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El Filósofo Educador - Comentario Sobre "Schopenhauer Como Educador" De Friedrich Nietzsche

PennyLin26 de Diciembre de 2013

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“Ninguna forma de la danza puede ser descartada de una buena educación: la danza de los pies, de los conceptos y de las palabras…”

El problema que encontraba Nietzsche en la educación alemana de su época sigue hoy en extremo vigente y la lectura del filósofo nos obliga a interpelarnos violentamente en estas cuestiones: ¿qué clase de educación impartimos? ¿A quién sirve aquello que enseñamos? ¿Puede un filósofo cumplir la función de un profesor de filosofía? En definitiva, qué lugar ocupa (y cuál debería ocupar) la filosofía en la sociedad y qué características ha de tener el verdadero educador.

La tarea de realizar un análisis sistemático de la obra de Nietzsche no está exenta de peligros, el más difícil de sortear es, sin duda, el de acabar por traicionar al autor que fervorosamente aclama: “Desconfío de todos los sistemáticos y los evito. El gusto por el sistema es una falta de probidad.” Tal es la tarea que me dispongo a emprender en las siguientes líneas, con el fin de responder las anteriores preguntas desde el texto “Schopenhauer como educador” para luego, a la luz de las palabras de este filósofo, examinar la experiencia de mi propia práctica.

“¡Ah! ¡Por fin! ¡Éste eres tú realmente!”

Lo primero que se debe clarificar es el fin que debe perseguir todo ser humano que ame serlo: el encuentro consigo mismo, la liberación y la felicidad que este encuentro trae aparejada. Ahora bien, ¿cuáles son las cadenas que atan al hombre? ¿De qué debemos cuidarnos en el camino hacia nosotros mismos? Schopenhauer como educador comienza de la siguiente forma: “Al preguntársele cuál era la característica de los seres humanos más común en todas partes, aquel viajero que había visto muchas tierras y pueblos, y visitado muchos continentes, respondió: la inclinación a la pereza.” No es pues, el temor al otro lo que nos lleva a ocultarnos tras máscaras, sino la pereza. Lo que aleja al hombre de sí mismo es esa inclinación a evitar las molestias que resultarían de actuar y pensar con sinceridad, de aparecer despojados de los ropajes que ocultan la unicidad de cada ser. Y es que cada ser humano es un ser único e irrepetible, un suceso cuasi milagroso, que sabe que lo es y que, sin embargo, se niega a sí mismo para fundirse con la masa: “todo hombre sabe con certeza que sólo se halla en el mundo una sola vez, como un unicum (…) lo sabe, pero lo oculta como si le remordiera la conciencia” . El hombre cobarde y perezoso, en vez de mirar hacia sí mismo y regocijarse en la unicidad que encuentra dentro de sí, se avergüenza de ella y la oculta por no atreverse a enfrentar las consecuencias, las habladurías –y los silencios– de la opinión pública.

¡Y cuánto más peligrosa ha de ser la institucionalización de éste hombre cobarde y perezoso! El sistemático intento, por parte de toda una sociedad, de crear hombres iguales en envoltura, mas vacíos de contenido, semejantes a “productos fabricados en serie”. Nietzsche descubre que en su Alemania de fin de siglo se estaba dando esta institucionalización, encarnada en la escuela moderna: “Lo que efectivamente obtienen las escuelas superiores de Alemania, es el amaestramiento brutal de gran cantidad de jóvenes, para rendirlos, con la menor pérdida de tiempo posible al servicio del Estado” . Quien es amaestrado vive para otros, encadenado y con temor. Estos jóvenes, así instruidos, jamás podrán liberarse verdaderamente, conocerse, destruirse y reconstruirse a sí mismos. La educación moderna, tal como la percibe nuestro filósofo, aleja al hombre de sí mismo, lo vuelve perezoso y cobarde, lo adiestra para cumplir los fines del Estado. Esto lo hace, no con un pequeño grupo de privilegiados, sino con la mayoría de la población, respondiendo al ideal moderno de democratización. De aquí la advertencia que hace Nietzsche a sus contemporáneos: “Y si con razón se dice del perezoso que «mata el tiempo», habrá que cuidarse seriamente de que un período, una época, que cifra su salud en la opinión pública, es decir, en las perezas privadas, muera realmente de una vez; quiero decir, que se suprima de la historia de la verdadera liberación de la vida” .

¿Cómo escapar a este adiestramiento para lograr conocernos y así vivir conforme a nuestra propia ley? Hay muchos medios, todos plagados de peligros e incomodidades que quien persiga su libertad debe afrontar. Para Nietzsche el mejor de todos es el de recordar a nuestros formadores. Sin embargo, los verdaderos educadores distan mucho de ser meros transmisores y evaluadores de contenidos. Son quienes nos ayudan en la búsqueda del camino que nos es propio, quienes nos revelan la unicidad de nuestro ser y nos muestran que solo nosotros podemos encontrar el sentido de nuestro existir: “tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”. Aquí es cuando empieza a recordar a su maestro Arthur Schopenhauer. Nietzsche lo conoció a través de El mundo como voluntad y representación, obra que ejerció tal influencia en nuestro filósofo que comenta: “Se apoderó imperiosamente de mí la necesidad de conocerme, es más, de carcomerme” . Así, ésta obra se convierte en el puntapié inicial que obliga a Nietzsche a buscar su camino hacia la liberación, aun cuando el único contacto que tuvo con su maestro fue a través de sus escritos .

La grandeza de Schopenhauer radica en su capacidad de dar ejemplo, no mediante las palabras, sino mediante la vida tangible –las actitudes, las costumbres, hasta la forma de alimentarse o de vestir–. Vivir filosóficamente, con el cuerpo y con el intelecto, sin servir a otra verdad más que a la que provenga de uno mismo. Alejado y sin rendir culto a las “castas académicas” que únicamente dan cuenta de una verdad modesta, tranquila, “una criatura cómoda y complaciente que reafirma una y otra vez cualquier tipo de poder establecido” , de la que nada hay que temer y que por eso les gusta tanto a los académicos y a los Estados: la ciencia pura. El hombre libre, único capaz de educar, vive con independencia del Estado y de la sociedad; pero esa independencia tiene un costo. Schopenhauer, como todo libre pensador, se vio rodeado de tormentos –internos y externos– que atentaron contra su existencia misma. Si el maestro salió victorioso fue solo gracias a su fortaleza.

Peligros constitutivos.

La contracara poco simpática de la independencia es la soledad. Liberarse del pensamiento tradicional de una época, sea cual sea el momento histórico, implica exponerse al rechazo y, aún peor¬, la indiferencia de sus contemporáneos. De la mano de la indiferencia viene un enorme dolor del que ya no puede escapar, puesto que ya ha conocido el valor de su filosofía, de su verdad. Este dolor, proyectado de alguna forma en Schopenhauer, lo vive el mismo Nietzsche en carne propia, es él quien lamenta no poder compartir su carga con otros, quien se entristece con la respuesta silenciosa de sus contemporáneos . Sin amigos ni discípulos con los que contar, la única forma de sobrevivir al terrible aislamiento es aferrándose y defendiendo la verdad propia con uñas y dientes. Aunque su libertad esté a salvo en el interior del filósofo, la defensa también tiene que darse hacia el exterior y es en este momento en que el hombre libre puede parecer agresivo, melancólico o amenazante. Para evitar malentendidos o falsas acusaciones, el filósofo se ve obligado a negarlo todo de forma constante y violenta: “se presupondrán en ellos numerosas opiniones sólo por el hecho de que éstas son las dominantes; todo gesto que no niegue servirá de aprobación; todo movimiento de la mano que no destruya será interpretado como asentimiento” .

Un segundo peligro, todavía más demoledor para el filósofo, es el que se deriva de tomar a Kant como punto de partida: la desesperación de la verdad. La doctrina kantiana no supone un peligro para aquellos hombres que Nietzsche compara con una máquina de pensar y calcular. Sin embargo, para quienes dedican su vida a la búsqueda de la verdad, el supuesto kantiano de que el sujeto no puede conocer al objeto tal y como es en sí mismo, sino que puede aprehenderlo solo como fenómeno, captando el objeto desde las propias cualidades cognitivas del sujeto, amenaza con precipitarnos hacia un escepticismo o relativismo del que parece no haber escapatoria. ¿Pues qué sentido tendría buscar la verdad, si la verdad en sí se desdibuja gracias a nuestras condiciones de conocimiento? El escepticismo devastador que surge de ésta lectura de Kant amenaza –y, por tanto, vivifica– al hombre, al punto de sentir lo que escribe von Kleist y cita Nietzsche: “Mi único, mi más supremo fin se ha hundido, y ya no tengo ningún otro” .

El valor de Schopenhauer es, justamente, el haber sufrido ésta angustia y haberla superado. ¿Cómo pudo superarla? Moviendo el foco desde la razón, que Kant creía facultad central del ser humano, a la búsqueda de sentido de la propia vida. Entonces, frente al cuadro de la vida, mientras los científicos se preocupan de la tela, de la composición de los colores, Schopenhauer lo interpreta en su totalidad, intentando develar el sentido oculto, aquello que el cuadro representa. La “ciencia pura”, ciencia positiva, sin un hilo conductor que le dé sentido, no será más que datos infructíferos, “hilos que nunca conducen a un cabo” . El filósofo es el único que puede sacar fruto verdadero de los hallazgos de la ciencia positiva, ya que puede, como su maestro, contemplar el cuadro de toda la vida, interpretarlo y de él extraer el sentido propio de la existencia. Pero el movimiento no termina allí: una vez tengamos nuestro sentido, habremos de leer nuestra vida para echar luz sobre

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