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Garcia Marquez Premio Nobel

Mayerlydinda27 de Diciembre de 2012

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La soledad de América Latina

Gabriel García Márquez,

Premio Nobel de la Conferencia, 08 de diciembre

1982

(Una versión en español bastante imperfecto existe aquí .)

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el

primer viaje alrededor del mundo, escribió, a su paso por nuestras tierras del

sur de América, una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de

fantasía. En Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos

pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas de sus

compañeros, y otros aún, se asemeja a alcatraces sin lengua cuyos picos

parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y

orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de un caballo. Él

describió cómo el primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron

enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió razón por el pavor

de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, que ya se vislumbran los

gérmenes de nuestras novelas de hoy, es de ninguna manera es el relato más

asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Las Crónicas de Indias nos

legaron otros incontables. Eldorado, nuestro país tan codiciado y lo ilusorio,

figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma

según la fantasía de los cartógrafos. En su búsqueda de la fuente de la eterna

juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró el norte de México

durante ocho años, en una expedición engañado cuyos miembros se comieron

unos a otros y sólo cinco de los cuales regresó, de la 600 que la emprendieron .

Uno de los muchos misterios insondables de esa edad es que de las once mil

mulas, cada una cargada con cien libras de oro, que dejaron a Cusco un día

para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino.

Posteriormente, en la época colonial, las gallinas se vendían en Cartagena de

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Posteriormente, en la época colonial, las gallinas se vendían en Cartagena de

Indias, que se había levantado en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se

encontraban piedrecitas de oro. Un fundador de la lujuria por el oro que nos

persiguió hasta hace poco. En fecha tan tardía como el siglo pasado, una misión

alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico a

través del istmo de Panamá llegó a la conclusión de que el proyecto era viable

con una condición: que no se los rieles de hierro, que era escaso en la región,

pero de oro. La independencia del dominio español no nos puso fuera del

alcance de la locura. El general Antonio López de Santana, tres veces dictador

de México, que se celebró un funeral magnífico para la pierna derecha que

había perdido en la Guerra de los Pasteles llamada. El general Gabriel García

Moreno gobernó al Ecuador durante dieciséis años como un monarca absoluto,

y tras él, el cadáver estaba sentado en la silla presidencial, vestido con uniforme

de gala y su coraza de medallas. General Maximiliano Hernández Martínez, el

déspota teósofo de El Salvador que tenía treinta mil campesinos asesinados en

una masacre salvaje, inventado un péndulo para detectar veneno en su comida,

y tenía faroles envueltos en papel rojo para derrotar a una epidemia de

escarlatina. La estatua del General Francisco Morazán, erigido en la plaza

mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua del mariscal Ney comprada

en un almacén de París de esculturas usadas. Hace once años, el chileno Pablo

Neruda, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo , iluminó este ámbito con

su palabra. Desde entonces, los europeos de buena voluntad - y, a veces en las

malas, y - han sido golpeadas, con una fuerza cada vez mayor, las noticias

fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y

mujeres históricas, cuya terquedad sin fin manchas en la leyenda. No hemos

tenido un momento de descanso. Un presidente prometeico atrincherado en su

palacio en llamas murió peleando a todo un ejército, solo, y dos accidentes

aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida corta de otro

presidente de gran corazón y el de un militar demócrata que había restaurado la

dignidad de su pueblo. Ha habido cinco guerras y diecisiete golpes de Estado

militares, y surgió un dictador luciferino que está llevando a cabo, en nombre de

Dios, el etnocidio primero de América Latina de nuestro tiempo. Mientras

tanto, veinte millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir de uno

- a más de haber nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos a causa de

la represión son casi ciento veinte mil, que es como si nadie supiera donde están

todos los habitantes de Uppsala. Numerosas mujeres detenidas durante el

embarazo dieron a luz en cárceles argentinas, sin embargo, nadie sabe el

paradero y la identidad de sus hijos que estaban en adopción clandestina o

internados en orfanatos por las autoridades militares. Debido a que trató de

cambiar este estado de cosas, casi 200.000 hombres y mujeres han muerto en

todo el continente, y más de cien mil han perdido sus vidas en tres países

pequeños y desgraciado de América Central: Nicaragua, El Salvador y

Guatemala . Si esto hubiera ocurrido en los Estados Unidos, la cifra

proporcional sería de un millón 600 mil muertes violentas en cuatro años. Un

millón de personas han huido de Chile, un país con una tradición de la

hospitalidad - es decir, diez por ciento de su población. Uruguay, una nación

minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba el país más

civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco

ciudadanos. Desde 1979, la guerra civil en El Salvador se ha producido casi un

refugiado cada veinte minutos. El país que se pudiera hacer con todos los

exiliados y emigrados forzosos de América Latina tendría una población mayor

que la de Noruega. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no

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que la de Noruega. Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no

sólo su expresión literaria, que ha merecido la atención de la Academia Sueca

de las Letras. Una realidad que no sean de papel, sino que vive dentro de

nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas,

y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de

belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra

más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y

malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido

que pedirle muy poco a la imaginación, para nuestro problema fundamental ha

sido la falta de recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Esto,

amigos míos, es el nudo de nuestra soledad. Y si estas dificultades, cuya

esencia compartimos, nos obstaculizan, es comprensible que los talentos

racionales de este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus

propias culturas, debe tener se encontraron sin un método válido para

interpretarnos. Es natural que insistan en medirnos con la vara que utilizan para

sí mismos, olvidando que los estragos de la vida no son las mismas para todos,

y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para

nosotros como lo era para ellos. La interpretación de nuestra realidad a través

de esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos,

cada vez menos libres, cada vez más solitarios. La Europa venerable sería tal

vez más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara

que Londres necesitó trescientos años para construir su primera muralla y otros

trescientos años más para tener un obispo, que Roma trabajó en una penumbra

de incertidumbre durante veinte siglos, hasta que un rey etrusco la implantara en

la historia, y que los pacíficos suizos de hoy, que nos la fiesta con sus quesos

mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de

fortuna, tan tarde como el siglo XVI. Incluso en el apogeo del Renacimiento,

doce mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y

devastaron a Roma, y poner ocho mil de sus habitantes a filo de espada. No

pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión de un

norte casto y un sur apasionado exaltaba, cincuenta y tres años, de Thomas

Mann. Pero creo que los clarividentes europeos que lucha, aquí también, por

una patria más justa y humana, nos podría ayudar a mucho mejor si revisaran a

fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará

sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a

todos los pueblos que asuman la ilusión

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