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El Mundo Y Sus Demonios

jeisson979 de Marzo de 2013

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Cuando bajé del avión, el hombre me esperaba con un pedazo de

cartón en el que estaba escrito mi nombre. Yo iba a una conferencia de

científicos y comentaristas de televisión dedicada a la aparentemente

imposible tarea de mejorar la presentación de la ciencia en la televisión

comercial. Amablemente, los organizadores me habían enviado un chofer.

—¿Le molesta que le haga una pregunta? —me dijo mientras

esperábamos la maleta.

No, no me molestaba.

—¿No es un lío tener el mismo nombre que el científico aquel?

Tardé un momento en comprenderlo. ¿Me estaba tomando el pelo?

Finalmente lo entendí.

—Yo soy el científico aquel —respondí. Calló un momento y luego

sonrió.

—Perdone. Como ése es mi problema, pensé que también sería el

suyo.

Me tendió la mano.

—Me llamo William F. Buckiey.

(Bueno, no era exactamente William F. Buckiey, pero llevaba el

nombre de un conocido y polémico entrevistador de televisión, lo que sin

duda le había valido gran número de inofensivas bromas.)

Mientras nos instalábamos en el coche para emprender el largo

recorrido, con los limpiaparabrisas funcionando rítmicamente, me dijo que se

alegraba de que yo fuera «el científico aquel» porque tenía muchas preguntas

sobre ciencia. ¿Me molestaba?

No, no me molestaba.

Y nos pusimos a hablar. Pero no de ciencia. Él quería hablar de los

extraterrestres congelados que languidecían en una base de las Fuerzas

Aéreas cerca de San Antonio, de «canalización» (una manera de oír lo que

hay en la mente de los muertos... que no es mucho, por lo visto), de cristales,

de las profecías de Nostradamus, de astrología, del sudario de Turín...

Presentaba cada uno de estos portentosos temas con un entusiasmo lleno de

optimismo. Yo me veía obligado a decepcionarle cada vez.

—La prueba es insostenible —le repetía una y otra vez—. Hay una

explicación mucho más sencilla.

En cierto modo era un hombre bastante leído. Conocía los distintos

matices especulativos, por ejemplo, sobre los «continentes hundidos» de la

Atlántida y Lemuria. Se sabía al dedillo cuáles eran las expediciones

submarinas previstas para encontrar las columnas caídas y los minaretes rotos

de una civilización antiguamente grande cuyos restos ahora sólo eran

visitados por peces luminiscentes de alta mar y calamares gigantes. Sólo

que... aunque el océano guarda muchos secretos, yo sabía que no hay la más

mínima base oceanográfica o geofísica para deducir la existencia de la

Atlántida y Lemuria. Por lo que sabe la ciencia hasta este momento, no

existieron jamás. A estas alturas, se lo dije de mala gana.

Mientras viajábamos bajo la lluvia me di cuenta de que el hombre

estaba cada vez más taciturno. Con lo que yo le decía no sólo descartaba una

doctrina falsa, sino que eliminaba una faceta preciosa de su vida interior.

Y, sin embargo, hay tantas cosas en la ciencia real, igualmente

excitantes y más misteriosas, que presentan un desafío intelectual mayor...

además de estar mucho más cerca de la verdad. ¿Sabía algo de las moléculas

de la vida que se encuentran en el frío y tenue gas entre las estrellas? ¿Había

oído hablar de las huellas de nuestros antepasados encontradas en ceniza

volcánica de cuatro millones de años de antigüedad? ¿Y de la elevación del

Himalaya cuando la India chocó con Asia? ¿O de cómo los virus, construidos

como jeringas hipodérmicas, deslizan su ADN más allá de las defensas del

organismo del anfitrión y subvierten la maquinaria reproductora de las

células; o de la búsqueda por radio de inteligencia extraterrestre; o de la

recién descubierta civilización de Ebla, que anunciaba las virtudes de la

cerveza de Ebla? No, no había oído nada de todo aquello. Tampoco sabía

nada, ni siquiera vagamente, de la indeterminación cuántica, y sólo reconocía

el ADN como tres letras mayúsculas que aparecían juntas con frecuencia.

El señor «Buckiey» —que sabía hablar, era inteligente y curioso—

no había oído prácticamente nada de ciencia moderna. Tenía un interés

natural en las maravillas del universo. Quería saber de ciencia, pero toda la

ciencia había sido expurgada antes de llegar a él. A este hombre le habían

fallado nuestros recursos culturales, nuestro sistema educativo, nuestros

medios de comunicación. Lo que la sociedad permitía que se filtrara eran

principalmente apariencias y confusión. Nunca le habían enseñado a

distinguir la ciencia real de la burda imitación. No sabía nada del

funcionamiento de la ciencia.

Hay cientos de libros sobre la Atlántida, el continente mítico que

según dicen existió hace unos diez mil años en el océano Atlántico. (O en

otra parte. Un libro reciente lo ubica en la Antártida.). La historia viene de

Platón, que lo citó como un rumor que le llegó de épocas remotas. Hay libros

recientes que describen con autoridad el alto nivel tecnológico, moral y

espiritual de la Atlántida y la gran tragedia de un continente poblado que se

hundió entero bajo las olas. Hay una Atlántida de la «Nueva Era», «la

civilización legendaria de ciencias avanzadas», dedicada principalmente a la

«ciencia» de los cristales. En una trilogía titulada La ilustración del cristal,

de Katrina Raphaell —unos libros que han tenido un papel principal en la

locura del cristal en Norteamérica—, los cristales de la Atlántida leen la

mente, transmiten pensamientos, son depositarios de la historia antigua y

modelo y fuente de las pirámides de Egipto. No se ofrece nada parecido a una

prueba que fundamente esas afirmaciones. (Podría resurgir la manía del

cristal tras el reciente descubrimiento de la ciencia sismológica de que el

núcleo interno de la Tierra puede estar compuesto por un cristal único,

inmenso, casi perfecto... de hierro.)

Algunos libros —Leyendas de la Tierra, de Dorothy Vitaliano, por

ejemplo— interpretan comprensivamente las leyendas originales de la

Atlántida en términos de una pequeña isla en el Mediterráneo que fue

destruida por una erupción volcánica, o una antigua ciudad que se deslizó

dentro del golfo de Corinto después de un terremoto. Por lo que sabemos, ésa

puede ser la fuente de la leyenda, pero de ahí a la destrucción de un

continente en el que había surgido una civilización técnica y mística

preternaturalmente avanzada hay una gran distancia.

Lo que casi nunca encontramos —en bibliotecas públicas,

escaparates de revistas o programas de televisión en horas punta— es la

prueba de la extensión del suelo marino y la tectónica de placas y del trazado

del fondo del océano, que muestra de modo inconfundible que no pudo haber

ningún continente entre Europa y América en una escala de tiempo parecida a

la propuesta.

Es muy fácil encontrar relatos espurios que hacen caer al crédulo en

la trampa. Mucho más difícil es encontrar tratamientos escépticos. El

escepticismo no vende. Es cien, mil veces más probable que una persona

brillante y curiosa que confíe enteramente en la cultura popular para

informarse de algo como la Atlántida se encuentre con una fábula tratada sin

sentido crítico que con una valoración sobria y equilibrada.

Quizá el señor «Buckiey» debería aprender a ser más escéptico con lo

que le ofrece la cultura popular. Pero, aparte de eso, es difícil echarle la

culpa. Él se limitaba a aceptar lo que la mayoría de las fuentes de

información disponibles y accesibles decían que era la verdad. Por su

ingenuidad, se veía confundido y embaucado sistemáticamente.

La ciencia origina una gran sensación de prodigio. Pero la

pseudociencia también. Las popularizaciones dispersas y deficientes de la

ciencia dejan unos nichos ecológicos que la pseudociencia se apresura a

llenar. Si se llegara a entender ampliamente que cualquier afirmación de

conocimiento exige las pruebas pertinentes para ser aceptada, no habría lugar

para la pseudociencia. Pero, en la cultura popular, prevalece una especie de

ley de Gresham según la cual la mala ciencia produce buenos resultados.

En todo el mundo hay una enorme cantidad de personas inteligentes,

incluso con un talento especial, que se apasionan por la ciencia. Pero no es

una pasión correspondida. Los estudios sugieren que un noventa y cinco por

ciento de los americanos son «analfabetos científicos». Es exactamente la

misma fracción de afroamericanos analfabetos, casi todos esclavos, justo

antes de la guerra civil, cuando se aplicaban severos castigos a quien

enseñara a leer a un esclavo. Desde luego, en las cifras sobre analfabetismo

hay siempre cierto grado de arbitrariedad, tanto si se aplica al lenguaje como

a la ciencia. Pero un noventa y cinco por ciento de analfabetismo es

extremadamente grave.

Todas las generaciones se preocupan por la decadencia de los niveles

educativos. Uno de los textos más antiguos de la historia humana, datado en

Sumeria hace unos cuatro mil años, lamenta el desastre

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