Trampas Del Progreso
elgriego121218 de Julio de 2013
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Ensayo de Willian Ospina.
UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA FACULTAD DE MEDICINA
ÁREA SALUD Y SOCIEDAD
SALUD Y SOCIEDAD I - PRIMER SEMESTRE
LAS TRAMPAS DEL PROGRESO
William Ospina
Reproducido con fines docentes de:
Es tarde para el hombre
Editorial Norma 1999
Es fama que cuando Sigmund Freud se enteró de que sus libros habían sido quemados por los nazis, exclamó: "¡Cuánto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí!”. En realidad el mundo no había avanzado; millones de hombres entraban en los hornos del fascismo, para convertirse en cenizas, y muchos otros iban siendo cambiados en escombros de humanidad por las prácticas de humillación y degradación de aquella ideología tan singularmente moderna. Las palabras de Freud quedarían como una gran ironía sobre su época, y el mundo saldría de los infiernos de la Segunda Guerra Mundial, a tratar de purificarse de sus males por el camino de encarnarlos en unos cuantos abominables demonios.
El siglo XIX, buen hijo del Renacimiento, de la Ilustración y de los otros racionalismos, había erigido al Progreso en el gran dogma de los tiempos modernos. Si algo no admitía réplica ni duda era la evidencia de que el mundo progresaba. La servidumbre era mejor que la esclavitud. El trabajo asalariado mejor que la servidumbre. Y al fondo de esas menguantes penurias se insinuaba el paraíso de la sociedad fraternal, último peldaño de un progreso que nos había arrancado de la condición animal para exaltarnos en la especie superior, administradora, como los marmorarios egipcios, “de los dones del Cielo, de la Tierra y del Nilo”. Los humanos éramos las criaturas superiores de la naturaleza, y ya liberados por la razón podíamos sentirnos, como había dicho Hamlet, semejantes a los ángeles y comparables a los dioses.
Es verdad que parecía haber una contradicción entre el carácter incesante de ese progreso en el pasado y la expectativa de un desenlace feliz que lo haría finalmente innecesario. Una vez alcanzada la sociedad ideal, ¿hacia dónde progresar? Pero la felicidad no es objeto de crítica. Quedaba aún demasiada desdicha en el mundo, y todas esas preguntas podían quedar para después.
La idea del progreso fue la luz del siglo XIX. En ella creyeron los necios y los sabios. Hegel era su portaestandarte. Los cañones de la Revolución Francesa habían sido sus clarines. La ciencia era la encargada de abrir y ampliar sus perspectivas. La técnica, de profundizarla. La industria, de hacerla evidente para todos. ¿Quién podía negar que nunca se habían descubierto tantas cosas, se habían inventado tantas, se había cambiado tanto el mundo?
Por supuesto que la idea no era nueva. No hay ideología que no se haya postulado en la historia como la gran conquista que supera y abruma todo lo anterior. El Cristianismo había superado la impiedad de los cultos paganos y de nada valieron las solitarias objeciones de Juliano el Apóstata. El sueño gibelino del Gran Imperio superaba las dispersiones y las estrecheces aldeanas de la Edad Media. El aristotelismo de Tomás de Aquino superaba al espiritualismo de Agustín. La edad de los descubrimientos había ensanchado el horizonte del hombre, y el hallazgo de América había completado la nueva idea del mundo. Incluso, la conquista de América había sido el ámbito perfecto para que la civilización occidental confirmara su sensación, no sólo de que existía el progreso sino de que ella era su impulsara y su guía. Progreso y desarrollo era lo que traían los pueblos civilizados a los salvajes buenos y malos de las nuevas tierras de Dios.
La historia, pues, había alimentado aquellas certezas, y el siglo XVIII acabó de afirmarlas. Por ello no deja de sonar extraño que en sus torbellinos de luz se alzaran a veces ciertas nubes oscuras. Contrasta con el optimismo de la Ilustración, que sería la fe de la Revolución, aquella frase de Voltaire:
Dejaremos al mundo tan malvado y
Estúpido
Como lo encontramos al llegar.
Contrasta también el espíritu de Swedenborg quien después de haber sido cultor de las ciencias instrumento del progreso y de sus guerras, derivó hacia la intemporalidad del misticismo y hacia la compleja postulación de una ética universal.
Pero esas lucideces y reticencias no podían contener el ímpetu de los tiempos, y la llegada de la Revolución Industrial instaló definitivamente al Progreso en uno de los tronos más firmes de la era moderna. Hasta Románticos como Víctor Hugo creyeron en él y lo exaltaron. Todo el que había sufrido alguna ofensa de la tradición podía encontrar en el progreso su vindicación y su venganza. Todo iba a cambiar; nada, por fortuna. sería como antes. Fue Rimbaud quien dijo: "Hay que ser absolutamente moderno". Es muy posible que creyera que su poesía era realmente ese manifiesto de la modernidad, ese progreso que dejaba atrás las "vieilles enormités crevées" de los clásicos. Pero pensar que hay progreso en el arte, en la música, en la poesía, es simplemente uno de los errores más extendidos y más dañinos de la crítica. De veras se cree a veces que a una obra de arte se la puede rechazar por no ser moderna, como otros piensan que se la puede rechazar por serlo. Pero estas actitudes desplazan la discusión estética a un terreno demasiado irreal. Lo que hace valiosa a una obra no es su actualidad sino su intemporalidad, su capacidad de tener sentido para gentes de muchas culturas y de muchas épocas distintas. Si alguien escribiera hoy como Homero o como Dante tendría que ser aceptado y apreciado, ya que el valor estético de una obra corresponde a su verdad interna, a su coherencia orgánica, y no se debe a ninguna condición exterior. Bien dijo Borges que los decorados voluntariamente modernos de los poemas de Apollinaire ya nos parecen anticuados, y en cambio las vislumbres y los sentimientos de Rilke, hombre que nunca se propuso ser moderno, siguen pareciéndonos actuales, es decir, eternos.
No hay progreso en el arte. Los dibujos de Picasso no son superiores ni más avanzados que los que hizo en las paredes el huésped de Altamira. Moliére no es superior a Sófocles ni Rodin a Fidias. Cada obra de arte propone su propio ideal, establece su propio nivel de excelencia, y no refuta ni supera otras obras. Ello no sólo es razonable sino justo. Sugerir que los humanos del siglo XX percibimos mejor la belleza del mundo, captamos mejor su extrañeza y lo celebramos necesariamente mejor que los humanos de otras épocas, es casi como postular que las rosas de Nueva York son mejores que las rosas de Persépolis, es postular una discriminación cósmica, una suerte de creciente beatitud a expensas del pasado.
La teoría de la evolución es una de las causas de esta idea. En su formulación corriente, la evolución se plantea como un proceso incesante de depuración y superación de estados previos de la materia y de la naturaleza. A pesar de que todos sabemos que el pueblo monumental de los dinosaurios fue borrado en poco tiempo de la faz de la tierra, todavía se habla de la supervivencia del más fuerte en la lucha por la vida. Pero lo que la teoría parece sugerir, es que todos esos estados previos de la naturaleza y de la vida son algo así como tanteos fallidos en la búsqueda de esa perfección que hoy la especie humana cree encarnar.
Lo cierto es que durante siglos nuestras religiones y nuestras filosofías jugaron al juego de que éramos una suerte de viajeros astrales de escala en el planeta. A diferencia de las piedras, teníamos sentidos. A diferencia de las plantas, teníamos movimiento autónomo. A diferencia de las bestias, teníamos inteligencia, lenguaje. A diferencia de las tribus salvajes, evidentemente animales, teníamos alma. Todo nuestro esfuerzo consistió durante siglos en diferenciarnos del mundo, y eso nos permitió obrar como mágicos extranjeros, harto distantes de los simios a quienes tanto nos parecíamos, bastante afines a los ángeles, que en bien poco se nos parecen.
Por eso, cuando empezamos a aceptar que pertenecíamos a la tierra, la principal preocupación parece haber sido la de explicar por qué éramos distintos y mejores, y la evolución surgió como la fórmula perfecta para, aceptando nuestros orígenes, confirmar nuestra supremacía. Toda diferencia suponía una superioridad a favor de lo humano. La hormiga podía ser más laboriosa y más previsora que el hombre, pero el hombre era superior porque era más fuerte y más grande. El elefante podía ser más fuerte y más grande, pero el hombre era superior por cualquier razón oportuna: inteligencia, ingenio, astucia, tal vez, incluso, por ser más laborioso y más previsor.
Pero ¿supone en realidad la evolución un progreso? ¿Son superiores las alas a las aletas? ¿Los pulmones a las branquias? ¿Es el hombre mejor que las otras especies? Hasta hace algunas décadas no sólo serían afirmativas las respuestas sino que las preguntas mismas parecerían inoficiosas. Hoy, la sospecha de que nuestra especie es la más peligrosa plaga que haya engendrado el planeta nos tiene hundidos en un misterioso estupor, y nadie sabría decir qué rumbo seguirá la civilización.
Hay quien afirma. sin embargo, que la especie, ávida, codiciosa, salvaje, fratricida, persistió durante milenios en sus conflictos y sus esfuerzos sin poner en peligro los fundamentos del mando y los órdenes del universo, y que es sólo la exaltación del saber humano, el triunfo de la razón, de la ciencia, de la técnica y de la industria, lo que nos ha puesto en condiciones no sólo de destruir la civilización sino de arrastrar en nuestro naufragio al resto de la ingenua
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