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Las Preguntas De La Vida


Enviado por   •  19 de Noviembre de 2012  •  7.981 Palabras (32 Páginas)  •  658 Visitas

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VIVIR JUNTOS

Nadie llega a convertirse en humano si está solo: nos hacemos humanos los unos a los otros. Nuestra humanidad nos la han «contagiado»: ¡es una enfermedad mortal que nunca hubiéramos desarrollado si no fuera por la proximidad de nuestros semejantes! Nos la pasaron boca a boca, por la palabra, pero antes aún por la mirada: cuando todavía estamos muy lejos de saber leer, ya leemos nuestra humanidad en los ojos de nuestros padres o de quienes en su lugar nos prestan atención. Es una mirada que contiene amor,

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preocupación, reproche o burla: es decir, significados. Y que nos saca de nuestra insignificancia natural para hacernos humanamente significativos. Uno de los autores contemporáneos que con mayor sensibilidad ha tocado el tema, Tzvetan Todorov, lo expresa así: «El niño busca captar la mirada de su madre no solamente para que ésta acuda a alimentarle o reconfortarle, sino porque esa mirada en sí misma le aporta un complemento indispensable: le confirma en su existencia. [...] Como si supieran la importancia de ese momento -aunque no es así-, el padre o la madre y el hijo pueden mirarse durante largo rato a los ojos; esta acción sería completamente excepcional en la edad adulta, cuando una mirada mutua de más de diez segundos no puede significar más que dos cosas: que las dos personas van a batirse o a hacer el amor»30.

Siendo como somos en cuanto humanos fruto de ese contagio social, resulta a primera vista sorprendente que soportemos nuestra sociabilidad con tanto desasosiego. No seríamos lo que somos sin los otros pero nos cuesta ser con los otros. La convivencia social nunca resulta indolora. ¿Por qué? Quizá precisamente porque es demasiado importante para nosotros, porque esperamos o tememos demasiado de ella, porque nos fastidia necesitarla tanto. Durante un brevísimo período de tiempo cada ser humano cree ser Dios o por lo menos el rey de su diminuto universo conocido: el seno materno aparece para calmar el hambre (casi siempre en forma de biberón), manos cariñosas responden a nuestros lloros para secarnos, refrescarnos o calentarnos, para darnos compañía. Hablo de los afortunados, porque hay niños cuyo destino atroz les niega incluso este primer paraíso de ilusoria omnipotencia. Pero nuestro reinado acaba pronto, incluso en los casos menos desdichados. Pronto tenemos que asumir que esos seres de quienes tanto dependemos tienen su propia voluntad, que no siempre consiste en obedecer a la nuestra. Un día lloramos y mamá tarda en venir; eso nos anuncia y nos prepara a la fuerza para otro día más lejano, el día en que lloraremos y mamá ya no volverá.

La filosofía y la literatura contemporáneas abundan en lamentos sobre la carga que nos impone vivir en sociedad, las frustraciones que acarrea nuestra condición social y los preservativos que podemos utilizar para padecerlas lo menos posible. En su drama A puerta cerrada, Jean-Paul Sartre acuñó una sentencia célebre, luego mil veces repetida: «El infierno son los demás». Según eso, el paraíso sería la soledad o el aislamiento (que por cierto distan mucho de ser lo mismo). El tema de la «incomunicación» aparece también de las más diversas formas en obras de pensamiento, novelas, poemas, etcétera. A veces es una queja por la pérdida de una comunidad de sentido que supuestamente existía en las sociedades tradicionales y que el individualismo moderno ha desmoronado; pero en otros casos parece provenir más bien de ese mismo individualismo, que se considera incomprendido por los demás en lo que tiene de único e irreductiblemente «especial». Otros autores deploran o se rebelan contra las limitaciones que la convivencia en sociedad impone a nuestra libertad personal: ¡nunca somos lo que realmente queremos ser, sino lo que los otros exigen que seamos! Y algunos plantean estrategias vitales para que lo colectivo no devore totalmente nuestra intimidad: colaboremos con la sociedad en tanto nos resulte beneficioso y sepamos disociarnos de ella cuando nos parezca oportuno. A fin de cuentas, como dijo en una ocasión la emprendedora Mrs. Thatcher, la sociedad es una entelequia y los únicos que existen verdaderamente son los individuos...

A favor de estas protestas y recelos abundan los argumentos aceptables. Las sociedades modernas de masas tienden a despersonalizar las relaciones humanas, haciéndolas apresuradas y burocráticas, es decir muy «frías» si se las compara con la «calidez» inmediata de las antiguas comunidades, menos reguladas, menos populosas y más homogéneas. En cambio crece la posibilidad de control gubernamental o simplemente social sobre las conductas individuales, cada vez más vigiladas y obligadas a someterse a ciertas normas comunes... ¡aunque esta última forma de tiranía nunca ha faltado tampoco en las pequeñas comunidades premodernas! Pese a tanto control, demasiados ciudadanos conocen muy pocas ventajas de la vida en común y padecen miseria o abandono. Por encima de todo, nuestro siglo ha conocido ejemplos espeluznantes del terror totalitario que pueden ejercer sobre las personas los colectivismos dictatoriales. Tantas adversidades pueden hacer olvidar hasta qué punto la sociabilidad no es simplemente un fardo ajeno que se impone a nuestra autonomía sino una exigencia de nuestra condición humana sin la cual nos sería imposible desarrollar esa autonomía misma de la que nos sentimos tan justificadamente celosos. Sin querer llevarle la contraria a Mrs. Thatcher, parece evidente que las sociedades no son simplemente un acuerdo más o menos temporal, más o menos conveniente, al que llegan individuos racionales y autónomos, sino que por el contrario los individuos racionales y autónomos son productos excelentes de la evolución histórica de las sociedades, a cuya transfor-mación contribuyen luego a su vez. ¿Cómo podría ser de otro modo?

¿Son los demás el infierno? Sólo en tanto que pueden hacernos la vida infernal al revelarnos -a veces poco consideradamente- las fisuras del sueño libertario de omnipotencia que nuestra inmadurez

30 La vida en común, de T. Todorov, trad. de H. Subirats, Madrid, Taurus.

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autocomplaciente gusta de imaginar. ¿Vivimos necesariamente incomunicados? Desde luego, si por «comunicación» entendemos el que los demás nos interpreten espontáneamente

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