ÉTICA DEL DISCURSO, IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA Y ETICONOMÍA
PSJM27 de Enero de 2014
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ÉTICA DEL DISCURSO,
IMPERATIVO DE LA DISIDENCIA
Y ETICONOMÍA
PSJM
Indignación: ƒ Sentimiento vivo de desagrado causado en alguien por algo
que hiere su sentido de la justicia o de la moral.
Todo levantamiento político en defensa de los derechos de individuos o colectivos se funda en una demanda de tipo moral. El movimiento global Indignad@s/Occupy se alza básicamente contra la «codicia» de los mercados financieros, anunciando una revolución ética —y, por extensión, política— con el fin de conseguir una democracia participativa o directa, al grito de «una democracia real ya». Repasaremos algunas claves del debate filosófico sobre el comportamiento ético para tratar de acotar provisionalmente una «ética de la indignación» e intentar enmarcarla en una tradición discursiva con el ánimo de arrojar algo de luz sobre sus procedimientos operativos de organización y fundamentar la legitimidad de sus acciones. Revisaremos también los problemas de una ética aplicada a la economía manteniendo la separación de esferas propia de la modernidad para finalmente imaginar posibles aplicaciones sustantivas de una ética integrada en la lógica económica.
En la ética filosófica se enfrentan dos tendencias: las éticas teleológicas, que se refieren a los fines [telos], representada por Aristóteles y los hedonistas; y las éticas deontológicas basadas en el deber [deon], con la racionalidad Ilustrada de Kant como buque insignia. Para Aristóteles, todo ser humano actúa de acuerdo a la consecución de un fin, y este fin último es la felicidad —eudemonía—. En el caso del hedonismo epicúreo, el fin será la ataraxia —la tranquilidad del alma— y en el del utilitarismo, conseguir el «mayor bien para el mayor número». Las éticas teleológicas toman la idea del bien como eje central. Se trata de la práctica de una vida buena, de una vida virtuosa. Aristóteles considera a la phrónesis —una prudencia calculadora— como la virtud de mayor rango. En último término, la formación de ciudadanos virtuosos en la Grecia clásica tendrá como objetivo la buena participación en la vida pública de la polis. La Ética se muestra así como el preámbulo de la Política. Sin embargo, la pertenencia a la polis entendida como un vínculo natural —el hombre es un «animal político», que diría el Estagirita— se oscurece con la llegada de la modernidad y la necesidad de establecer una fundamentación y racionalización del comportamiento moral a partir de un ideal de individuo, el sujeto moderno, que difiere notoriamente del ideal de ciudadano clásico. En el Estado moderno aquél vinculo natural del individuo con el Estado-ciudad se desnaturaliza y se pasa a entender el lazo comunitario como un «contrato social» entre el individuo y el grupo. La meta de la política ya no es la felicidad —del ciudadano, del Estado— sino que su cometido será luchar por los derechos individuales. Por otro lado, la paulatina secularización de la sociedad conllevará el paso de los antiguos sistemas monoteístas —con preceptos morales a los que obedecer bajo amenaza de sanción divina— a las nuevas sociedades politeístas, como Weber las denomina, de valores plurales. Es decir, se pierde el marco de referencia externa y se reserva al individuo toda responsabilidad sobre sus actos. El ser humano es libre para obrar. O como decía Sartre, está «condenado a ser libre».
Kant profundizó en las consecuencias de la «falacia naturalista» de Hume, que nos avisa de que no podemos confundir lo que es con lo que debe ser. Es decir, la necesidad de marcar una clara diferencia entre el campo de estudio de la ciencia y el de la Ética. La mecánica newtoniana, presidida por el determinismo causal que explica y predice los fenómenos naturales, está muy lejos de poder aplicarse a las ciencias sociales, pues los actores sociales actúan con libertad y por lo tanto son imprevisibles. Porque el mundo humano, como apunta Muguerza, es un mundo de «intenciones» y no sólo de «causas». Cuando alguien dice «Las circunstancias me obligaron a actuar como lo hice» se está otorgando a sí mismo el beneficio de la causalidad, reificándose, justificando su acción como si no hubiera otra posibilidad: está eludiendo su responsabilidad como ser humano, pasando a ser una cosa más entre las cosas.
La responsabilidad y autonomía del individuo constituyen ejes centrales en la razón práctica de Kant, que ensalza la dignidad del ser humano, ya proclamada en el siglo XV por Pico della Mirandola [Discurso sobre la dignidad del hombre]. No somos cosas, no somos medios, somos fines en sí mismos. Con semejante ideal de ser humano el comportamiento moral requiere de una guía estable y por tanto de un marco de referencia; un mandato moral que supere las particularidades de la subjetividad, un principio de universalidad. «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal», el imperativo categórico kantiano. Obra sometido a una regla que tú te impongas, pero que valga para todos, que sea justa si se aplica a todos los otros. En cierta medida este imperativo categórico seculariza la famosa regla de oro «no hagas al otro lo que no te gustaría que te hicieran a ti». O, si se prefiere, «ponte en el lugar del otro».
Diskursethik
En la primera mitad de siglo XX todas las corrientes de pensamiento se ven sacudidas por lo que Rortry denominó el «giro lingüístico». El estructuralismo de Saussure y Lévi-Strauss, la hermenéutica de Heidegger y su discípulo Gadamer o la filosofía analítica de Moore y Wittgenstein se vuelcan en el lenguaje, pero también otras corrientes como los marxismos, el existencialismo, la fenomenología o el psicoanálisis serán invadidas por el «imperio de los signos». Como una continuación crítica de este giro lingüístico se produce, en la segunda mitad del siglo pasado, el «giro a la práctica». Se mantiene una visión de la realidad como traspasada por lo simbólico, pero el interés se dirige ahora a los procesos y al sujeto como agente, que si bien está condicionado por las estructuras sociales, puede igualmente transgredirlas y modificarlas. La falta de dinamismo que presentaban las rígidas estructuras de la antropología de Lévi-Strauss será contestada con la «teoría de la práctica» de autores como Bourdieu y Otner. Conflicto y consenso, estudio de las sociedades de forma diacrónica: como proceso. El carácter excesivamente formal de los juegos lógicos de la filosofía analítica resultaba asimismo insuficiente, y ya el Wittgenstein de las Investigaciones privilegió la visión del «lenguaje como uso». En la reflexión ética, tomando como base la semiótica pragmática del americano Pierce que se refiere a los actos del habla y entiende el estudio de la semiosis como del conjunto de los «procesos sígnicos», Apel propone una comunidad ideal de la comunicación que venga a sustituir al Sujeto trascendental kantiano: una instancia superior intersubjetiva tomada a priori que legisla la conducta. Apel, manteniéndose aún en la esfera trascendental kantiana, propone una hermenéutica pragmática de índole procedimental. La ética del discurso [Diskursethik] de Habermas sigue esta línea, aunque se desentiende de cualquier pretensión trascendental. El último bastión de la Escuela de Frankfurt transforma el primer imperativo categórico de Kant, «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal», de cariz netamente monológico, en una formulación dialógica: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de universalidad». El núcleo de la validez universal se desplaza de lo subjetivo a lo intersubjetivo por medio de un consenso alcanzado en la comunicación. Para lograr dicho consenso han de existir unas condiciones previas, lo que Habermas denomina situación ideal del habla, y que se pueden resumir en «la distribución simétrica de las oportunidades de elegir y realizar actos del habla». Una simetría, o igualdad, a la que Rawls también apela, que ha de darse en un estado de libertad, carente de toda coacción sobre los individuos. Cualquiera que se haya pasado por la Puerta del Sol los días que siguieron al 15 de mayo de 2011 sabrá que estas condiciones se cumplieron allí, y en el resto de plazas tomadas por la ciudadanía en todo el Estado, practicando un ejercicio de democracia directa o participativa sin precedentes. Sin embargo, esta práctica supone una excepción, que además lleva camino de ser proscrita, a tenor de las últimas noticias que nos llegan del nuevo gobierno de Mariano Rajoy, que pretende criminalizar y penalizar «legalmente» —aunque, como veremos, no legítimamente— la desobediencia pasiva y pacífica.
El proceso de toma de decisiones por asamblea que ejercita el movimiento indignado casa muy bien con esta forma de establecer los procedimientos discursivos, léase democráticos, bajo el abrigo de una norma moral intersubjetiva. La posibilidad de consenso incide directamente sobre la actitud de los actores. Es cierto que el hecho de que exista tal posibilidad no quiere decir que el consenso llegue a darse de facto, pero en el mismo ejercicio de la práctica asamblearia hay siempre una voluntad de entendimiento; en el mismo hablar, la revolución se produce. Pero este consenso sólo puede tener éxito si no se trata de llevar a cabo una negociación, sino un debate donde
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