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Es la curiosidad (Aristóteles) lo que nos lleva a aprender e investigar


Enviado por   •  2 de Mayo de 2020  •  Tareas  •  6.417 Palabras (26 Páginas)  •  156 Visitas

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¿Es la curiosidad (Aristóteles) lo que nos lleva a aprender e investigar o es más bien el deseo de cambiar el mundo y actuar en él (Marx)?

Aristoteles

Es la curiosidad (Aristóteles) lo que nos lleva a aprender e investigar

Conocida es la afirmación de Aristóteles según la cual lo que propiamente habría movido a los hombres a filosofar fue el asombro o la admiración –y tanto valdría, creo yo, decir la curiosidad– ante la contemplación del Universo o de la physis. Mas, sin ulteriores matizaciones, esto no es decir gran cosa, pues no se entiende por qué de tal admiración o curiosidad habrían de nacer necesariamente la ciencia o la filosofía, en lugar de la fabulación mítica o mágica, la técnica, e incluso la religión, pues todas ellas son hijas, igualmente, de un asombro similar. Para dar cuenta del nacimiento del saber científico o filosófico es menester tomar en consideración otra serie de circunstancias muy concretas, y no basta con ese mero (y difuso) maravillarse ante el Cosmos. Pero teniendo en cuenta que todos los que acabamos de mencionar son saberes de algún tipo, acaso sí tendría sentido decir que del asombro nace el saber, pues quien se asombra es casi seguro que acabará por advertir y reconocer que no sabe, y un reconocimiento tal de la propia ignorancia (de ese saber que no se sabe) terminará por despertar, con toda certeza, la curiosidad y, con ella, el deseo de conocer; si es que todo eso –asombro, reconocimiento de la ignorancia, deseo de saber y curiosidad– no es, en el fondo, una y la misma disposición. Y adviértase que yo no pretendo insinuar que Aristóteles no haya reparado en esto que digo: «el que se siente perplejo y maravillado –leemos en Metafísica, 982b– reconoce que no sabe (de ahí que el amante del mito sea, a su modo, 'amante de la sabiduría')». Pero que el amigo del mito lo sea, asimismo, de la sabiduría, es decir, que sea, a su manera, «filósofo», significa, ciertamente, que el mito es una forma de «saber», que tiene –también podemos decirlo así– su logos propio. Y, desde luego, cuando entendemos el término «saber» en ese sentido amplio, no hay mayores inconvenientes en considerarlo nacido del asombro o la admiración; mas cuando pasamos del saber (fruto siempre de la perplejidad) a los saberes concretos, y entre ellos a la ciencia y la filosofía (y esto es lo único que yo quería subrayar), es necesario movilizar otros factores explicativos, sin los cuales, decir que la filosofía nace del asombro o de la curiosidad, es afirmación del todo huera y banal.

Como quiera que sea, si convenimos en considerar el saber como el resultado (o uno de los resultados) de una actitud inteligente ante el mundo, y si nos mostramos asimismo de acuerdo en que el camino que al saber conduce tiene su punto de arranque en la curiosidad, inseparable del hacerse cuestión de los más variados asuntos y de la interrogación, entonces deberemos mostrar, por similares motivos, nuestro asentimiento a la conjetura de que lo que llamamos «inteligencia» guarda con la curiosidad una relación tan estrecha, al menos, como la que tiene con la propia duda, la sospecha o la disposición interrogativa, si no es que lo que acaso suceda es que todos esos nombres («inteligencia», «curiosidad» «duda» o «interrogación») denotan una única y sola realidad: la actitud de situarse ante el mundo manteniendo la permanente sospecha de que en éste, necesariamente, las cosas no siempre son lo que parecen ser.

Mas repárese en que lo dicho no nos obliga a hacer nuestra la tesis de que el conocimiento tiene por fuerza su origen en la duda, y menos en una duda universal y completa (aunque sea metódica), porque, antes bien, con frecuencia sucede lo contrario, esto es, que el saber nace de otros conocimientos firmes y de otras verdades sólidamente establecidas, entre otras razones porque sólo a partir de un estado tal tiene sentido la indagación: desde un no saber absoluto o desde una duda total, ni siquiera nos hallaríamos en condiciones de determinar cuáles son las preguntas pertinentes (afirmación ésta, me parece a mí, muy próxima a la tesis defendida por Platón en el Menón). La filosofía, por ejemplo, no se generó a partir de una oscuridad plena ni de una duda absoluta, sino de la luz arrojada por conocimientos científicos (acaso principalmente geométricos) y tecnológicos objetivamente válidos; y lo que es más: únicamente dada una situación inicial de saber cobra algún sentido la actitud de dudar y la curiosidad que empuja a ir más allá de lo sabido o a ponerlo en cuestión, aunque no sea más que para averiguar si podría ser de otro modo. La duda no puede alimentarse de la duda, ni por lo general desemboca en ella, sino en nuevas evidencias o verdades. Es cierto, como tantas veces se ha dicho, que todo principiante es un escéptico, pero lo es, asimismo, que todo escéptico es un principiante. Ahora bien, el camino que conduce de unas verdades a otras, sólo en compañía de la duda o del asombro puede ser recorrido: sin tales aditamentos ni siquiera abrigaríamos la sospecha o la esperanza de que exista tal camino. Y por eso la curiosidad es enemiga de la satisfacción y de la confianza plena en uno mismo o en los logros alcanzados. Quien ha perdido la capacidad de maravillarse ante el mundo (o quien nunca la ha tenido), vive cómodamente instalado en la realidad tal como ésta le es dada, o en una realidad que ha sido creada, por otros, para él, y sólo nominalmente puede considerarse miembro de una especie inteligente; porque la inteligencia consiste, ante todo, en correr riesgos, aunque sea el riesgo de errar o el de pasar de la seguridad a la zozobra o la desdicha. Tal es, creo yo, la lección última de la caverna platónica y los prisioneros que la habitan. Tal es, interpreto también, el sentido del lema ilustrado: ¡Sapere aude! En efecto: atrévete a saber, aun en el supuesto de que no te guste lo que descubras. Atrévete a darte la vuelta, podría haber dicho Platón, y a despojarte de la inocencia y la tranquilidad que te proporcionan las sombras conocidas.

Tiene, pues, la curiosidad su grandeza y su importancia, mas también sus peligros; y no carece de interés y utilidad percatarse de ello, por si fuese llegado el momento de tener que afrontarlos como justo pago a la satisfacción de aquélla. Ningún goce es superior al del descubrimiento y el saber, especialmente si la duda y la indagación lo han precedido. Pero no dejará de haber quien diga que ocasiones hay en las que quizá fuera preferible no saber, especialmente si con ello nada se gana (ni siquiera la dicha del saber mismo) y, por contra, se pierde algo (aunque no sea más que la tranquilidad). O como de manera más concisa apunta nuestro refrán: «ojos que no ven, corazón que no siente». Asuntos, pues, que no se refieren a un saber desinteresado acerca del mundo y de las cosas, sino, de manera muy inmediata, a un saber (profundamente interesado) acerca de nosotros mismos, o por mejor decir, de aquello que nos afecta de modo directo. A mí, sin embargo, no me es fácil convenir, al menos por principio y con carácter general, en esta recusación, aunque sea restringida, de la curiosidad, pues si es cierto, seguramente, que ningún dolor se encierra en la ignorancia cuando ésta es absoluta (es decir, cuando no sólo no sabemos, sino que ni siquiera sabemos que no sabemos, o, lo que es igual, cuando ni siquiera sabemos que haya algo que saber), creo también que ninguna desdicha mayor que el desconocimiento cuando se ve acompañado de la duda y la incertidumbre, de la sospecha y el temor. Tales circunstancias, que son acicate y estímulo para el estudio y el pensamiento cuando se trata de cuestiones a las que podemos mirar y tratar con un relativo y sereno distanciamiento, resultan, en cambio, en aquéllas otras en las que se halla en juego nuestra dicha o nuestra tranquilidad, espina excesivamente dolorosa que más vale arrancar de una vez que tenerla permanentemente clavada.

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