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Etica Creativa

espindolacastro3 de Diciembre de 2013

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Un taller de ética creativa: una manera distinta de restaurar los valores y las virtudes en los jóvenes.

Proponer de un taller de ética podría parecer un poco extraño, cuando esta disciplina ha sido tratada de una manera muy estructurada y la mayoría de las veces con análisis puramente filosóficos. Sin embargo, dadas los problemas que padecemos, marginación, violencia, corrupción, entre otros, son deseables resultados más eficientes y evidentes en la enseñanza de la ética. Para ello se hace necesario cambiar las perspectivas pedagógicas: necesitamos crear nuevas formas para desarrollar la conciencia social en los jóvenes, así como recomponer y mejorar su moralidad.

Para justificar lo que aquí se propone, es necesario primero analizar y hacer crítica de aquellos conceptos que han llevado a la enseñanza de la ética por derroteros que no son los mejores. Veamos el primero de ellos, el relativismo, a través de un ejemplo: Si alguien nos dice: “la ley de la atracción de Newton es relativa”. Nos causara extrañeza y preguntaremos por qué lo afirma. La respuesta podría ser esta” porque veo cometas volar y globos elevarse rectos sobre el suelo y no veo que la tierra los atraiga, en cambio otras veces sí observo que los objetos caen al piso”. Si disponemos de tiempo y de piedad, nos detendremos a explicar a esa persona ficticia que existen otras fuerzas y dinámicas que neutralizan el efecto de la gravedad, pero que esta sigue operando y que se puede medir. El sujeto probablemente aceptará las explicaciones porque la física y la ciencia son muy respetables y muy pocos expertos la conocen. No sucede así con la ética en donde todos creemos saber. Allí, en el razonamiento moral, el relativismo ha crecido como una enorme enredadera: “Los valores son relativos a cada persona, a cada cultura o a diferentes tiempos” o bien “la ética es una mera construcción social y nadie tiene autoridad para decirnos qué es lo bueno o que es lo malo”. Ambas respuestas parecen ser lo políticamente correcto en una sociedad que pretende cada vez ser más pluralista y libertaria. Sin embargo, si esto fuera cierto, sería imposible llamar a luchar por la justicia porque con justa razón alguien puede cuestionarse: ¿La justicia de quién? Es claro también que las clases de ética saldrían sobrando.

Hace tiempo circuló un mail que decía más o menos así: “Debemos protestar contra el abuso de poder que los talibanes están ejerciendo sobre las mujeres, las obligan a no salir de sus casas, cubrir siempre sus rostros y salir siempre acompañadas por un varón; reciben crueles castigos si no cumplen con sus normas de decencia. Pero estas no eran sus costumbres sino que se las acaban de imponer”. Es decir la quejosa acepta que esto se practique mientras sea una costumbre, pero no que se imponga. Se le olvida que una gran cantidad de reglas se ejecutan por imposición y que al cabo de seis o siete años de educar a los niños de tal o cual manera, acabará por ser una costumbre ¿Para qué protestar entonces por algo que acabará siendo parte de la cultura de una comunidad y por ende “respetable”? Aunque el relativismo en general conduce a la apatía porque “nadie debe meterse con los valores de otros”, no son pocas las personas que luchan por la justicia con ferocidad y al mismo tiempo defiendan a ultranza el relativismo. Es la extraña capacidad humana para mantener dos ideas contradictorias y utilizarlas en distintas circunstancias sin ver su incoherencia; es así también cuando algunas personas defienden la libertad de construir nuestra propia vida y al mismo tiempo dicen que es importantísimo adaptarnos a la realidad para sobrevivir ( inclusive adaptarnos a la corrupción). Muchos libros de ética se han escrito con ambigüedad al respecto del relativismo moral porque sus autores no desean pasar por “dogmáticos” y menos aún dejar pasar la oportunidad de lucir precisamente como antidogmáticos.

¿Quién entonces tiene la autoridad de decirnos que es lo bueno y qué es lo malo? La respuesta es que cualquier persona medianamente educada y que tenga la mínima lógica y, si queremos mencionar a un filósofo, tal vez sería el segundo Wittgenstein (2004), quien nos invita a observar cómo utilizamos el lenguaje en la vida cotidiana y cómo operamos en el mundo con las palabras. Así, en la vida diaria, afirmamos que algo es bueno cuando con ello se evita un sufrimiento innecesario; por ejemplo, erradicar las enfermedades, la tortura, la discriminación y la muerte. Decimos también que algo es bueno cuando existen las condiciones necesarias para que las personas desarrollen todo su potencial humano; por ejemplo, tener escuelas, instrumentos de trabajo o una buena educación familiar. Decimos también que tal comportamiento o estado de cosas es bueno o correcto cuando ello es coherente y no entraña contradicciones; por ejemplo, cumplir nuestras promesas, hacer corresponder nuestro decir con nuestro actuar. Lo malo, claro, es lo opuesto.

Veamos un caso que ejemplifica el empleo de esos criterios universales: Waris Dirie, una activista musulmana y modelo africana, ha logrado, como embajadora de la ONU y a través de su fundación Desert dawn, que 15 países castiguen la ablación del clítoris de la niñas. Esa ablación, además de privarlas del goce sexual, implica la reducción su orficio genital al tamaño de un chícharo, lo que les provoca innumerables infecciones. Sobra decir que muchas niñas morían- como fue el caso de la hermana de Waris-, y mueren aún, desangradas por esta dolorosa práctica (la mayoría de las veces sin anestesia). Estos cambios en las legislaciones los ha logrado mostrando que es una práctica que produce un sufrimiento innecesario y que por ende es irracional; sin importar que tan arraigada esté esta práctica en la cultura de aquellos pueblos, es una mala práctica.

Así pues, lo que es universal en la ética son los criterios que manejamos para juzgar algo como bueno o malo, en ningún caso es universal la norma, la que puede cambiar en distintos contextos sociales y de época. Esto lo sabían ya los antiguos, como San Agustín, al distinguir la ley humana de la ley natural y la divina; la primera puede cambiar según los contextos. Así, los ideales y normas de desarrollo para que un joven sea considerado adulto en una comunidad x, serán distintas de otra comunidad y; sin embargo, en ambos casos se buscará la autonomía de la persona, y el que el joven desarrolle habilidades necesarias para la obtención de bienes en su entorno social, y el que le evite sufrimientos innecesarios. Ello no evita, desde luego, que en ocasiones los principios se contrapongan creando conflictos de deberes que implican mayores reflexiones y conocimientos para su solución, y donde caben los juicios prudenciales y del bien mayor.

La historia de la moralidad humana nos demuestra que la moral cambia para mejorar cuando los criterios universales se aplican. Para ello es indispensable el conocimiento, la compasión y el despertar de la conciencia. La esclavitud del siglo XIX no tuvo como justificación una mera convención humana arbitraria o un encogerse de hombros. Era producto del egoísmo humano justificado en buena parte por el evolucionismo darwiniano. Como bien lo describe Sthepen Gould en su entretenido, pero muy fundamentado libro La falsa medida del hombre (1984): había la creencia equivocada en ese siglo de que existían razas superiores e inferiores; estas últimas eran “resabios de la evolución humana”, torpes, incapaces de aprender y destructivas: estaban mejor como esclavos y protegidos de sí mismos. Esto paulatinamente se hace irracional con el avance de la ciencia y la conciencia moral que muestran el hecho de que no existen razas superiores, pero si comunidades marginadas. Un poco como afirmaba Hegel: “ Todo lo racional es real y todo lo real es racional”. Así que la racionalidad se hace irresistible: liberar a los esclavos, y no por voluntad arbitraria, sino por la aplastante universalidad de los criterios morales que hace que la esclavitud pierda toda legitimidad. La racionalidad pura no excluye las necesarias luchas sociales para reivindicar los derechos; pero esas luchas precisamente son legitimadas por los criterios antes vistos. Lo mismo ha pasado con la emancipación de la mujer a quien se atribuía en el pasado características de inferioridad frente al hombre. La ética no es cuestión de meros acuerdos sociales arbitrarios, no podemos regresar a las mujeres a la cocina o a los africanos a la esclavitud; aquí realmente se aplica la frase: “la verdad os hará libres”.

Si bien el relativismo moral ha sido descartado por la mayoría de los filósofos serios, ello no significa andar por caminos claros. Kant (1999:173) quiso salvarnos de la ambigüedad e imitando a Newton, lanzó su principio de universalidad y autonomía: “Obra solo según la máxima a través de la cuál puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal” el cual enunció de otra manera: “ trata a los demás como fines y no como medios”. Ello nos garantiza, no la obtención del bien, pero sí un criterio estrictamente racional para obrar con “buena voluntad”. Pero esta ley universal no pueden evitar de ningún modo los principios que yo llamo del jugador darwinista: “obra de tal modo que logres todo para ti, sobreviviendo y viviendo encima de los otros” y “trata a los demás como fines o medios según te convenga o te agrade”. Mientras que en Kant se trata de que todos ganen, para el “jugador”, universal también, uno puede ganar o perder sin reproches jugando las cartas de la vida. El “jugador” está dispuesto a ganar pero también a perder, y así también considera a los demás. En la educación vemos

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