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Enviado por   •  21 de Marzo de 2013  •  2.890 Palabras (12 Páginas)  •  277 Visitas

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Los tres estados del capital cultural*

Pierre Bourdieu

a condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis

indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan

niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios

específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado

escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este

punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que

considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las

teorías de “capital humano”.1

Los economistas tienen el aparente mérito de plantear explícitamente la cuestión de la

relación entre las tasas de rendimiento aseguradas por la inversión educativa y la

inversión económica (y de su evolución). A pesar de que su medición del rendimiento

escolar sólo toma en cuenta las inversiones y las ganancias monetarias (o directamente

convertibles en dinero), como los gastos que conllevan los estudios y el equivalente en

dinero del tiempo destinado al estudio, no pueden dar cuenta de las partes relativas que

los diferentes agentes o clases otorgan a la inversión económica y cultural, porque no

toman en cuenta, sistemáticamente, la estructura de oportunidades diferenciales del

beneficio que les es prometido por los diferentes mercados, en función del volumen y

de la estructura de su patrimonio. (Ver en particular G.S. Becher, Human Capital, New

York, Columbia University Press, 1964).

Además, al dejar de reubicar las estrategias de inversión escolar en el conjunto de las

estrategias educativas y en el sistema de las estrategias de la reproducción, se condenan a dejar

escapar, por una paradoja necesaria, las más oculta y la más determinada socialmente de las

inversiones educativas, a saber, la transmisión del capital cultural.

Sus interrogantes sobre la relación entre la “aptitud” (ability) por los estudios y la

inversión de estudios, demuestran que ignoran que la “aptitud” o el “don” es también

el producto de una inversión en tiempo y capital cultural (Id., p. 63-66). Y se entiende

entonces, que al evaluar los beneficios de la inversión escolar, sólo se pueden interrogar

sobre la rentabilidad de los gastos educativos para la “sociedad” en su conjunto (social

rate of return) (Id., p. 121), o sobre la contribución de la educación a la “productividad

nacional” (The social gain of education as measured by its effects on nacional

productivity) (Id., p.155).

Esta definición, típicamente funcionalista de las funciones de la educación, que ignora

la contribución que el sistema de enseñanza aporta a la reproducción de la estructura

social, al sancionar la transmisión hereditaria del capital cultural se encuentra de hecho

comprometida, desde su origen, con una definición del “capital humano”, la cual a

pesar de sus connotaciones “humanistas”, no escapa a un economicismo e ignora que el

rendimiento de la acción escolar depende del capital cultural previamente invertido por

la familia. Desconoce también que el rendimiento económico y social del título escolar,

depende del capital social, también heredado, y que puede ponerse a su servicio.

* Tomado de Actes de la Recherche en Sciences Sociales¸ 30 de noviembre de 1979. Traducción de

Mónica Landesmann. Texto extraído de: Bourdieu, Pierre, “Los Tres Estados del Capital Cultural”, en

Sociológica, UAM- Azcapotzalco, México, núm 5, pp. 11-17.

1 Hablar de los conceptos a través de ellos mismos en vez de hacerlos funcionar, siempre lo expone a uno

a ser esquemático y formal, es decir, “teórico” en el sentido más corriente de este término, y el más

comúnmente aprobado.

L

El capital cultural puede existir bajo tres formas: en el estado incorporado, es decir, bajo la

forma de disposiciones duraderas del organismo; en el estado objetivado, bajo la forma de

bienes culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, maquinaria, los cuales son la

huella o la realización de teorías o de críticas a dichas teorías, y de problemáticas, etc., y

finalmente en el estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular, porque

tal como se puede ver con el titulo escolar, confiere al capital cultural —que supuestamente

debe de garantizar— las propiedades totalmente originales.

El estado incorporado

La mayor parte de las propiedades del capital cultural puede deducirse del hecho de que en su

estado fundamental se encuentra ligado al cuerpo y supone la incorporación. La acumulación

del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de

inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido

personalmente por el “inversionista” (al igual que el bronceado, no puede realizarse por

poder2): El trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del “sujeto” sobre sí mismo

(se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformador en ser, una propiedad

hecha cuerpo que se convierte en una parte integrante de la “persona”, un hábito.3 Quien lo

posee ha pagado con su “persona”, con lo que tiene de más personal: su tiempo. Este capital

“personal” no puede ser transmitido instantáneamente (a diferencia del dinero, del título de

propiedad y aún de nobleza) por el don o por la transmisión hereditaria, la compra o el

intercambio. Puede adquirirse, en lo esencial, de manera totalmente encubierta e inconciente y

queda marcado por sus condiciones primitivas de adquisición; no puede acumularse más allá de

las capacidades de apropiación de un agente en particular; se debilita y muere con su portador

(con sus capacidades biológicas, su memoria, etc.). Por estar ligado de múltiples maneras a la

persona, a su singularidad biológica, y por ser objeto de una transmisión hereditaria siempre

altamente encubierta y hasta invisible, constituye un desafío para todos aquellos que apliquen la

vieja y persistente distinción que hacían los juristas griegos entre las propiedades heredadas

(tapatroa) y las adquiridas (epikte ‘ra) —es decir, agregadas por el propio individuo a su

patrimonio hereditario de manera que alcance a acumular los prestigios de la propiedad innata y

los méritos de la adquisición. De allí que este capital cultural presenta un más alto grado de

encubrimiento que el capital económico, por lo que está predispuesto a funcionar como capital

simbólico, es decir desconocido y reconocido, ejerciendo un efecto de (des)conocimiento, por

ejemplo sobre el mercado matrimonial o el mercado de bienes culturales en los que el capital

económico no está plenamente reconocido.

2 De allí, de que todas las medidas del capital cultural, las más exactas sean las medidas de referencia a

tiempo de adquisición, a condición, por supuesto, de no reducirlo al tiempo de escolarización y de tomar

en cuenta la prima de educación familiar dándole un valor positivo (correspondiente al valor del tiempo

ganado, de avance) o negativo (correspondiente al tiempo perdido, y duplicado, puesto que habrá que

gastar tiempo para corregir los efectos) según su distancia respecto a las exigencias del mercado escolar.

(¿Es necesario preguntar, a fin de evitar todo malentendido, que esta propuesta no implica ningún

reconocimiento del valor de los veredictos escolares y sólo consiste en registrar la relación que establece

en los hechos, entre un cierto capital cultural y las leyes del mercado escolar?) Quizá no sea inútil

recordar que algunas disposiciones afectadas por un valor negativo en el mercado escolar, pueden tener un

valor altamente positivo sobre otros mercados y primero, por supuesto, en las relaciones internas a la

clase.

3 De allí que la utilización o la explotación del capital cultural meta en problemas peculiares a los

detentadores del capital económico o político, trátese de mecenas privados, o bien, en el otro extremo, de

patrones empresarios que emplean “cuadros” dotados de una específica competencia cultural (sin

referirnos ya a los nuevos mecenas de Estado): ¿Cómo comprar este capital estrechamente unido a la

persona, sin comprarla a ella, si eso ocasiona privarse del efecto de disimulación de la dependencia?

¿Cómo concentrar el capital —cuestión necesaria para ciertas empresas— sin concentrar a sus portadores,

si de ello resultan consecuencias rechazadas de antemano?

La economía de las grandes colecciones de pintura, de las grandes fundaciones culturales, así

como la economía de la beneficencia, de la generosidad y del legado, descansan sobre

propiedades del capital cultural que los economistas no pueden explicar. Por su naturaleza, al

economicismo se le escapa la alquimia propiamente social por la que el capital económico se

transforma en capital simbólico, capital denegado o más bien desconocido. Paradójicamente

también ignora la lógica propiamente simbólica de la distinción que asegura provechos

materiales y simbólicos a los poseedores de un fuerte capital cultural, quienes reciben un valor

de escasez según su posición en la estructura de la distribución del capital cultural (en ultimo

análisis, este valor de escasez se basa en el principio de que no todos los agentes tienen los

medios económicos y culturales para permitir a sus hijos proseguir sus estudios, más allá de un

mínimo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo menos valorada en un momento

dado).

Sin duda, en la lógica de la transmisión del capital cultural es donde reside el principio más

poderoso de la eficacia ideológica de este tipo de capital.

Por una parte se sabe que la apropiación del capital cultural objetivado —y por lo tanto, el

tiempo necesario para realizarla— depende principalmente del capital cultural incorporado al

conjunto de la familia, incorporación que se da mediante el efecto Arrow generalizado4 y todas

las formas de transmisión implícita, entre otras cosas. Por otra parte, se sabe que la

acumulación inicial de capital cultural, condición de acumulación rápida y fácil de cualquier

tipo de capital cultural útil, comienza desde su origen, sin retraso ni pérdida de tiempo, sólo

para las familias dotadas con un fuerte capital cultural. En este caso, el tiempo de acumulación

comprende la totalidad del tiempo de socialización. De allí que la transmisión del capital

cultural sea sin duda la forma mejor disimulada de transmisión hereditaria de capital y, por lo

mismo, su importancia relativa en el sistema de las estrategias de la reproducción es mayor, en

la medida en que las formas directas y posibles de transmisión tienden a ser más fuertemente

censuradas y controladas.

Inmediatamente se ve que es a través del tiempo necesario para la adquisición como se

establece el vínculo entre el capital económico y el capital cultural. Efectivamente, las

diferencias entre el capital cultural de una familia, implican diferencias, primero, en la

precocidad del inicio de la transmisión y acumulación, teniendo por límite la plena utilización

de la totalidad del tiempo biológico disponible, siendo el tiempo libre máximo puesto al

servicio del capital cultural máximo. En segundo término, implica diferencias en la capacidad

de satisfacer las exigencias propiamente culturales de una empresa de adquisición prolongada.

Además y correlativamente, el tiempo durante el que un individuo puede prolongar su esfuerzo

de adquisición, depende del tiempo libre que su familia le puede asegurar, de decir, liberar de la

necesidad económica, como condición de la acumulación inicial.

El estado objetivado

El capital cultural en su estado objetivado posee un cierto número de propiedades que se

definen solamente en su relación con el capital cultural en su forma incorporada. El capital

cultural objetivado en apoyos materiales —tales como escritos, pinturas, monumentos, etc.—,

es transmisible en su materialidad.

4 Lo que yo llamo el efecto Arrow generalizado, es el hecho de que el conjunto de los bienes culturales,

cuadros, monumentos, máquinas, objetos labrados, y en particular, todos aquellos que forman parte del

ambiente natal, ejercen por su sola existencia, un efecto educativo; es sin duda uno de los factores

estructurales de la explosión escolar, en el sentido en que el crecimiento de la cantidad de capital cultural

acumulado en el estado objetivo incrementa a su vez, la acción educativa que ejerce automáticamente en

el medio ambiente. Si además de esto, el capital cultural incorporado crece constantemente, se puede ver

cómo, en cada generación, lo que el sistema puede considerar como ya adquirido, se ha ido

incrementando.

Una colección de cuadros, por ejemplo, se transmite también como el capital económico, si no

es que mejor, ya que posee un nivel de eufemización superior que aquél. Pero lo que es

transmisible es la propiedad jurídica y no (o necesariamente) lo que constituye la condición de

la apropiación específica, es decir, la posesión de instrumentos que permiten consumir un

cuadro o bien utilizar una máquina, y que por ser una forma de capital incorporado, se someten

a las mismas leyes de transmisión.

Así los bienes culturales pueden ser objeto de una apropiación material que supone el capital

económico, además de una apropiación simbólica, que supone el capital cultural. De allí que el

propietario de los instrumentos de producción debe de encontrar la manera de apropiarse, o

bien del capital incorporado, que es la condición de apropiación específica, o bien de los

servicios de los poseedores de este capital: es suficiente tener el capital económico para tener

máquinas; para apropiárselas y utilizarlas de acuerdo con su destino específico (definido por el

capital científico y técnico que se encuentra en ellas incorporado) hay que disponer,

personalmente o por poder, del capital incorporado. Tal es sin duda el fundamento del estatuto

ambiguo de los “cuadros”: si se enfatiza el hecho de que no son los propietarios (en el sentido

estrictamente económico) de los medios de producción que utilizan, y que solamente sacan

provecho de su capital cultural vendiendo los servicios y los productos que les es posible, se les

ubica del lado de los dominados; si se insiste en el hecho de que se benefician con la utilización

de una forma particular de capital, son colocados del lado de los dominadores. Todo parece

indicar que en la medida en que se incrementa el capital cultural incorporado a los instrumentos

de producción (al igual que el tiempo incorporado necesario para adquirir los medios de

apropiárselo, o sea, para atender a su intención objetiva, su destino y su función) la fuerza

colectiva de los propietarios del capital cultural tendería a incrementarse, a menos de que los

dueños de la especie dominante del capital no estuvieran en condición de poner a competir a los

poseedores del capital cultural (éstos, además, tienen una inclinación a la competencia, dadas

las condiciones mismas de su selección y formación, particularmente en la lógica de la

competencia escolar y el concurso).

El capital cultural en su estado objetivado se presenta con todas las apariencias de un universo

autónomo y coherente, que, a pesar de ser el producto del actuar histórico, tiene sus propias

leyes trascendentes a las voluntades individuales, y que, como lo muestra claramente el ejemplo

de la lengua, permanece irreductible ante lo que cada agente o aún el conjunto de agentes puede

apropiarse (es decir, de capital cultural incorporado).

Sin embargo, hay que tener cuidado de no olvidar que este capital cultural solamente subsiste

como capital material y simbólicamente activo, en la medida en que es apropiado por agentes y

comprometido, como arma y como apuesta que se arriesga en las luchas cuyos campos de

producción cultural (campo artístico, campo científico, etc.) —y más allá, el campo de las

clases sociales— sean el lugar en donde los agentes obtengan los beneficios ganados por el

dominio sobre este capital objetivado, y por lo tanto, en la medida de su capital incorporado.5

El estado institucionalizado

La objetivación del capital cultural bajo la forma de títulos constituye una de las maneras de

neutralizar algunas de las propiedades que, por incorporado, tiene los mismos límites

biológicos que su contenedor. Con el título escolar —esa patente de competencia cultural que

confiere a su portador un valor convencional, constante y jurídicamente garantizado desde el

punto de vista de la cultura— la alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene

una autonomía relativa respecto a su portador y del capital cultural que él posee efectivamente

5 La mayoría de las veces la relación dialéctica entre el capital cultural objetivado, cuya forma por

excelencia es la escritura, y el capital incorporado, se ha reducido a una descripción exaltada de la

degradación del espíritu por la letra, de lo vivo por lo inerte, de la creación por la rutina, de la gracia por

la pesadez

en un momento dado; instituye el capital cultural por la magia colectiva, a la manera (según

Merleau Ponty) como los vivos instituyen sus muertos mediante los ritos de luto. Basta con

pensar en el concurso, el cual a partir del continuum de las diferencias infinitesimales entre sus

resultados, produce discontinuidades durables y brutales del todo y la nada, como aquello que

separa el último aprobado del primer reprobado, e instituye una diferencia esencial entre la

competencia estatutariamente reconocida y garantizada, y el simple capital cultural, al que se

le exige constantemente validarse. Se ve claramente en este caso, la magia del poder de

instituir, el poder de hacer ver y de hacer creer, o, en una palabra, reconocer.

No existe sino una frontera mágica, es decir impuesta y sostenida (a veces arriesgando la vida),

por la creencia colectiva (“verdad del lado de los Pirineos, error más allá de ellos”). Es la

misma diacrisis originaria la que instituye el grupo como realidad a la vez constante (es decir,

trascendente a los individuos), homogénea y diferente, mediante la institución (arbitraria y

desconocida en tanto tal) de una frontera jurídica que instituye los últimos valores del grupo,

aquellos que tienen como principio la creencia del grupo en su propio valor y que se definen en

oposición a los otros grupos.

Al conferirle un reconocimiento institucional al capital cultural poseído por un determinado

agente, el título escolar permite a sus titulares compararse y aun intercambiarse

(substituyéndose los unos por los otros en la sucesión). Y permite también establecer tasas de

convertibilidad entre capital cultural y capital económico, garantizando el valor monetario de

un determinado capital escolar. El título, producto de la conversión del capital económico en

capital cultural, establece el valor relativo del capital cultural del portador de un determinado

título, en relación a los otros poseedores de títulos y también, de manera inseparable, establece

el valor en dinero con el cual puede ser cambiado en el mercado de trabajo. La inversión

escolar sólo tiene sentido si un mínimo de reversibilidad en la conversión está objetivamente

garantizado. Dado que los beneficios materiales y simbólicos garantizados por el título escolar

dependen también de su escasez, puede suceder que las inversiones (en tiempo y esfuerzos)

sean menos rentables de lo esperable en el momento de su definición (o sea que la tasa de

convertibilidad del capital escolar y del capital económico sufrieron una modificación de

facto). Las estrategias de reconversión del capital económico en capital cultural, como factores

coyunturales de la explosión escolar y de la inflación de los títulos escolares, son determinadas

por las transformaciones de las estructuras de oportunidades del beneficio, aseguradas por los

diferentes tipos de capital.

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