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Las Venas Abiertas


Enviado por   •  12 de Noviembre de 2013  •  2.156 Palabras (9 Páginas)  •  267 Visitas

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Los barcos británicos de guerra saludaban la independencia desde el río.

En 1823, George Canning, cerebro del Imperio británico, estaba celebrando sus triunfos universales.

El encargado de negocios de Francia tuvo que soportar la humillación de este brindis: «Vuestra sea la

gloria del triunfo, seguida por el desastre y la ruina; nuestro sea el tráfico sin gloria de la industria y la

prosperidad siempre creciente... La edad de la caballería ha pasado; y la ha sucedido una edad de

economistas y calculadores». Londres vivía el principio de una larga fiesta; Napoleón había sido

definitivamente derrotado algunos años atrás, y la era de la Pax Britannica se abría sobre el mundo.

En América Latina, la independencia había remachado a perpetuidad el poder de los dueños de la

tierra y de los comerciantes enriquecidos, en los puertos, a costa de la anticipada ruina de los países

nacientes. Las antiguas colonias españolas, y también Brasil, eran mercados ávidos para los tejidos

ingleses y las libras esterlinas al tanto por ciento. Canning no se equivocaba al escribir, en 1824: «La

cosa está hecha; el clavo está en puesto, Hispanoamérica es libre; y si nosotros no desgobernamos

tristemente nuestros asuntos, es inglesa».

La máquina de vapor, el telar mecánico y el perfeccionamiento de la máquina de tejer habían hecho

madurar vertiginosamente la revolución industrial en Inglaterra. Se multiplicaban las fábricas y los

bancos; los motores de combustión interna habían modernizado la navegación y muchos grandes

buques navegaban hacia los cuatro puntos cardinales universalizando la expansión industrial inglesa.

La economía británica pagaba con tejidos de algodón los cueros del río de la Plata, el guano y el

nitrato de Perú, el cobre de Chile, el azúcar de Cuba, el café de Brasil. Las exportaciones industriales,

los fletes, los seguros, los intereses de los préstamos y las utilidades de las inversiones alimentarían,

a lo largo de todo el siglo XX, la pujante prosperidad de Inglaterra. En realidad, antes de las guerras

de independencia ya los ingleses controlaban buena parte del comercio legal entre España y sus

colonias, y habían arrojado a las costas de América Latina un caudaloso y persistente flujo de

mercaderías de contrabando. El tráfico de esclavos brindaba una pantalla eficaz para el comercio

clandestino, aunque al fin y al cabo también las aduanas registraban, en toda América Latina, una

abrumadora mayoría de productos que no provenían de España. El monopolio español no había

existido, en los hachos, nunca: «... la colonia ya estaba perdida para la metrópoli mucho antes de

1810, y la revolución no representó más que un reconocimiento político de semejante estado de

cosas».

Las tropas británicas habían conquistado Trinidad en el Caribe, al precio de una sola baja, pero el

comandante de la expedición, sir Ralph Abercromby, estaba convencido de que no serían fáciles

otras conquistas militares en la América hispánica. Poco después, fracasaron las invasiones inglesas

en el Río de la Plata. La derrota dio fuerzas a la opinión de Abercromby sobre la ineficacia de las

expediciones armadas y el turno histórico de los diplomáticos, los mercaderes y los barqueros: un

nuevo orden liberal en las colonias españolas ofrecería a Gran Bretaña la oportunidad de abarcar las

nueve décimas partes del comercio de la América española. La fiebre de la independencia hervía en

tierras hispanoamericanas. A partir de 1810 Londres aplicó una política zigzagueante y dúplice, cuyas

fluctuaciones obedecieron a la necesidad de favorecer el comercio inglés, impedir que América Latina

pudiera caer en manos norteamericanas o francesas y prevenir una posible infección de jacobinismo

en los nuevos países que nacían a la libertad.

Cuando se constituyó la Junta Revolucionaria en Buenos Aires, el 25 de mayo de 1810, una salva de

cañonazos de los buques británicos de guerra la saludó desde el río. El capitán del barco Mutine

pronunció, en nombre de Su Majestad, un inflamado discurso: el júbilo invadía los corazones

británicos.

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Buenos Aires demoró apenas tres días en eliminar ciertas prohibiciones que dificultaran el comercio

con extranjeros; doce días después, redujo del 50 por ciento al 7,5 por ciento los impuestos que

gravaban las ventas al exterior de los cueros y el sebo. Habían pasado seis semanas desde el 25 de

mayo cuando se dejó sin efecto la prohibición de exportar el oro y la plata en monedas, de modo que

pudieran fluir a Londres sin inconvenientes. En septiembre de 1811, un triunvirato reemplazó a la

Junta como autoridad gobernante: fueron nuevamente reducidos, y en algunos casos abolidos, los

impuestos a la exportación y a la importación. A partir de 1813, cuando la Asamblea se declaró

autoridad soberana, los comerciantes extranjeros quedaron exonerados

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