guardia en el centro, en un faro. Aquello parecía un laboratorio establecido por locos para fabricar locos. Y son ciertamente locos siniestros los inventores del sistema carcelario que, para moralizar a un malhechor, lo someten a un régimen que lo deja estúpido o lo pone furioso. El señor Thomas opinaba de forma diferente. Miraba en silencio y con satisfacción aquellas atroces celdas. Tenía una idea en la cabeza; pensaba que un prisionero no está nunca solo puesto que Dios está con él. Y su mirada tranquila y satisfecha decía: «He puesto ahí a cinco o seis, completamente solos, frente a su Creador y Juez Soberano. No hay en el mundo destino más envidiable que el suyo.»

Aquel magistrado fue encargado de instruir numerosos procesos, entre otros, el de un maestro. La enseñanza laica y la congregante estaban entonces en guerra declarada. Como los republicanos habían denunciado la ignorancia y la brutalidad de los Hermanos, un periódico clerical de la región acusó a un maestro laico de haber sentado a un niño sobre una estufa encendida. Esta acusación halló crédito en la aristocracia rural. Se contó el hecho con detalles indignantes y el rumor público despertó la atención de la justicia. El señor Thomas, que era un hombre honesto, no habría obedecido jamás a sus pasiones, si hubiera sabido que eran pasiones. Pero él las consideraba deberes porque eran religiosas. Creyó un deber hacerse cargo de las querellas presentadas contra la escuela sin Dios, y no se percató de su extrema prontitud en acogerlas. Debo decir que instruyó el proceso con un cuidado meticuloso y con infinito esfuerzo. Lo instruyó según los métodos ordinarios de la justicia y obtuvo maravillosos resultados. Treinta niños de la escuela, curiosamente interrogados, le contestaron mal en un primer momento, luego mejor y, finalmente, muy bien. Después de un mes de interrogaciones, respondían tan bien que daban todos la misma respuesta. Las treintas declaraciones coincidían, eran idénticas, literalmente semejantes, y aquellos niños que el primer día decían no haber visto nada, ahora declaraban con voz muy clara, empleando todos exactamente las mismas palabras, que su pequeño compañero había sido sentado, con el trasero desnudo, sobre la estufa candente. El señor juez Thomas se felicitaba de tan hermoso triunfo, cuando el maestro demostró, con pruebas irrefutables, que no había habido jamás estufa en la escuela. El señor Thomas sospechó entonces levemente que los niños mentían. Pero de lo que no se percató en absoluto es de que él personalmente, sin querer, les había dictado y enseñado de memoria su testimonio.

El proceso terminó por un auto de sobreseimiento. El maestro fue enviado a su casa después de una severa amonestación del juez, que le aconsejaba vivamente refrenar en el futuro sus instintos brutales. Los niños de los Hermanos acudieron a hacer algaradas ante su escuela. Cuando salía de su casa, le gritaban: «¡Oh! ¡Eh! Asa-Culo» y le tiraban piedras. El señor inspector de primaria, informado del estado de cosas, hizo un informe constatando que aquel maestro no tenía autoridad ante sus alumnos y concluyendo su traslado inmediato. Fue enviado a un pueblo en el que se habla un dialecto que él no comprende. Le llaman Asa-Culo. Es la única palabra francesa que allí conocen.

Relacionándome con el señor Thomas, he aprendido que los testimonios recogidos por un magistrado instructor son todos del mismo estilo. Me recibió en su despacho mientras que, asistido por su escribano, interrogaba a un testigo. Pensé en retirarme, pero me pidió que me quedara pues mi presencia no era nociva para la buena administración de justicia. Me senté en un rincón y escuché tanto las preguntas como las respuestas.

-Duval,

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