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Pico Della Mirandolla

ItziaPrinceza11 de Febrero de 2013

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que todo lo consume, de inmediato nos insuflaremos el aspecto seráfico. Sobre el Trono,

es decir, sobre el justo juez, está Dios: Juez de los siglos. Por arriba del Querubín, esto

es, por encima de quien contempla, vuela Dios que, como incubándolo, lo abriga. El

espíritu de nuestro Señor «se mueve sobre las aguas», aguas, digo, que están sobre los

cielos y que, como está escrito en Job (4), alaban a Dios con himnos antelucanos. El

serafín, esto es, quien ama, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son uno solo.

El poder de los Tronos es inmenso y lo alcanzaremos con el amor.

Pero ¿es posible juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que lo

visitó y confesó a su pueblo, como juez, lo que había visto en el monte. He aquí por

qué, en el medio, está siempre el Querubín, quien con su luz nos entrega la llama

seráfica y, a la vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.

Esto es lo que se anuda en las primeras mentes; el orden paládico preside la

filosofía contemplativa y esto es lo que primeramente debemos imitar, buscar y

aceptar para que así podamos ser arrebatados a las cimas del amor y bajar, prudentes y

preparados, para afrontar los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser

modelada sobre la vida querubínica, el precio de esta operación es éste: tener claramente

ante los ojos en qué consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras.

Siéndonos esto inalcanzable somos carne y nos apetecen las cosas terrenas; apoyémonos

en los antiguos Padres, los cuales pueden ofrecernos un contundente y fecundo

testimonio de tales cosas, para ello familiares y allegadas.

Interroguemos al apóstol Pablo, recipiente de elección, qué hicieron los ejércitos de

querubines cuando él mismo fue arrebatado al tercer cielo. Como interpreta Dionisio,

nos contestará que se purificaban; y una vez iluminados, se volvían perfectos.

Nosotros también, remedando en la tierra la vida querubínica, conteniendo

con la fuerza moral la impetuosidad de las pasiones, disipando la obnubilación

mental con la dialéctica, purifiquemos el alma, quitémosle las manchas de la ignorancia

y de la corrupción, para que no se desaten los afectos ni deleite la razón.

Así compuesta y purificada el alma, demos a conocer la luz de la filosofía natural, y

llevémosla finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.

Más allá de nuestros Padres, indaguemos también al patriarca Job, cuya imagen brilla

tallada en el cielo de la gloria.

El sabio patriarca nos enseñará que mientras dormía en el mundo terreno, velaba en el

reino de los cielos. y mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas) nos

enseña que hay escaleras que suben de la profundidad de la tierra al sublime cielo,

distinguidas en una serie de muchos escalones: allá, en el cenit, donde se aposenta el

Señor, mientras suben y bajan los ángeles contempladores. Y si nuestro deber es hacer

lo mismo imitando la vida de los ángeles, ¿quién osará, pregunto, tocar las escaleras del

10Señor con los pies impuros o con las manos sin lavar? Según los Misterios, al impuro le

está vedado tocar lo que es puro.

¿Pero qué son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte vil con que

se apoya en la materia como en el desnudo suelo: y yo la entiendo como el instinto que

alimenta y ceba, alimento de los deseos y maestro de sensual predisposición. ¿Y por qué

llamaremos manos del alma a lo irascible que, esclavo de los apetitos, por ellos combate

como un soldado, y rapaz, bajo el polvo y el sol, escamotea lo que el alma habrá de

gozar adormilándose en la sombra? Para no ser expulsados de la escalera por soeces o

profanos, lavemos con la moral los pies y las manos, es decir, toda la parte sensible

en que tienen su espacio las lisonjas corporales que, como bien se acusa, atrapan el alma

por el cuello. Lavémoslas como en agua corriente.

Es cierto, esto tampoco será suficiente para volverse compañero de los ángeles que

rondan por la escala de Jacob si primero no hemos sido bien educados y habilitados para

movernos con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin

estorbar su tránsito. Cuando hayamos logrado esto con el arte retórico y racional, y ya

imbuidos por el espíritu del querubín, filosofando según los escalones de la escalera,

esto es, de la naturaleza, y escudriñando todo desde el centro y enderezando todo al

centro, tanto descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple

-como Osiris (5)-, tanto nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo

uno, como los miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que

como se sabe, sentado mira desde la cúspide, nos consumaremos en la felicidad

teológica.

Y recurramos al justo Job, que antes de ser insuflado de la vida hizo un pacto con el

Dios de la vida, y preguntémosle qué es lo que el Sumo Dios prefiere sobre todo en esos

millones de ángeles que están juntos a él: «La paz», responderá sin dudas, según lo que

se lee en su propio libro: «(Dios es) Aquel que hace la paz en lo alto de los cielos».

Y como el orden medio interpreta los preceptos del orden superior para ser captados por

los inferiores, las palabras del sublime Job nos sean interpretadas por el filósofo

Empédocles (6). Éste, como lo testimonian sus escritos, simboliza con el odio y con el

amor, esto es, con la guerra y con la paz, las naturalezas del alma humana, por las cuales

somos llevados hacia al cielo o precipitados a los infiernos. Y él, arrebatado en esa

lucha y discordia, como si de un loco se tratara, se duele de ser arrastrado al abismo,

lejos de los dioses.

Grande es, sin duda, oh Padres, la desavenencia en nosotros; nuestras intensas luchas

internas son peores que las peores guerras civiles. Si queremos huir de ellas y obtener

esa paz que nos lleva a lo alto entre los elegidos del Señor, debemos apelar a la filosofía

moral; sólo ella podrá tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre

establece una paz con sus enemigos y controla los inestables tumultos de la bestia

multiforme y el ímpetu, el furor y el asalto del león. Pero, si necesitados de nuestro

bienestar, deseamos la seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y sin dudas satisfará

abundantemente nuestros votos: desaparecidas ya la una y la otra bestia, como víctimas

inmoladas, entre la carne y el espíritu se sellará un pacto inviolable de paz santísima.

11Así, la dialéctica neutralizará los desórdenes de la razón mortificada tortuosamente por

las pugnas entre las palabras y los silogismos insidiosos. La filosofía natural calmará las

opiniones confrontadas y las divergencias que separan y lastiman de las más extrañas

maneras a las almas inquietas. Pero esa tranquilidad estará apoyada en el recuerdo de

aquello que sostuvo Heráclito (7) acerca de que la naturaleza es engendrada por la

guerra; por ello, Homero la llama: "contienda".

Por lo tanto, la santísima teología no puede brindarlos una verdadera quietud y

otorgarnos el don de una permanente paz, ni don ni privilegio. Sí, en cambio, nos

mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de guía, y ésta, viéndonos llegar, de lejos nos

gritará: «Venid a mí, vosotros que estáis cansados. Venid y os restauraré. Venid a mí y

os otorgaré la paz que no pueden daros el mundo ni la naturaleza».

Y así, respondiendo a esos suaves llamados, tan benignamente invitados, con los alados

pies de Mercurio, volaremos hacia los brazos de la beatísima madre, y allí, de

la ansiada paz gozaremos; paz santísima, unión eterna, amistad concordante por la

cual todos los seres animados no sólo coinciden en esa Mente celestial y única que está

por encima de toda mente, sino que además, de un modo sublime se confunden en uno

sólo. Esta es la forma de amistad que los pitagóricos llamaron el propósito de toda

filosofía. Esta es la paz que Dios predica en su morada y que permite a los ángeles

descender a la Tierra y anunciar a los hombres de buena voluntad para que también

ellos, los hombres, asciendan al cielo por ella y se vuelvan ángeles.

Auguremos, por lo tanto, esta paz a los amigos. Auguremos también esta paz a nuestro

siglo. Fomentemos su prédica en todos nuestros actos, invoquémosla para nuestra alma,

para que ella se vuelva así morada de Dios; para que, expulsada con la moral y con la

dialéctica se adorne con toda la filosofía como un ornamento palaciego, corone el

frontispicio de las puertas con la aureola de la teología, de modo que así descienda

sobre ella el Rey de la gloria y, viniendo con el Padre, ponga mansión con ella.

Y si el alma del hombre es digna de tal huésped, ya que la bondad de Él es infinita,

revestida de oro como de túnica nupcial y de la múltiple variedad de las ciencias,

acogerá el espléndido huésped no ya como huésped, sino como a un esposo y, con tal de

no ser de Él separada,

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