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La fórmula mágica Del Pluralismo Moral


Enviado por   •  5 de Septiembre de 2014  •  6.529 Palabras (27 Páginas)  •  1.602 Visitas

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1. Del monismo al pluralismo moral

Aquellas sociedades en las que ha existido una unión política entre Iglesia y Estado de tal tipo que se han constituido como estados confesionales, se han acostumbrado a regirse por un código moral único, dado por las personas facultadas para ello desde el convenio correspondiente entre ambas instituciones. Éste ha sido, sin duda, el caso de España y de buena parte de países de América Latina, en los que ha estado vigente un código moral nacional católico, es decir, el código moral propuesto al Estado por una parte de la jerarquía eclesiástica, ligada a un sector muy determinado de la sociedad; concretamente, al sector política y económicamente dominante12.

En el mismo orden de cosas, otros países han vivido una experiencia similar desde credos seculares, como ha ocurrido de forma paradigmática en los países que han vivido bajo regímenes comunistas, en los que también ha imperado un código moral único, una ideología única, si bien de carácter laicista. Un determinado grupo, como es sabido, se arrogaba en exclusiva el derecho y la capacidad de juzgar acerca de lo bueno y lo malo para los ciudadanos y para toda la humanidad desde una ideología, como el materialismo histórico, presuntamente científica. Cualquier concepción moral que no se atuviera a la ideología oficial, cualquiera que discrepara de las interpretaciones admitidas por la vanguardia del partido, quedaba tachada ipso-facto de perversidad burguesa y tenía que ser llevada a la hoguera, como en los viejos tiempos.

En todos estos países, fuera cual fuera el grado de cerrazón, el advenimiento de la libertad religiosa y, con ella, el fin del código moral único, sea religioso o secular, supuso el comienzo de un periodo de auténtico desconcierto desde el punto de vista moral. Los ciudadanos se habían acostumbrado a tomar como referente las directrices de aquellos «a quienes correspondía», bien para tenerlas por buenas, bien para asumirlas pero desde una distancia crítica, bien para rechazarlas abiertamente, situándose en la posición contraria, pero siempre teniendo esas orientaciones oficiales como punto de mira.

Y es que con el código moral único -sea cristiano, musulmán, judío o laicista- ocurre lo que con los personajes del teatro moral inglés medieval, de los que nos habla Alasdair MacIntyre. Según él, tanto en ese tipo de teatro como en el teatro Nô japonés, aparecen una serie de personajes que el público reconoce inmediatamente y que marcan el tono del drama, porque los restantes personajes los toman como referente, sea para guiarse en su conducta por sus palabras, sea para actuar justamente por reacción a ellos. Quien no sepa reconocer y comprender a esos personajes tampoco entiende el conjunto de la obra13.

Algo similar ocurre con la trama de las orientaciones morales en países políticamente comprometidos con una confesión religiosa o con una confesión laicista: que los ciudadanos la toman como referente moral, sea para acomodarse a sus prescripciones, sea para asumirla desde la critica interna, sea para rechazarla abiertamente.

Este ha sido el caso de España durante la época franquista, en la que estuvo vigente el código nacional católico, es decir, el expresivo de un sector determinado del catolicismo. Con respecto a él puede decirse que una parte de la ciudadanía lo acepto como su código moral, otro sector creyente asumió una parte de él, pero criticando otra parte desde su propia fe14, y otro sector lo repudió abiertamente. En todos estos casos el referente social, el "personaje" era el mismo.

También en los países comunistas se vivió, como hemos dicho, una situación de código moral único, en este caso comunista y laicista, pero además acompañado de la imposibilidad de ejercer la critica en unos países privados totalmente de libertad de opinión, expresión y reunión, en los que la sociedad civil había sido abolida. El individuo se encontró absolutamente inerme frente a un Estado omnipotente, una vez disuelto ese tejido social, esa red de asociaciones mediadoras entre el individuo y el Estado, que componen la voz crítica de una sociedad. Sin una sociedad civil potente -ésta es una de las lecciones que hemos aprendido del colectivismo de los Países del Este- peligran los derechos de los individuos y de los grupos que no se adhieren incondicionalmente al sistema. Por eso hoy en día pensadores como André Gorz15, Jûrgen Habermas16, Michael Walzer17, John Keane18 y, entre nosotros Víctor Pérez Díaz19, desde posiciones diversas, invitan a reconstituir y fortalecer la sociedad civil tanto en los antiguos países comunistas como en las democracias liberales, con el fin de evitar, entre otras cosas, que el poder estatal acabe engullendo a los individuos.

Sin embargo, lo que -a mi juicio- no señalan abiertamente estos autores es que el fortalecimiento de la sociedad civil requiere, como condición de posibilidad, la potenciación de una ética compartida por todos los miembros de esa misma sociedad porque, sin unos mínimos morales compartidos, mal van a sentirse ciudadanos de un mismo mundo20.

Ciertamente, individuos que se encuentran casualmente en una comunidad política y no tienen mas remedio que convivir en ella, porque cambiar de nación resulta harto difícil, pueden esforzarse por elaborar códigos jurídicos para defender sus derechos individuales. Pero el derecho es totalmente insuficiente para crear en esos individuos la conciencia de que son miembros coparticipes de una misma sociedad, que solo ellos pueden construir desde valores ya aceptados. Por eso importa hoy recordar -con Víctor Pérez Díaz- el insustituible papel que la sociedad civil ha jugado en países como España en la constitución de un estado democrático, como también asignarle un lugar prioritario en la profundización en la democracia; pero este doble recuerdo no basta, sino que urge invitar a esa misma sociedad a potenciar unos valores morales que ya comparten, diseñando los trazos de una auténtica ética de la sociedad civil.

La falta de una ética semejante y el hecho de que, tanto en los países confesional-religiosos como en los confesional-comunistas, estuviera vigente aparentemente un solo código moral, acostumbró a un buen número de ciudadanos a tomar una actitud de pasividad en las cuestiones morales, difícil de superar más tarde. Parece a tales ciudadanos pasivos que las orientaciones morales han de venir de algún cuerpo de legisladores especialmente designado para ello y que a las personas no queda sino obedecer o rechazar de plano pero, en este segundo caso, desde las directrices da-das por otros legisladores distintos a los reconocidos en el país correspondiente. Con lo cual todavía no

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