El Monje Que Vendió Su Ferrari
Yalsurisabar26 de Julio de 2014
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www.laisladigital.com
PLAZA & JANES EDITORES, S.A.
Título Original: The Monk Wbo Sold His Ferrari
Traducción de Pedro Fontana
Sexta edición en U.S.A.: enero, 2002
Impreso en España
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Para mi hijo Colby, por hacerme pensar día a día en todo
lo bueno de este mundo. Dios te bendiga
AGRADECIMIENTOS
El monje que vendió su Ferrari ha sido un proyecto muy especial que ha visto la luz gracias al esfuerzo de gente también muy especial. Estoy profundamente agradecido a mi magnífico equipo de producción y a to- dos aquellos cuyo entusiasmo y energía han hecho posible que este li- bro sea una realidad, en especial a mi familia de Sharma Leadership In- ternational. Vuestro compromiso y sentido del éxito me conmueve de veras.
Gracias especiales:
A los millares de lectores de mi primer libro, MegaLiving!, que tuvieron la bondad de escribirme y compartir sus historias de éxito o asistir a mis seminarios. Gracias por su apoyo y su cariño. Ustedes son la razón de que yo haga lo que hago.
A Karen Petherick, por tus incansables esfuerzos para que este proyec- to cumpliera los plazos previstos.
A mi amigo de la adolescencia John Samson, por tus perspicaces co-
mentarios sobre el primer borrador, y a Mark Klar y Tammy y Shareef
Isa por vuestra valiosa aportación al manuscrito.
A Úrsula Kaczmarczyk, del departamento de Justicia, por todo el apo- yo.
A Kathi Dunn por el brillante diseño de la cubierta. Creía que nada po- día superar a Timeless Wisdom for Self-Mastery. Me equivocaba.
A Mark Victor Hansen, Rick Frishman, Ken Vegotsky, Bill Oulton y, có-
mo no, a Satya Paul y Krishna Sharma.
Y, sobre todo, a mis maravillosos padres, Shiv y Shashi Sharma, que me han guiado y ayudado desde el primer día; a mi leal y sabio herma- no Sanjay Sharma y a su esposa, Susan; a mi hija, Bianca, por su pre-
sencia; y a Alka, mi esposa y mejor amiga. Todos vosotros sois la luz
que ilumina mi camino.
A Iris Tupholme, Claude Primeau, Judy Brunsek, Carol Bonnett, Tom Best y Michaela Cornell y el resto del extraordinario equipo de Harper Collins por su energía, entusiasmo y fe en este libro. Gracias muy espe-
ciales a Ed Carson, presidente de Harper Collins, por ser el primero en
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ver el potencial de esta obra, por creer en mí y por hacerlo posible.
La vida, para mí, no es una vela que se apaga. Es más bien una es- pléndida antorcha que sostengo en mis manos durante un momento, y quiero que arda con la máxima claridad posible antes de entregarla a futuras generaciones.
GEORGE BERNARD SHAW
UNO
El despertar
Se derrumbó en mitad de una atestada sala de tribunal. Era uno de los más sobresalientes abogados procesales de este país. Era también un hombre tan conocido por los trajes italianos de tres mil dólares que vestían su bien alimentado cuerpo como por su extraordinaria carrera de éxitos profesionales. Yo me quedé allí de pie, conmocionado por lo que acababa de ver. El gran Julián Mantle se retorcía como un niño in- defenso postrado en el suelo, temblando, tiritando y sudando como un maníaco.
A partir de ahí todo empezó a moverse como a cámara lenta. «¡Dios mío –gritó su ayudante, brindándonos con su emoción un cegador vis- lumbre de lo obvio–, Julián está en apuros!» La jueza, presa del pánico, musitó alguna cosa en el teléfono privado que había hecho instalar por si surgía alguna emergencia. En cuanto a mí, me quedé allí parado sin saber qué hacer. No te me mueras ahora, hombre, rogué. Es demasia- do pronto para que te retires. Tú no mereces morir de esta forma.
El alguacil, que antes había dado la impresión de estar embalsamado de pie, dio un brinco y empezó a practicar al héroe caído la respiración asistida. A su lado estaba la ayudante del abogado (sus largos rizos ro- zaban la cara amoratada de Julián), ofreciéndole suaves palabras de ánimo, palabras que él sin duda no podía oír.
Yo había conocido a Julián Mantle hacía diecisiete años, cuando uno de sus socios me contrató como interino durante el verano siendo yo estu- diante de derecho. Por aquel entonces Julián lo tenía todo. Era un bri- llante, apuesto y temible abogado con delirios de grandeza. Julián era la joven estrella del bufete, el gran hechicero. Todavía recuerdo una noche que estuve trabajando en la oficina y al pasar frente a su regio
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despacho divisé la cita que tenía enmarcada sobre su escritorio de roble macizo. La frase pertenecía a Winston Churchill y evidenciaba qué clase de hombre era Julián:
«Estoy convencido de que en este día somos dueños de nuestro desti- no, que la tarea que se nos ha impuesto no es superior a nuestras fuer- zas; que sus acometidas no están por encima de lo que soy capaz de soportar. Mientras tengamos fe en nuestra causa y una indeclinable vo- luntad de vencer, la victoria estará a nuestro alcance.»
Julián, fiel a su lema, era un hombre duro, dinámico y siempre dis- puesto a trabajar dieciocho horas diarias para alcanzar el éxito que, es- taba convencido, era su destino. Oí decir que su abuelo fue un destaca- do senador y su padre un reputado juez federal. Así pues, venía de buena familia y grandes eran las expectativas que soportaban sus es- paldas vestidas de Armani. Pero he de admitir una cosa: Julián corría su propia carrera. Estaba resuelto a hacer las cosas a su modo... y le en- cantaba lucirse.
El extravagante histrionismo de Julián en los tribunales solía ser noti- cia de primera página. Los ricos y los famosos se arrimaban a él siem- pre que necesitaban los servicios de un soberbio estratega con un deje
de agresividad. Sus actividades extracurriculares también eran conoci-
das: las visitas nocturnas a los mejores restaurantes de la ciudad con despampanantes top-models, las escaramuzas etílicas con la bulliciosa banda de brokers que él llamaba su «equipo de demolición», tomaron aires de leyenda entre sus colegas.
Todavía no entiendo por qué me eligió a mí como ayudante para aquel sensacional caso de asesinato que él iba a defender durante ese vera- no. Aunque me había licenciado en la facultad de derecho de Harvard, su alma máter, yo no era ni de lejos el mejor interino del bufete y en mi árbol genealógico no había el menor rastro de sangre azul. Mi padre se pasó la vida como guardia de seguridad en una sucursal bancaria tras una temporada en los marines. Mi madre creció anónimamente en el Bronx.
El caso es que me prefirió a mí antes que a los que habían cabildeado calladamente para tener el privilegio de ser su factótum legal en lo que
se acabó llamando «el no va más de los procesos por asesinato». Julián
dijo que le gustaba mi «avidez». Ganamos el caso, por supuesto, y el ejecutivo que había sido acusado de matar brutalmente a su mujer es- taba ahora en libertad (dentro de lo que le permitía su desordenada
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conciencia, claro está).
Aquel verano recibí una suculenta educación. Fue mucho más que una clase sobre cómo plantear una duda razonable allí donde no la había; eso podía hacerlo cualquier abogado que se preciara de tal. Fue más bien una lección sobre la psicología del triunfo y una rara oportunidad de ver a un maestro en acción. Yo me empapé de todo como una es- ponja.
Por invitación de Julián, me quedé en el bufete en calidad de asociado y pronto iniciamos una amistad duradera. Admito que no era fácil tra- bajar con él. Ser su ayudante solía convertirse en un ejercicio de frus- tración, lo que comportaba más de una pelea a gritos a altas horas de la noche. O lo hacías a su modo o te quedabas en la calle. Julián no po- día equivocarse nunca. Sin embargo, bajo aquella irritable envoltura había una persona que se preocupaba de verdad por los demás.
Aunque estuviera muy ocupado, él siempre preguntaba por Jenny, la mujer a quien sigo llamando «mi prometida» pese a que nos casamos antes de que yo empezara a estudiar leyes. Al saber por otro interino que yo estaba pasando apuros económicos, Julián se ocupó de que me concedieran una generosa beca de estudios. Es verdad que le gustaba ser implacable con sus colegas, pero jamás dejó de lado a un amigo. El verdadero problema era que Julián estaba obsesionado con su trabajo. Durante los primeros años justificaba su dilatado horario afirmando que lo hacía «por el bien del bufete» y que tenía previsto tomarse un mes de descanso «el próximo invierno» para irse a las islas Caimán. Pe- ro el tiempo pasaba y, a medida que se extendía su fama de abogado brillante, su cuota de trabajo no dejaba de aumentar. Los casos eran cada vez mayores y mejores, y Julián, que era de los que nunca se amilanan, continuó forzando la máquina. En sus escasos momentos de tranquilidad, reconocía que no era capaz de dormir más de dos horas seguidas sin despertar sintiéndose culpable de no estar trabajando en un caso. Pronto me di cuenta de que a Julián le consumía la ambición: necesitaba más
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