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La retórica y el estilo del discurso


Enviado por   •  7 de Mayo de 2013  •  Tutoriales  •  3.240 Palabras (13 Páginas)  •  326 Visitas

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Introducción

Es importante destacar la ambición del ilustre filósofo Aristóteles, el cual tenía ante sí, la gran prueba de escribir su Colección de Artes Retóricas, obra que muestra el generalizado deseo de hacer un arte sobre una actividad o práctica que en realidad todo el mundo lleva a cabo, a saber, la de argumentar y hablar en público persuasivamente sobre asuntos generales y comunes. Puesto que todos en el trascurso del día realizamos cualquiera de estas acciones de las cual nos habla tan destacado pensador.

Todo el mundo habla para convencer en los juzgados y las asambleas. Todo el mundo, unos al descuido y otros por la costumbre generada por el hábito, se dedica a pasar revista y sostener argumentos, a defender y acusar. Luego si estudiamos la causa por la que aciertan y alcanzan sus objetivos los que hablan persuasivamente ya sea por hábito o improvisadamente, estaremos haciendo, aun sin darnos cuenta, un “arte” retórica.

Todo el mundo argumenta cuando habla y, es ahí, justamente en la argumentación sobre asuntos generales o comunes convertida en discurso, debe estar el “cuerpo de la persuasión”, y, por tanto, el cuerpo de la retórica, que se puede engalanar luego con más o menos vistosos ropajes, o sea, con palabras que suenen elegantes y de acorde al lugar o la persona con la que estamos tratando.

Todo el mundo, pues, aun sin saberlo, practica la dialéctica y la retórica.

La constitución de un arte

Existía un arte, la dialéctica, la aplicación de la lógica a las cuestiones filosóficas, cuya función era la de estudiar el raciocinio deductivo (silogismo) o inductivo (inducción) con vistas a alcanzar la verdad. La dialéctica, entendida desde el punto de vista platónico, era el arte de las definiciones y de las demostraciones de las que hacen uso las ciencias particulares.

Pues bien, la retórica podría apoyarse en la dialéctica, de cuyo carácter de “arte” nadie dudaba y hacer de la retórica una dialéctica sobre las opiniones, sobre los asuntos opinables, sobre “las cosas que pueden ser también de otra manera”, “sobre las cuestiones de las que es costumbre deliberar” en la ciudad-estado, es decir, en nuestro marco político-social, “y de las que sin embargo no tenemos artes”.

En tal caso, podría aplicarse a la retórica todo ese arsenal de estrategias lógicas que, en dialéctica, el Estagirita llamaba “tópicos”, de los cuales nos ofrece nada menos que veintiocho en el capítulo veintitrés del libro “Arte Retórica”.

La dialéctica y la retórica no son disciplinas concretas, sino métodos generales, no pertenecen en exclusiva a ninguna disciplina delimitada y específica. La primera se ocupa de cuestiones generales, y lo hace mediante preguntas y respuestas; la segunda, se centra en cuestiones concretas, político-sociales, y lo lleva a efecto mediante un discurso largo y tendido.

La retórica, pues, es un arte –argumenta Aristóteles– porque responde con semejanzas o equivalencias punto por punto al arte de la dialéctica, que es el arte que controla sistemáticamente el raciocinio silogístico, que es deductivo, y el inductivo.

De la misma manera, la retórica en el más puro sentido, es el arte que se ocupa del equivalente retórico del silogismo dialéctico deductivo, que es el entimema, y de la inducción dialéctica, que es el ejemplo.

La retórica es un “arte” porque responde al arte de la dialéctica metro a metro, punto a punto. En ese momento la retórica no es más “que la capacidad de contemplar en cada caso su capacidad persuasiva”, no es ni siquiera el arte “cuya misión es persuadir”, sino el arte de “ver los medios de persuadir que hay en cada caso particular”.

En pleno corazón de la retórica, donde se encuentra “el cuerpo de la persuasión”, no hay más que un arte correlativo de la dialéctica que contempla las posibilidades de persuasión, de la misma manera que la medicina antes de curar contempla las posibilidades de curación.

El corazón de la retórica al desnudo es el que genera la argumentación persuasiva, y ésta es una especie de demostración. Es una especie de demostración de lo verosímil, de lo que puede ser de otra manera, porque de lo que no puede ser sino de una manera no delibera ni discute, ni tiene que argumentar nada a nadie.

En efecto, la mayor parte de las cuestiones sobre las que versan los juicios “son susceptibles de ser también de otra manera”. Y la retórica precisamente versa sobre esas cuestiones que “pueden ser también de otra manera”, sobre las que con frecuencia deliberamos en el marco de lo político-social, aunque no poseemos artes concretas que traten de ellas, dirigiéndonos a nuestros conciudadanos, que no son expertos en contemplar largos argumentos basados sobre premisas que vienen de lejos.

Todas esas cuestiones y deliberaciones de la vida de los conciudadanos, de la vida político-social, no hay que dejarlas caer en el vacío, sino regularlas con una lógica similar a aquella con la que la dialéctica controla las cuestiones filosóficas. Si tratamos de someter lo verdadero a la lógica, lo mismo cabe hacer con lo verosímil.

Aristóteles está convencido de que al hombre le es dado encontrar la verdad y lo verosímil o probable, porque esto se percibe con la misma facultad que lo verdadero. Por consiguiente, la práctica de argumentar sobre cuestiones que pueden ser también de otra manera no es una actividad frustrante y sin futuro, sino que puede ser sometida a teorización y sistemático estudio teórico-práctico, pues de hecho los hombres aciertan y alcanzan sus propósitos valiéndose de sus discursos retóricos persuasivos, unos improvisándolos y otros habituándose conscientemente a pronunciarlos de una determinada y eficaz manera, y, si esto es así, nada impide hacer de esta práctica un “arte” provisto de su propia metodología, sobre todo si la apoyamos en la ya constituida y sólida “arte dialéctica”.

Una vez la retórica controlada por la dialéctica, sometida al criterio, si no de la verdad, sí al menos de la verosimilitud, cuya contemplación en el fondo es propia de la misma facultad que permite la contemplación de la verdad y supone la misma actividad que ejerce el habituado a rastrear lo verdadero, nada impide ya que la retórica sea moral. Podrá no serlo si se usa mal, como ocurre con todo bien salvo la virtud, que puede ser empleado bien o mal, pero existen ya controles de moralidad sobre la retórica. Platón ya podía estar tranquilo: es posible un arte

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