Utopia Tomas Moro
hatzirimartinez7 de Marzo de 2012
11.096 Palabras (45 Páginas)1.760 Visitas
Diálogo del eximio Rafael Hitlodeo sobre la mejor forma de comunidad política. Por el ilustre Tomás Moro, ciudadano y sheriff de Londres, ínclita ciudad de Inglaterra
No ha mucho tiempo, hubo una serie de asuntos importantes entre el invicto rey de Inglaterra, Enrique VIII, príncipe de un genio raro y superior, y el serenísimo príncipe de Castilla, Carlos. Con tal motivo fui invitado en calidad de delegado oficial a parlamentar y a conseguir un acuerdo sobre los mismos. Se me asignó por compañero y colega a Cuthbert Tunstall, hombre sin igual, y, elevado años más tarde, con aplauso de todos, al cargo de archivero, jefe de los archivos reales.
Nada diré aquí en su alabanza. Y no porque tema que nuestra amistad pueda parecer se torna en lisonja. Creo que su saber y virtud están por encima de mis elogios.
Por otra parte, su reputación es tan brillante que lanzar al viento sus méritos, sería como querer, según el refrán, «alumbrar al sol con un candil».
Según lo convenido, nos reunimos en Brujas con los delegados del príncipe Carlos. Todos ellos eran hombres eminentes. El mismo prefecto de Brujas, varón magnífico, era jefe y cabeza de esta comisión, si bien Jorge de Themsecke, preboste de Cassel, era su portavoz y animador. Este hombre cuya elocuencia se debía menos al arte que a la naturaleza, pasaba por uno de los jurisconsultos más expertos en asuntos de Estado. Su capacidad personal, unida a un largo ejercicio en los negocios públicos, hacían de él un hábil diplomáticos.
Tuvimos varias reuniones, sin haber llegado a ningún acuerdo en varios puntos. En vista de ello, nuestros interlocutores se despidieron de nosotros, por unos días, dirigiéndose a Bruselas con el fin de conocer el punto de vista del príncipe.
Ya que las cosas habían corrido así, creí que lo mejor era irme a Amberes. Estando allí, recibí innumerables visitas.
Ninguna, sin embargo, me fue tan grata como la de Pedro Gilles, natural de Amberes. Todo un caballero, honrado por los suyos con toda justicia. Difícilmente podríamos encontrar un joven tan erudito y tan honesto. A sus más altas cualidades morales y a su vasta cultura literaria unía un carácter sencillo y abierto a todos. Y su corazón contiene tal cariño, amor, fidelidad y entrega a los amigos que resultaría difícil encontrar uno igual en achaques de amistad. De tacto exquisito, carece en absoluto de fingimiento, distinguiéndose por su noble sencillez. Fue tan vivaz su conversación y su talante tan agudo, que con su charla chispeante y su ameno trato llegó a hacerme llevadera la ausencia de la patria, la casa, la mujer y los hijos a quienes no veía desde hacía cuatro meses, y a quienes, como es lógico, quería volver a abrazar.
Un día me fui a oír misa a la iglesia de Santa María, rato ejemplar de arquitectura bellísima y muy frecuentada por el pueblo. Ya me disponía a volver a mi posada, una vez terminado el oficio, cuando vi a nuestro hombre, charlando con un extranjero entrado en años. De semblante adusto y barba espesa, llevaba colgado al hombro, con cierto descuido, una capa. Me pareció distinguir en él a un marinero. En esto me ve Pedro, se acerca y me saluda. Al querer yo devolverle el saludo me apartó un poco y señalando en dirección al hombre con quien le había visto hablar me dijo:
-¿Ves a ése? Estaba pensando en llevártelo a tu casa. -Si viene de tu parte, le recibiría encantado, le respondí.
-Si le conocieras, se recomendaría a sí mismo. No creo que haya otro en el mundo que pueda contarte más cosas de tierras y hombres extraños. Y sé lo curioso que eres por saber esta clase de cosas.
-Según eso -dije yo entonces- no me equivoqué. Apenas le vi, sospeché que se trataba de un patrón de navío.
-Pues te equivocas. Porque, aunque este hombre ha navegado, no lo ha hecho como lo hiciera Palinuro, sino como Ulises, o mejor, como Platón. Escucha:
-Rafael Hitlodeo (el primer nombre es el de familia) no desconoce el latín y posee a la perfección el griego. El estudio de la filosofia, a la que se ha consagrado totalmente, le ha hecho cultivar la lengua de Atenas, con preferencia a la de Roma. Piensa que los latinos no han dejado nada de importancia en este campo, a excepción de algunas obras de Séneca y Cicerón.
Entregó a sus hermanos el patrimonio que le correspondía allá en su patria, Portugal. Siendo joven, arrastrado por el deseo de conocer nuevas tierras acompañó a Américo Vespucci en tres de los cuatro viajes que ya todo el mundo conoce. En el último de ellos ya no quiso volver, Se empeñó y consiguió de Américo ser uno de los venticuatro que se quedaron en una remota fortificación en los últimos descubrimientos de la expedición. Al proceder así, no hacía sino seguir su inclinación más dada a los viajes que a las posadas. Suele decir con frecuencia: «A quien no tiene tumba el cielo le cubre» y «Todos los caminos sirven para llegar al cielo». Desde luego, que, si Dios no se cuidara de él de modo tan singular, no iría lejos con semejantes propósitos. De todos modos, una vez separado de Vespucci se dio a recorrer tierras y más tierras con otros cinco compañeros. Tuvieron suerte, pudiendo llegar a Trapobana y desde allí pasar a Calicut. Aquí encontró barcos portugueses que le devolvieron a su patria cuando menos lo podía esperar.
Agradecí de veras a Pedro su atención al contarme todo esto, así como el haberme deparado el gozo de la conversación de un hombre tan extraordinario. Y sin más, saludé a Rafael con la etiqueta de rigor en estos casos al vernos por primera vez. Los tres juntos nos dirigimos después a mi casa y comenzamos a charlar en el huerto, sentados en unos bancos cubiertos de verde y fresca hierba.
Nos dijo Rafael cómo después de separarse de Vespucci, él y los compañeros que habían permanecido en la fortaleza, comenzaron a entablar relaciones e intercambios con los nativos. Pronto se sintieron entre ellos sin preocupación alguna e incluso como amigos. Llegaron también a entablar amistad con un príncipe de no sé qué región -su nombre se me ha borrado de la memoria. Este príncipe les obsequió abundantemente con provisiones tanto durante su estancia como para el viaje, que se hacía en balsas por agua, y en carretas por tierra. Les dio asimismo cartas de recomendación a otros príncipes, poniéndoles, a tal efecto, un guía excelente que les introdujera.
Nos contaba cómo habían encontrado en sus largas correrías, ciudades y reinos muy poblados y organizados de forma admirable. Nos hizo ver que por debajo de la línea del ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita solar es casi por completo una inmensa soledad abrasada por un calor permanente. Todo es árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por animales salvajes, culebras y hombres que poco se diferencian de las fieras en peligrosidad y salvajismo.
Pero a medida que se iban alejando de aquellos lugares, todo adquiría tonos más dulces. El cielo era más limpio, la tierra se ablandaba entre verdores. Era más suave la condición de animales y hombres. Otra vez se encontraban fortalezas, ciudades y reinos que mantienen comercio constante por mar y por tierra, no sólo entre sí, sino también, con países lejanos.
Esta situación les permitió descubrir tierras desconocidas en todas direcciones. No había nave que emprendiera viaje que no les llevase con agrado a él y a sus compañeros rumbo a otra nueva aventura.
Los primeros barcos que toparon eran de quilla plana, y las velas estaban zurcidas de mimbres o de hojas de papiro. En otros lugares las velas eran de cuero. Posteriormente encontraron quillas puntiagudas y velas de cáñamo. Y, por fin, barcos iguales a los nuestros. Los marinos eran expertos conocedores del mar y del firmamento.
Su reputación entre ellos creció de manera extraordinaria cuando les enseñó el manejo de la brújula que no conocían. Este desconocimiento hacía que se aventurasen mar adentro con gran cautela y sólo en el verano. Ahora en cambio, brújula en mano desafina los vientos y el invierno con más confianza que seguridad; pues, si no tienen cuidado, este hermoso invento que parecía llamado a procurarles todos los bienes, podría convertirse por su imprudencia, en una fuente de males.
Me alargaría demasiado en contaros todo lo que nos dijo haber visto en aquellos lugares. Por otra parte, no es éste el objeto de este libro. Tal vez en otro lugar refiera lo que creo no debe dejarse en el tintero, a saber, la referencia a costumbres justas y sabias de hombres que viven como ciudadanos responsables en algunos lugares visitados.
Nuestro interés, en efecto, se cernía sobre una serie de temas importantes, que él se deleitaba a sus anchas en aclarar. Por supuesto que en nuestra conversación no aparecieron para nada los monstruos que ya han perdido actualidad. Escilas, Celenos feroces y Lestrigones devoradores de pueblos, y otras arpías de la misma especie se pueden encontrar en cualquier sitio. Lo difícil es dar con hombres que están sana y sabiamente gobernados. Cierto que observó en estos pueblos muchas cosas mal dispuestas, pero no lo es menos que constató no pocas cosas que podrían servir de ejemplo adecuado para corregir y regenerar nuestras ciudades, pueblos y naciones.
En otro lugar, como he dicho, hablaré de todo esto. Mi intento ahora es narrar únicamente y referir cuanto nos dijo sobre las costumbres y régimen de los utopianos. Trataré, primero, de reproducir la charla en que, como por casualidad, salió el tema de la República de Utopía.
Rafael acompañaba su relato de reflexiones profundas. Al examinar cada forma de gobierno, tanto de aquí como de allí, analizaba con sagacidad maravillosa
...