Preguntas
21 de Marzo de 2013
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Los tres estados del capital cultural*
Pierre Bourdieu
a condición de capital cultural se impone en primer lugar como una hipótesis
indispensable para dar cuenta de las diferencias en los resultados escolares que presentan
niños de diferentes clases sociales respecto del éxito “escolar”, es decir, los beneficios
específicos que los niños de distintas clases y fracciones de clase pueden obtener del mercado
escolar, en relación a la distribución del capital cultural entre clases y fracciones de clase. Este
punto de partida significa una ruptura con los supuestos inherentes tanto a la visión común que
considera el éxito o el fracaso escolar como el resultado de las aptitudes naturales, como a las
teorías de “capital humano”.1
Los economistas tienen el aparente mérito de plantear explícitamente la cuestión de la
relación entre las tasas de rendimiento aseguradas por la inversión educativa y la
inversión económica (y de su evolución). A pesar de que su medición del rendimiento
escolar sólo toma en cuenta las inversiones y las ganancias monetarias (o directamente
convertibles en dinero), como los gastos que conllevan los estudios y el equivalente en
dinero del tiempo destinado al estudio, no pueden dar cuenta de las partes relativas que
los diferentes agentes o clases otorgan a la inversión económica y cultural, porque no
toman en cuenta, sistemáticamente, la estructura de oportunidades diferenciales del
beneficio que les es prometido por los diferentes mercados, en función del volumen y
de la estructura de su patrimonio. (Ver en particular G.S. Becher, Human Capital, New
York, Columbia University Press, 1964).
Además, al dejar de reubicar las estrategias de inversión escolar en el conjunto de las
estrategias educativas y en el sistema de las estrategias de la reproducción, se condenan a dejar
escapar, por una paradoja necesaria, las más oculta y la más determinada socialmente de las
inversiones educativas, a saber, la transmisión del capital cultural.
Sus interrogantes sobre la relación entre la “aptitud” (ability) por los estudios y la
inversión de estudios, demuestran que ignoran que la “aptitud” o el “don” es también
el producto de una inversión en tiempo y capital cultural (Id., p. 63-66). Y se entiende
entonces, que al evaluar los beneficios de la inversión escolar, sólo se pueden interrogar
sobre la rentabilidad de los gastos educativos para la “sociedad” en su conjunto (social
rate of return) (Id., p. 121), o sobre la contribución de la educación a la “productividad
nacional” (The social gain of education as measured by its effects on nacional
productivity) (Id., p.155).
Esta definición, típicamente funcionalista de las funciones de la educación, que ignora
la contribución que el sistema de enseñanza aporta a la reproducción de la estructura
social, al sancionar la transmisión hereditaria del capital cultural se encuentra de hecho
comprometida, desde su origen, con una definición del “capital humano”, la cual a
pesar de sus connotaciones “humanistas”, no escapa a un economicismo e ignora que el
rendimiento de la acción escolar depende del capital cultural previamente invertido por
la familia. Desconoce también que el rendimiento económico y social del título escolar,
depende del capital social, también heredado, y que puede ponerse a su servicio.
* Tomado de Actes de la Recherche en Sciences Sociales¸ 30 de noviembre de 1979. Traducción de
Mónica Landesmann. Texto extraído de: Bourdieu, Pierre, “Los Tres Estados del Capital Cultural”, en
Sociológica, UAM- Azcapotzalco, México, núm 5, pp. 11-17.
1 Hablar de los conceptos a través de ellos mismos en vez de hacerlos funcionar, siempre lo expone a uno
a ser esquemático y formal, es decir, “teórico” en el sentido más corriente de este término, y el más
comúnmente aprobado.
L
El capital cultural puede existir bajo tres formas: en el estado incorporado, es decir, bajo la
forma de disposiciones duraderas del organismo; en el estado objetivado, bajo la forma de
bienes culturales, cuadros, libros, diccionarios, instrumentos, maquinaria, los cuales son la
huella o la realización de teorías o de críticas a dichas teorías, y de problemáticas, etc., y
finalmente en el estado institucionalizado, como forma de objetivación muy particular, porque
tal como se puede ver con el titulo escolar, confiere al capital cultural —que supuestamente
debe de garantizar— las propiedades totalmente originales.
El estado incorporado
La mayor parte de las propiedades del capital cultural puede deducirse del hecho de que en su
estado fundamental se encuentra ligado al cuerpo y supone la incorporación. La acumulación
del capital cultural exige una incorporación que, en la medida en que supone un trabajo de
inculcación y de asimilación, consume tiempo, tiempo que tiene que ser invertido
personalmente por el “inversionista” (al igual que el bronceado, no puede realizarse por
poder2): El trabajo personal, el trabajo de adquisición, es un trabajo del “sujeto” sobre sí mismo
(se habla de cultivarse). El capital cultural es un tener transformador en ser, una propiedad
hecha cuerpo que se convierte en una parte integrante de la “persona”, un hábito.3 Quien lo
posee ha pagado con su “persona”, con lo que tiene de más personal: su tiempo. Este capital
“personal” no puede ser transmitido instantáneamente (a diferencia del dinero, del título de
propiedad y aún de nobleza) por el don o por la transmisión hereditaria, la compra o el
intercambio. Puede adquirirse, en lo esencial, de manera totalmente encubierta e inconciente y
queda marcado por sus condiciones primitivas de adquisición; no puede acumularse más allá de
las capacidades de apropiación de un agente en particular; se debilita y muere con su portador
(con sus capacidades biológicas, su memoria, etc.). Por estar ligado de múltiples maneras a la
persona, a su singularidad biológica, y por ser objeto de una transmisión hereditaria siempre
altamente encubierta y hasta invisible, constituye un desafío para todos aquellos que apliquen la
vieja y persistente distinción que hacían los juristas griegos entre las propiedades heredadas
(tapatroa) y las adquiridas (epikte ‘ra) —es decir, agregadas por el propio individuo a su
patrimonio hereditario de manera que alcance a acumular los prestigios de la propiedad innata y
los méritos de la adquisición. De allí que este capital cultural presenta un más alto grado de
encubrimiento que el capital económico, por lo que está predispuesto a funcionar como capital
simbólico, es decir desconocido y reconocido, ejerciendo un efecto de (des)conocimiento, por
ejemplo sobre el mercado matrimonial o el mercado de bienes culturales en los que el capital
económico no está plenamente reconocido.
2 De allí, de que todas las medidas del capital cultural, las más exactas sean las medidas de referencia a
tiempo de adquisición, a condición, por supuesto, de no reducirlo al tiempo de escolarización y de tomar
en cuenta la prima de educación familiar dándole un valor positivo (correspondiente al valor del tiempo
ganado, de avance) o negativo (correspondiente al tiempo perdido, y duplicado, puesto que habrá que
gastar tiempo para corregir los efectos) según su distancia respecto a las exigencias del mercado escolar.
(¿Es necesario preguntar, a fin de evitar todo malentendido, que esta propuesta no implica ningún
reconocimiento del valor de los veredictos escolares y sólo consiste en registrar la relación que establece
en los hechos, entre un cierto capital cultural y las leyes del mercado escolar?) Quizá no sea inútil
recordar que algunas disposiciones afectadas por un valor negativo en el mercado escolar, pueden tener un
valor altamente positivo sobre otros mercados y primero, por supuesto, en las relaciones internas a la
clase.
3 De allí que la utilización o la explotación del capital cultural meta en problemas peculiares a los
detentadores del capital económico o político, trátese de mecenas privados, o bien, en el otro extremo, de
patrones empresarios que emplean “cuadros” dotados de una específica competencia cultural (sin
referirnos ya a los nuevos mecenas de Estado): ¿Cómo comprar este capital estrechamente unido a la
persona, sin comprarla a ella, si eso ocasiona privarse del efecto de disimulación de la dependencia?
¿Cómo concentrar el capital —cuestión necesaria para ciertas empresas— sin concentrar a sus portadores,
si de ello resultan consecuencias rechazadas de antemano?
La economía de las grandes colecciones de pintura, de las grandes fundaciones culturales, así
como la economía de la beneficencia, de la generosidad y del legado, descansan sobre
propiedades del capital cultural que los economistas no pueden explicar. Por su naturaleza, al
economicismo se le escapa la alquimia propiamente social por la que el capital económico se
transforma en capital simbólico, capital denegado o más bien desconocido.
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