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El Hombre En Busca Del Sentido

Martinjiglipuff9 de Septiembre de 2014

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PRIMERA FASE: INTERNAMIENTO EN EL CAMPO

Las primeras reacciones

Las ilusiones que algunos de nosotros conservábamos todavía

las fuimos perdiendo una a una; entonces, casi inesperadamente,

muchos de nosotros nos sentimos embargados por un humor

macabro. Supimos que nada teníamos que perder como no fueran

nuestras vidas tan ridículamente desnudas. Cuando las duchas

empezaron a correr, hicimos de tripas corazón e intentamos

bromear sobre nosotros mismos y entre nosotros. ¡Después de

todo sobre nuestras espaldas caía agua de verdad!...

Aparte de aquella extraña clase de humor, otra sensación se

apoderó de nosotros: la curiosidad. Yo había experimentado ya

antes este tipo de curiosidad como reacción fundamental ante

ciertas circunstancias extrañas. Cuando en una ocasión estuve a

punto de perder la vida en un accidente de montañismo, en el

momento crítico, durante segundos (o tal vez milésimas de

segundo) sólo tuve una sensación: curiosidad, curiosidad sobre si

saldría con vida o con el cráneo fracturado o cualquier otro

percance.

Una fría curiosidad era lo que predominaba incluso en

Auschwitz, algo que separaba la mente de todo lo que la rodeaba

y la obligaba a contemplarlo todo con una especie de objetividad.

Al llegar a este punto, cultivábamos este estado de ánimo como

medida de protección. Estábamos ansiosos por saber lo que

sucedería a continuación y qué consecuencias nos traería, por

ejemplo, estar de pie a la intemperie, en el frío de finales de

otoño, completamente desnudos y todavía mojados por el agua

de la ducha. A los pocos días nuestra curiosidad se tornó en

sorpresa, la sorpresa de ver que no nos habíamos resfriado.

A los recién llegados nos estaban reservadas todavía muchas

sorpresas de este tipo. Los médicos que había en nuestro grupo

fuimos los primeros en aprender que los libros de texto mienten.

En alguna parte se ha dicho que si no duerme un determinado

número de horas, el hombre no puede vivir. ¡Mentira! Yo había

vivido convencido de que existían unas cuantas cosas que

sencillamente no podía hacer: no podía dormir sin esto, o no

podía vivir sin aquello. La primera noche en Auschwitz dormimos

en literas de tres pisos. En cada litera (que medía

aproximadamente 2 X 2,5 m) dormían nueve hombres,

directamente sobre los tablones. Para cada nueve había dos

mantas. Claro está que sólo podíamos tendernos de costado,

apretujados y amontonados los unos contra los otros, lo que tenía

ciertas ventajas a causa del frío que penetraba hasta los huesos.

Aunque estaba prohibido subir los zapatos a las literas, algunos

los utilizaban como almohadas a pesar de estar cubiertos de lodo.

Si no, la cabeza de uno tenía que descansar en el pliegue de un

brazo casi dislocado. Y aún así, el sueño venía y traía olvido y

alivio al dolor durante unas pocas horas.

Me gustaría mencionar algunas sorpresas más acerca de lo

que éramos capaces de soportar: no podíamos limpiarnos los

dientes y, sin embargo y a pesar de la fuerte carencia vitamínica,

nuestras encías estaban más saludables que antes. Teníamos que

llevar la misma camisa durante medio año, hasta que perdía la

apariencia de tal. Pasaban muchos días seguidos sin lavarnos ni

siquiera parcialmente, porque se helaban las cañerías de agua y,

sin embargo, las llagas y heridas de las manos sucias por el

trabajo de la tierra no supuraban (es decir, a menos que se

congelaran). O, por ejemplo, aquel que tenía el sueño ligero y al

que molestaba el más mínimo ruido en la habitación contigua, se

acostaba ahora apretujado junto a un camarada que roncaba

ruidosamente a pocas pulgadas de su oído y, sin embargo, dormía

profundamente a pesar del ruido. Si alguien nos preguntara sobre

la verdad de la afirmación de Dostoyevski que asegura

terminantemente que el hombre es un ser que puede ser utilizado

para cualquier cosa, contestaríamos: "Cierto, para cualquier cosa,

pero no nos preguntéis cómo".

¿“Lanzarse contra la alambrada''?

Nuestro ensayo psicológico no nos ha llevado tan lejos

todavía; ni tampoco nosotros los prisioneros estábamos entonces

en condiciones de saberlo. Aún nos hallábamos en la primera fase

de nuestras reacciones psicológicas. Lo desesperado de la

situación, la amenaza de la muerte que día tras día, hora tras

hora, minuto tras minuto se cernía sobre nosotros, la proximidad

de la muerte de otros —la mayoría— hacía que casi todos, aunque

fuera por breve tiempo, abrigasen el pensamiento de suicidarse.

Fruto de las convicciones personales que más tarde mencionaré,

la primera noche que pasé en el campo me hice a mí mismo la

promesa de que no "me lanzaría contra la alambrada". Esta era la

frase que se utilizaba en el campo para describir el método de

suicidio más popular: tocar la cerca de alambre electrificada. Esta

decisión negativa de no lanzarse contra la alambrada no era difícil

de tomar en Auschwitz. Ni tampoco tenía objeto alguno el

suicidarse, ya que para el término medio de los prisioneros, las

expectativas de vida, consideradas objetivamente y aplicando el

cálculo de probabilidades, eran muy escasas. Ninguno de nosotros

podía tener la seguridad de aspirar a encontrarse en el pequeño

porcentaje de hombres que sobrevivirían a todas las selecciones.

En la primera fase del shock, el prisionero de Auschwitz no temía

la muerte. Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas

perdían para él todo su horror; al fin y al cabo, le ahorraban el

acto de suicidarse.

Compañeros a quienes he encontrado más tarde me han

asegurado que yo no fui uno de los más deprimidos tras el shock

del internamiento. Recuerdo que me limité a sonreír y, muy

sinceramente, cuando ocurrió este episodio la mañana siguiente a

nuestra primera noche en Auschwitz. A pesar de las órdenes

estrictas de no salir de nuestros barracones, un colega que había

llegado a Auschwitz unas semanas antes se coló en el nuestro.

Quería calmarnos y tranquilizarnos y nos contó algunas cosas.

Había adelgazado tanto que, al principio, no le reconocí. Con un

tinte de buen humor y una actitud despreocupada nos dio unos

cuantos consejos apresurados:

"¡No tengáis miedo! ¡No temáis las selecciones! El Dr. M. (jefe

sanitario de las SS) tiene cierta debilidad por los médicos." (Esto

era falso; las amables palabras de mi amigo no correspondían a la

verdad. Un prisionero de unos 60 años, médico de un bloque de

barracones, me contó que había suplicado al Dr. M. para que

liberara a su hijo que había sido destinado a la cámara de gas. El

Dr. M. rehusó fríamente ayudarle.)

"Pero una cosa os suplico, continuó, que os afeitéis a diario,

completamente si podéis, aunque tengáis que utilizar un trozo de

vidrio para ello... aunque tengáis que desprenderos del último

pedazo de pan. Pareceréis más jóvenes y los arañazos harán que

vuestras mejillas parezcan más lozanas. Si queréis manteneros

vivos sólo hay un medio: aplicaros a vuestro trabajo. Si alguna

vez cojeáis, si, por ejemplo, tenéis una pequeña ampolla en el

talón, y un SS lo ve, os apartará a un lado y al día siguiente

podéis asegurar que os mandará a la cámara de gas. ¿Sabéis a

quién llamamos aquí un "musulmán"? Al que tiene un aspecto

miserable, por dentro y por fuera, enfermo y demacrado y es

incapaz de realizar trabajos duros por más tiempo: ése es un

"musulmán". Más pronto o más tarde, por regla general más

pronto, el "musulmán" acaba en la cámara de gas. Así que

recordad: debéis afeitaros, andar derechos, caminar con gracia, y

no tendréis por qué temer al gas. Todos los que estáis aquí, aun

cuando sólo haga 24 horas, no tenéis que temer al gas, excepto

quizás tú." Y entonces señalando hacia mí, dijo: "Espero que no

te importe que hable con franqueza." Y repitió a los demás: "De

todos vosotros él es el único que debe temer la próxima selección.

Así que no os preocupéis." Y yo sonreí. Ahora estoy convencido de

que cualquiera en mi lugar hubiera hecho lo mismo aquel día.

Fue Lessing quien dijo en una ocasión: "Hay cosas que deben

haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna

razón que perder." Ante una situación anormal, la reacción

anormal constituye una conducta normal. Aún nosotros, los

psiquiatras, esperamos que los recursos de un hombre ante una

situación anormal, como la de estar internado en un asilo, sean

anormales en proporción a su grado de normalidad. La reacción

de un hombre tras su internamiento en un campo de

concentración representa igualmente un estado de ánimo

anormal,

...

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