Gustavo Santiago
moyarrw17 de Julio de 2015
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Gustavo Santiago, El desafío de los valores.
Capítulo 2. ¿En qué mundo vivimos?
I. Premodernidad, modernidad, crisis de la modernidad
Hasta aquí hemos desarrollado un aspecto de la compleja trama de los valores. Nos hemos detenido en la disputa que se da entre aquello que en una sociedad vale y aquello que se sostiene que debe valer. Pero todavía nos mantenemos en una perspectiva amplia que no permite apreciar cuáles son concretamente los valores a los que nos referimos.
A lo largo de la historia, tanto los VH como los VD han sufrido importantes modificaciones, mixturas, nacimientos y defunciones. Sería imposible recons¬truir con detalle ese movimiento (y probablemente tan inútil como, según Borges,1 hacer un mapa tan perfecto de la China que tuviera el tamaño de la pro¬pia China).
Abandonada la pretensión de exhaustividad, lo que nos proponemos es indicar las líneas generales de un movimiento que tiene suma importancia en los valores aquí y ahora. Porque cuando pensamos en "nuestros valores" solemos no adver¬tir el recorrido que éstos han hecho hasta llegar a nosotros. Creemos, en este sentido, que puede resultar muy útil traer a consideración una distinción epocal amplia que actualmente se ha tornado usual, en la que se coloca como centro de referencia a la modernidad, para dirigir desde ella una mirada hacia su pasa¬do y su presente-futuro.
1. Características de la modernidad
Suele caracterizarse a la modernidad como un movimiento de transformación de múltiples dimensiones de la vida humana (política, cultural, religiosa, ética, cien¬tífica, etc.) que se desarrolla a partir del siglo XVII (aunque el Renacimiento y la Reforma pueden considerarse como sus antecedentes directos), se consolida en el XVIII con la Ilustración e ingresa en una importante crisis en el XX, luego de la Segunda Guerra Mundial.
A continuación desarrollaremos algunos de los numerosos componentes que conforman la identidad de la modernidad. Intentando una clasificación de los mis¬mos, Alexander Koyrée señala:2
"Algunos historiadores han situado su aspecto más característico en la secu¬larización de la conciencia, en su alejamiento de objetivos trascendentales y su acercamiento a otros inmanentes; es decir, en la sustitución del interés por el otro mundo y la otra vida a favor de la preocupación por esta vida y es¬te mundo. Algunos otros lo han situado en el descubrimiento que la conciencia humana hace de su subjetividad esencial y, por tanto, en la sustitución del ob¬jetivismo de medievales y antiguos por el subjetivismo de los modernos. Inclu¬so otros lo han situado en el cambio de relaciones entre theoría y praxis, en el hecho de que el viejo ideal de la vita contemplativa cediese su lugar al de la vita activa. Mientras que el hombre medieval y antiguo tendía a la pura contem¬plación de la naturaleza y del ser, el moderno aspira a la dominación y el se¬ñorío (...).
(Esta revolución) conlleva la destrucción del Kósmos; es decir, la desapari¬ción (...) de la concepción del mundo como un todo finito, cerrado y jerárqui¬camente ordenado (un todo en el que la jerarquía y estructura del ser, elévanse desde la tierra oscura, pesada e imperfecta, hasta la mayor y mayor per¬fección de los astros y esferas celestes). (...) Todo esto, a su vez, entraña que el pensamiento científico desestime toda consideración basada sobre concep¬tos axiológicos, como son los de perfección, armonía, sentido y finalidad, así como, para terminar, la expresa desvalorización del ser, el divorcio del mundo del valor y del mundo de los hechos".
Detengámonos en algunas de las características que presenta Koyrée:
a) Secularización de la conciencia (asimilable, en algunos aspectos, a la "muerte de Dios" de Nietzsche y al "desencantamiento del mundo" de Weber). Se trata del movimiento de desplazamiento de lo religioso (particularmente del cristianismo) de las ocupaciones "sociales" y su relegamiento a cuestiones es¬trictamente religiosas. Esto es algo que va produciéndose de un modo progre¬sivo y que afecta en primer lugar a las ciudades. Se percibe en ámbitos tan diferentes como la ciencia, la política y la vida cotidiana. Aun cuando el nom¬bre de Dios se siga invocando, su papel -y el de las instituciones que ofician de sus voceros- va siendo cada vez menos decisivo. Podríamos citar, en es¬te sentido, a figuras como Galileo, que fracasa en su intento de construir la imagen de un científico creyente, o Descartes, acerca de quien se han escri¬to numerosos trabajos en los que se "demuestra" tanto la autenticidad como la falsedad de sus manifestaciones religiosas (desde esta última perspectiva, se habría tratado de una suerte de "cobardía metódica"3 con la cual Descar¬tes habría buscado ponerse a salvo de la Inquisición). Lo que queda claro en la obra de Descartes es que el Dios al que se refiere es más un super-ingeniero o arquitecto que el Dios Todopoderoso de la religión.
En el ámbito de la Filosofía Política, planteos como los de Hobbes, Locke o Rousseau, en los que se recurre a la "composición" de un estado originario de la humanidad, sólo se entienden si se tiene en cuenta que se trata de intentos humanos de hacerse cargo de la búsqueda de un fundamento para la socie¬dad que hasta entonces se daba por supuesto que se encontraba en sede di¬vina.
Como se ha convertido frecuente señalar luego de los trabajos de Nietzsche, algo que la secularización ha dejado intacto es la idea de que hay un único fun¬damento de la realidad (Nietzsche hablaba de un "monótono-teísmo").4 Es de¬cir, el monoteísmo es erosionado en su componente "teísta", pero no en su idea de unicidad. Se baja a Dios de su trono (como los revolucionarios hicieron con el rey), pero para pasar a ocupar inmediatamente ese trono con otro "se¬ñor". En rigor, se tratará de una "señora": la Razón. Esta Razón, si bien es una "luz natural' y no sobre-natural, no deja de tener algo de sobrehumano. No se trata de la razón de ningún individuo particular sino de una entidad desencarna¬da, universal. Aquello que hasta el medioevo reposaba en lo divino pasa, a par¬tir de la modernidad, a descansar en una fundamentación racional.5
En cuanto a la vida cotidiana, tal como señala Koyrée, se produce una "susti¬tución del interés por el otro mundo y la otra vida en favor de la preocupación por esta vida y este mundo". El concepto de "progreso" gana rápidamente la calle; los cambios dejan de ser considerados peligrosos o directamente como signos de corrupción o decadencia -tal como lo eran en la época premoderna, al menos desde Sócrates- y pasan a ser positivos en sí mismos; el afán de novedades -que se cristalizará con la aparición de los periódicos y luego con la moda- llega a ser distintivo del hombre "civilizado".
b) Subjetividad. La modernidad es la época del surgimiento del sujeto. Cuando en la escuela los chicos hacen "análisis sintáctico" recurren a una pregunta pa¬ra identificar al sujeto de la oración: "¿Quién realiza la acción?" En nuestro ca¬so la cuestión es la misma: el hombre, al concebirse como sujeto, pasa a ser quien realiza la acción.
El nacimiento de la subjetividad suele asociarse con el cogito cartesiano. Cuando Descartes formula su célebre "pienso, luego existo" consigue colocar esa piedra fundamental sobre la que construirá todo su edificio conceptual. Esta idea de un fundamento humano sobre el que repose toda la realidad es la que habilitará al hombre a actuar en su propio nombre. Ya no es una tradición sostenida en revelaciones trascendentales lo que legitima la acción hu¬mana sino la Razón.
Esto puede percibirse en la resignificación moderna de otro concepto clave: "revolución",6 que se aplicará tanto a las transformaciones políticas (particu¬larmente desde la Revolución Francesa) como a las que se producen en los medios de producción, en la ciencia o el arte. La revolución implica, a partir de la modernidad, la idea de una ruptura, un corte brusco, violento, con rela¬ción a cualquier tradición y, por ende, la postulación de un comienzo desde cero que se encuentra legitimado en la racionalidad de la propia acción y que se proyecta hacia un futuro mejor. El hombre pasa a sentirse, entonces, suje¬to de revoluciones que orientan el sentido de la historia. El devenir humano pasa a ser concebido de modo más o menos lineal, pero siempre progresi¬vo, como un recorrido que conduce a un futuro mejor para toda la humanidad. El sujeto es el encargado de postular utopías movilizadoras y de construir el camino que conduzca a su realización. El lluminismo es un claro exponente del "compromiso civilizatorio" de aquellos que están en posesión de la "luz na¬tural" de la Razón.
c) Pasaje de la theoría a la praxis. El pasaje de la teoría a la praxis, o de la vía contemplativa a la vita activa, puede verse claramente en el surgimiento de la "ciencia moderna". Frente a la actitud contemplativa, de reverencia (el hombre antiguo "se embriagaba con la naturaleza", dirá Benjamín)7 ante el Kósmos propia del hombre antiguo y medieval, actitud acompañada de la apertura necesaria para poder captar todo aquello que la naturaleza (o Dios, o los dioses a través de ella) quisiera revelarle, surge la perspectiva de la cien¬cia moderna en la que el hombre se coloca como un sujeto que tiene todo el derecho de ejercer el control y dominio sobre ese objeto suyo que es la na¬turaleza. Por ello, ya no se conformará con esperar pacientemente
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