Identidad, coexistencia y familia
Luna1530 de Septiembre de 2012
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Identidad, coexistencia y familia
Francisco Altarejos Masota
Alfredo Rodríguez Sedano
(Resumen: La búsqueda afanosa de la identidad cultural y personal se acentúa en un mundo globalizado. La tendencia a buscar formas generales en la organización de la convivencia parece amenazar las identidades singulares, propiciando el recelo hacia toda apertura a la universalidad. La coexistencia, como radical antropológico, se pierde de vista en la relación interpersonal. La familia parece ser el mejor ámbito educativo para aprender experiencialmente que el desarrollo de la propia identidad no es opuesto sino complementario a la apertura universal que reclama la globalización)
Palabras clave: identidad, coexistencia, familia, globalizacion, universalidad
¿Por qué la cuestión de la identidad —individual, nacional, cultural, religiosa— ha emergido con tanta pujanza en la actualidad? ¿Por qué se ha difundido por tantos ámbitos de la vida social, hasta el punto de ser referente común de tantos estudios y ensayos prospectivos? Y, sobre todo, ¿por qué la identidad no constituye propiamente una temática de estudio sereno, sino más bien una problemática necesitada de apremiante solución? Porque los acontecimientos se han precipitado y ha sido preciso muchas veces actuar sin tener tiempo para conocer suficientemente el asunto que se manejaba; y la precipitación siempre propicia el error. Éste se vierte en la extendida confusión terminológica y las simplificaciones argumentativas cuando se habla —y también cuando se obra— respecto de la identidad; y en ella incide, como en la práctica totalidad de los eventos que han acelerado y transformado la dinámica social en la actualidad, un referente común: la globalización.
Ante todo, debe repararse en que la dimensión económica es sólo una parte —aunque una parte sustancial, ciertamente— de la globalización. Frecuentemente es la más atendida, pero sólo es una parte; y centrarse solamente en un aspecto del conjunto es un grave error, conocido y tipificado desde antaño como sutil y peligroso sofisma lógico: el de tomar la parte por el todo. En primer lugar, conviene reparar en que la globalización es un fenómeno actual, pero no por ello novedoso y original. Cuando menos, es conocida desde hace 28 siglos, y nacida en el área del Mediterráneo. Las colonias comerciales de fenicios y griegos fueron focos de expansión económica y cultural para las metrópolis de Tiro, Sidón como para las polis griegas; pero también fueron núcleos de difusión para las culturas locales que asentaron costumbres y prácticas foráneas al tiempo que exportaban todo tipo de artículos, incluidas las divinidades autóctonas. La globalización es algo conocido por la humanidad desde hace mucho tiempo; lo que resulta nuevo en la actualidad es la magnitud y la intensidad pregnante de la misma. Hoy día la globalización es incluso más que un fenómeno: es una condición ineludible e insalvable de la vida económica, política, cultural y social. No puede concebirse el futuro inmediato de la humanidad fuera de la globalización. Y entonces surgen las diversas reacciones, aquejadas frecuentemente de penosa irreflexión, cuando no de fulminante visceralidad, y que siguen sin discriminar las partes. El quid de la cuestión no estriba en si se rechaza o se admite, aunque dichas reacciones precipitadas parecen sugerirlo. El asunto es qué aspectos o dimensiones de la globalización deben potenciarse y cuáles deben controlarse. Que la globalización entraña riesgos para los pueblos es algo sabido; tan sabido como son olvidadas las oportunidades que ofrece. Para ver dichas ocasiones de mejora se requiere mesura y ponderación, además de rigor de pensamiento y apertura personal. Son éstas cualidades las que se echan de menos cuando se leen análisis y propuestas respecto al asunto de la identidad.
Además de las amenazas más aireadas de carácter económico, como el peligro de acendrar la pobreza en los países en vías de crecimiento, también se perciben riesgos de carácter cultural; y entre ellos, el más ominoso es el de la pérdida de la identidad. Las fronteras nacionales se han permeabilizado por causa de la liberalización del comercio; y esto se interpreta como una amenaza latente a los valores, a las idiosincrasias y a las costumbres propias, resguardadas hasta ahora por dichos límites geográficos y políticos. Pero no sólo éstos elementos parecen estar en peligro; es el mismo modo de ser propio, o sea la propia identidad –nacional, cultural, social, religiosa, e incluso personal– la que semeja encontrarse en trance de perdición.
Y sin embargo, desde una actitud más ponderada y serena, la globalización se percibe como una vía eficiente para concretar y enraizar una íntima aspiración humana raramente satisfecha: el afán de universalidad, agudamente expresado hace siglos en el aforismo de Terencio: “soy humano y [por ello] nada me es ajeno (humanum sum; nihil a me alienum puto). El descubrimiento de la apertura a la universalidad, aunque tosca y confusamente, comienza a realizarse en la cuenca meditarránea hace muchos siglos. Ahí comienza la apertura radical a la realidad que emplaza a la inteligencia y a la voluntad a expandir la propia identidad, a enriquecerla en la relación con los otros para realizar el pleno crecimiento humano en la coexistencia personal. Sin embargo, no es una tarea fácil, sino ardua y costosa en el tiempo; los más de veinticinco siglos transcurridos desde entonces apenas nos han dispuesto mínimamente para hacernos cargo de la actual globalización. Todavía hoy perdura el etnocentrismo que, como forma sociocultural de la afirmación de la propia identidad, entorpece la apertura a la universalidad; aún hoy, el mayor obstáculo para la universalidad sigue siendo la consideración de los distintos como bárbaros (extraños, ajenos) respecto de la autoafirmación identitaria.
El concepto de identidad
Para aclarar esta cuestión es preciso que nos centremos inicialmente en los diversos modos de entender la identidad. Aparte del sentido lógico de la identidad, hay otros dos sentidos básicos que son directamente pertinentes ahora :
a) La identidad como valor general. Éste es el concepto moderno de identidad, que tiene su origen en Hegel. Se realiza como identificación, como adscripción subjetiva a unos valores o referentes objetivos que me caracterizan. Éstos empiezan siendo meros descriptores, pero con nuestra afiliación al grupo que definen, nos acaban configurando también vinculados a dicho grupo, pero separadamente de los individuos ajenos a él. El sujeto se identifica objetivamente con el grupo y el individuo se identifica con él según el grado en que afirme y realice las características objetivas definitorias del grupo. En todo caso, la persona se diluye y evapora en elementos abstractos, postulados —eso sí— como valores excelsos para toda la humanidad, y no sólo para el grupo identificante (“si fueran como nosotros, no habría problema”).
b) La identidad como referencia al origen. Esta identidad se entiende como actualización de la referencia a mi origen, a la fuente de mi ser. Yo no me defino por mi afiliación a un grupo, sino por mi filiación, por mi pertenencia originaria que se expresa —significativa, aunque sólo parcialmente—en una tradición donde se manifiestan las fuentes de mi ser –familia, patria, lengua, cultura, religión–, y que yo debo enriquecer y comunicar; pues en esto radica mi perfeccionamiento personal: no en la afirmación de mi mismidad ni en la cerrada apología de mi grupo, sino en la intensa y cotidiana actualización de mi coexistir.
¿Cuál es el sentido de la identidad predominante en la modernidad? Sin duda, el primero: la identidad entendida como valor general, que además se postula como fundamento de mi ser. ¿Qué soy yo –se viene a decir– si prescindo de los elementos generales que me definen; si omito mi carácter de español, hispanohablante, europeo, católico, etc? Pero esto es definir a las personas desde su pasaporte o desde su partida de nacimiento; es decir, desde lo registrado objetivamente y coincidente con una generalidad abstracta y preestablecida. Esta interpretación tiene lugar cuando —como señala L. Polo— se entiende “la identidad como nexo del sujeto con el objeto, lo que comporta, por un lado, que el objeto es construido, y por otro, que el sujeto se reconoce en él, esto es, que se recobra en el modo de volver a tener lugar como objeto. Esta versión de la identidad sólo se explica si la pretensión de sí mismo se eleva a postulado absoluto” . Si en el pensamiento clásico el papel de principio o fundamento se otorgaba a la naturaleza originaria, la creciente conciencia de la autonomía y subjetividad en el pensamiento moderno, hace que sea el espíritu humano quien tome ese protagonismo. De este modo, el hombre es pensado en términos de fundamento. A esta maniobra moderna, por la que se suplanta la naturaleza por el espíritu humano, L. Polo la denomina simetrización del fundamento, la cual consiste en trasladar las categorías centrales de la metafísica antigua a la especulación antropológica moderna.
Como ya señaláramos en otra ocasión, “tal es el núcleo problemático de la noción de identidad: la disposición a aceptar que el sujeto no es su propio creador y, por tanto, que la libertad no es fundamento último de su ser ni la identidad personal es una elaboración racional por la vía de la generalización de valores. Si la identidad se entiende como referencia al origen, por lo mismo, se acepta que es recibida originariamente y que, al manifestarse como apertura radical del ser, se desarrolla en la comunicación y la coexistencia con otros. Así, la libertad
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