Meditaciones Metafisicas Descartes
diegorocha71015 de Noviembre de 2012
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PRIMERA DE LAS MEDITACIONES SOBRE LA METAFÍSICA, EN LAS QUE SE DEMUESTRA LA
EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO
Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como
verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que después
construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar
de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y
permanente; con todo, parecía ser esto un trabajo inmenso, y esperaba yo una edad
que fuese tan madura que no hubiese de sucederle ninguna más adecuada para
comprender esa tarea. Por ello, he dudado tanto tiempo, que sería ciertamente
culpable si consumo en deliberaciones el tiempo que me resta para intentarlo. Por
tanto, habiéndome desembarazado oportunamente de toda clase de preocupaciones, me he procurado un reposo tranquilo en apartada soledad, con el fin de
dedicarme en libertad a la destrucción sistemática de mis opiniones.
Para ello no será necesario que pruebe la falsedad de todas, lo que quizá
nunca podría alcanzar; sino que, puesto que la razón me persuade a evitar dar fe
no menos cuidadosamente a las cosas que no son absolutamente seguras e indudables que a las abiertamente falsas, me bastará para rechazarlas todas encontrar en
cada una algún motivo de duda. Así pues, no me será preciso examinarlas una por
una, lo que constituiría un trabajo infinito, sino que atacaré inmediatamente los
principios mismos en los que se apoyaba todo lo que creí en un tiempo, ya que,
excavados los cimientos, se derrumba al momento lo que está por encima edificado.
Todo lo que hasta ahora he admitido como absolutamente cierto lo he
percibido de los sentidos o por los sentidos; he descubierto, sin embargo, que éstos
engañan de vez en cuando y es prudente no confiar nunca en aquellos que nos han
engañado aunque sólo haya sido por una sola vez. Con todo, aunque a veces los
sentidos nos engañan en lo pequeño y en lo lejano, quizás hay otras cosas de las
que no se puede dudar aun cuando las recibamos por medio de los mismos, como,
por ejemplo, que estoy aquí, que estoy sentado junto al fuego, que estoy vestido
con un traje de invierno, que tengo este papel en las manos y cosas por el estilo.
¿Con qué razón se puede negar que estas manos y este cuerpo sean míos? A no ser
que me asemeje a no sé qué locos cuyos cerebros ofusca un pertinaz vapor de tal
manera atrabiliario que aseveran en todo momento que son reyes, siendo en realidad pobres, o que están vestidos de púrpura, estando desnudos, o que tienen una
jarra en vez de cabeza, o que son unas calabazas, o que están creados de vidrio;
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pero ésos son dementes, y yo mismo parecería igualmente más loco que ellos si me
aplicase sus ejemplos.
Perfectamente, como si yo no fuera un hombre que suele dormir por la
noche e imaginar en sueños las mismas cosas y a veces, incluso, menos verosímiles
que esos desgraciados cuando están despiertos. ¡Cuán frecuentemente me hace
creer el reposo nocturno lo más trivial, como, por ejemplo, que estoy aquí, que
llevo puesto un traje, que estoy sentado junto al fuego, cuando en realidad estoy
echado en mi cama después de desnudarme! Pero ahora veo ese papel con los ojos
abiertos, y no está adormilada esta cabeza que muevo, y consciente y sensiblemente extiendo mi mano, puesto que un hombre dormido no lo experimentaría
con tanta claridad; como si no me acordase de que he sido ya otras veces engañado
en sueños por los mismos pensamientos. Cuando doy más vueltas a la cuestión veo
sin duda alguna que estar despierto no se distingue con indicio seguro del estar
dormido, y me asombro de manera que el mismo estupor me confirma en la idea
de que duermo.
Pues bien: soñemos, y que no sean, por tanto, verdaderos esos actos particulares; como, por ejemplo, que abrimos los ojos, que movemos la cabeza, que extendemos las manos; pensemos que quizá ni tenemos tales manos ni tal cuerpo. Sin
embargo, se ha de confesar que han sido vistas durante el sueño como unas ciertas
imágenes pintadas que no pudieron ser ideadas sino a la semejanza de cosas
verdaderas y que, por lo tanto, estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las
manos y todo el cuerpo) existen, no como cosas imaginarias, sino verdaderas;
puesto que los propios pintores ni aun siquiera cuando intentan pintar las sirenas y
los sátiros con las formas más extravagantes posibles, pueden crear una naturaleza
nueva en todos los conceptos, sino que entremezclan los miembros de animales
diversos; incluso si piensan algo de tal manera nuevo que nada en absoluto haya
sido visto que se le parezca ciertamente, al menos deberán ser verdaderos los colores con los que se componga ese cuadro. De la misma manera, aunque estos órganos generales (los ojos, la cabeza, las manos, etc.) puedan ser imaginarios, se habrá
de reconocer al menos otros verdaderos más simples y universales, de los cuales
como de colores verdaderos son creadas esas imágenes de las cosas que existen en
nuestro conocimiento, ya sean falsas, ya sean verdaderas.
A esta clase parece pertenecer la naturaleza corpórea en general en su extensión, al mismo tiempo que la figura de las cosas extensas. La cantidad o la magnitud y el número de las mismas, el lugar en que estén, el tiempo que duren, etc.
En consecuencia, deduciremos quizá sin errar de lo anterior que la física, la
astronomía, la medicina y todas las demás disciplinas que dependen de la consideración de las cosas compuestas, son ciertamente dudosas, mientras que la aritmé-
tica, la geometría y otras de este tipo, que tratan sobre las cosas más simples y
absolutamente generales, sin preocuparse de si existen en realidad en la naturaleza
o no, poseen algo cierto e indudable, puesto que, ya esté dormido, ya esté despierto, dos y tres serán siempre cinco y el cuadrado no tendrá más que cuatro lados; y
no parece ser posible que unas verdades tan obvias incurran en sospecha de
falsedad.
No obstante, está grabada en mi mente una antigua idea, a saber, que existe
un Dios que es omnipotente y que me ha creado tal como soy yo. Pero, ¿cómo
puedo saber que Dios no ha hecho que no exista ni tierra, ni magnitud, ni lugar,
creyendo yo saber, sin embargo, que todas esas cosas no existen de otro modo que
como a mí ahora me lo parecen? ¿E incluso que, del mismo modo que yo juzgo que
se equivocan algunos en lo que creen saber perfectamente, así me induce Dios a
errar siempre que sumo dos y dos o numero los lados del cuadrado o realizo cualquier otra operación si es que se puede imaginar algo más fácil todavía? Pero quizá
Dios no ha querido que yo me engañe de este modo, puesto que de él se dice que
es sumamente bueno; ahora bien, si repugnase a su bondad haberme creado de tal
suerte que siempre me equivoque, también parecería ajeno a la misma permitir que
me engañe a veces; y esto último, sin embargo, no puede ser afirmado.
Habrá quizás algunos que prefieran negar a un Dios tan potente antes que
suponer todas las demás cosas inciertas; no les refutemos, y concedamos que todo
este argumento sobre Dios es ficticio; pero ya imaginen que yo he llegado a lo que
soy por el destino, ya por casualidad, ya por una serie continuada de cosas, ya de
cualquier otro modo, puesto que engañarse y errar parece ser una cierta imperfección, cuanto menos potente sea el creador que asignen a mi origen, tanto más
probable será que yo sea tan imperfecto que siempre me equivoque. No sé qué
responder a estos argumentos, pero finalmente me veo obligado a reconocer que
de todas aquellas cosas que juzgaba antaño verdaderas no existe ninguna sobre la
que no se pueda dudar, no por inconsideración o ligereza, sino por razones fuertes
y bien meditadas. Por tanto, no menos he de abstenerme de dar fe a estos
pensamientos que a los que son abiertamente falsos, si quiero encontrar algo cierto.
Con todo, no basta haber hecho estas advertencias, sino que es preciso que
me acuerde de ellas; puesto que con frecuencia y aun sin mi consentimiento vuelven mis opiniones acostumbradas y atenazan mi credulidad, que se halla como
ligada a ellas por el largo y familiar uso; y nunca dejaré de asentir y confiar
habitualmente en ellas en tanto que las considere tales como son en realidad, es
decir, dudosas en cierta manera, como ya hemos demostrado anteriormente, pero,
con todo, muy probables, de modo que resulte mucho más razonable creerlas que
negarlas. En consecuencia, no actuaré mal, según confío, si cambiando todos mis
propósitos me engaño a mí mismo y las considero algún tiempo absolutamente
falsas e imaginarias, hasta que al fin, una vez equilibrados los prejuicios de uno y
otro lado, mi juicio no se vuelva a apartar nunca de la recta percepción de las cosas
por una costumbre equivocada; ya que estoy seguro de que no se seguirá de esto
ningún peligro de error,
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