Leslie Bethell Historia De América Latina La Independencia
mariadelasmerced17 de Febrero de 2014
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BETHELL:
Capítulo 1 LOS ORÍGENES DE L A INDEPENDENCIA HISPANOAMERICANA
Las economías española y americana diferían en una actividad, ya que las colonias producían metales preciosos y la metrópoli no. una economía colonial dependiente de una metrópoli subdesarrollada. La España borbónica buscó la manera de modernizar su economía, sociedad e instituciones. El punto de arranque de las reformas se estableció en la propia situación española, especialmente en lo referente a la disminución de la productividad. Las soluciones se buscaron en diferentes escuelas de pensamiento; así, las ideas de los fisiócratas se invocaban para establecer la primacía de la agricultura y el papel del Estado; el mercantilismo, para justificar una explotación más eficaz de los recursos de las colonias; el liberalismo económico, para erradicar las restricciones comerciales e industriales. El deseo principal consistía más en reformar las estructuras existentes que en establecer otras nuevas, y el principal objetivo económico residía más en mejorar la agricultura que en promover la industria. Al mismo tiempo, el crecimiento de la población rural originó una gran demanda de tierra, y las rentas empezaron a subir incluso en mayor grado que los precios. Ahora más que nunca, resultaba de vital importancia mejorar las técnicas, comercializar la producción y abatir los obstáculos que impedían el crecimiento. Las mejoras económicas no conllevaron un gran cambio social. Entre los reformadores gubernamentales que deseaban aumentar la producción de alimentos, los propietarios —sobre todo miembros de la nobleza y del clero—, que querían maximizar sus ingresos, y los exportadores, que buscaban nuevos mercados, existían intereses coincidentes. Pero apenas se dejaba entrever una incipiente clase media. Los comerciantes eran activos en el comercio de ultramar, mientras que en algunas provincias de la Península surgían nuevos fabricantes. Los comerciantes y los manufactureros querían liberalizar el comercio aún más, y esperaban encontrar en América los mercados que no se podían asegurar en España. Si Hispanoamérica no podía tener en España a un abastecedor industrial y a un socio comercial, existía otra alternativa. Durante el siglo XV la economía británica estaba efectuando un cambio revolucionario, y de 1780 a 1800, cuando la Revolución industrial se torna realmente efectiva, experimentó un crecimiento comercial sin precedentes que se basaba principalmente en la producción fabril de tejidos. Francia, el primer país en seguir el ejemplo de Gran Bretaña, aún se encontraba rezagada en cuanto a productividad y la distancia aún se acrecentó más, a partir de 1789, durante la guerra y el bloqueo. En este momento, Gran Bretaña no tenía virtualmente rival.
Si bien la América española sólo generaba una limitada gama de productos exportables a Inglaterra, disponía de un medio de intercambio vital: la plata. En consecuencia, Gran Bretaña apreciaba su comercio con la América española y buscó el medio de expandirlo, ya fuera a través del comercio de reexportación desde España, ya fuera a través de las redes de contrabando existentes en las Indias Occidentales y el Atlántico sur. Estos factores, desde luego, no significaron una política británica de carácter imperialista en Hispanoamérica, ni un propósito de expulsar de ella a España por la fuerza. El gobierno británico no tenía proyectos ni de conquista ni de liberación. El imperio español en América descansaba en el equilibrio de poder entre varios grupos: la administración, la Iglesia y la élite local. El mayor poder económico estaba en manos de las élites, propietarios rurales y urbanos, que englobaban a una minoría de peninsulares y a un mayor número de criollos. En el siglo XVIII las oligarquías locales, basadas en importantes intereses territoriales, mineros y mercantiles, y en los estrechos lazos de amistad y de alianza con la burocracia colonial, con el círculo del virrey y con los jueces de la audiencia, así como en un fuerte sentido de identidad regional, estaban bien establecidas a lo largo de toda América. La debilidad del gobierno real y su necesidad de recursos permitieron a estos grupos desarrollar efectivas formas de resistencia frente al distante gobierno imperial.
La política borbónica alteró la relación existente entre los principales grupos de poder. La propia administración fue la primera en perturbar el equilibrio. El absolutismo ilustrado fortaleció la posición del Estado a expensas del sector privado y terminó por deshacerse de la clase dominante local. Los Borbones revisaron detenidamente el gobierno imperial, centralizaron el control y modernizaron la burocracia; se crearon nuevos virreinatos y otras unidades administrativas; se designaron nuevos funcionarios, los intendentes, y se introdujeron nuevos métodos de gobierno. Lo que la metrópoli concibió como un desarrollo racional las élites locales lo interpretaron como un ataque a los intereses locales.
Después de un corto trasiego, la política de los Borbones fue saboteada en las colonias mismas; las élites locales respondieron de forma negativa al nuevo absolutismo y pronto tendrían que decidir si querían hacerse con el poder político a fin de evitar nuevas medidas legislativas ilustradas. Los Borbones del mismo modo que fortalecieron la administración, debilitaron la Iglesia. En 1767 expulsaron de América a los jesuitas. El poder de la Iglesia, aunque no su doctrina, fue uno de los blancos principales de los reformistas borbónicos.
A partir de 1760 se creó una nueva milicia y la carga de la defensa la soportaron abiertamente las economías y las tropas de las colonias. España adoptó una serie de medidas para reforzar el control imperial. Se redujo el papel de la milicia y la responsabilidad de la defensa recayó de nuevo en el ejército regular, con ello se evitó que la milicia llegara a ser una organización independiente y los criollos se vieron detenidos en su carrera de promoción militar. Al mismo tiempo que limitaban los privilegios en América, los Borbones ejercían un mayor control económico, obligando a las economías locales a trabajar directamente para España y enviar a la metrópoli el excedente de producción y los ingresos que durante años se habían retenido en las colonias. El vacío en la industria que dejó España fue llenado por los extranjeros, quienes aún dominaban el comercio transatlántico. Las presiones a favor del crecimiento y el desarrollo se volvieron más apremiantes: los informes de los consulados llamaban la atención sobre los recursos sin explotar del país y pedían que hubiera más comercio, mayor producción local, mayores opciones, capacidad de elección y precios más bajos. Ello no significaba reclamar la independencia. De todas maneras, el comercio libre dejó intacto el monopolio. Las colonias aún estaban excluidas del acceso directo a los mercados internacionales a excepción de las vías que abría el contrabando. Aún padecían tributos discriminatorios o incluso prohibiciones sin reserva en beneficio de los productos españoles. El nuevo impulso del comercio español pronto saturó estos limitados mercados y el problema de las colonias fue ganar lo suficiente para pagar las importaciones en aumento.
La metrópoli no contaba con los medios o no tenía interés en ofrecer los diversos factores de producción necesarios para el desarrollo, para invertir en el crecimiento y para coordinar la economía imperial. Además, la metrópoli estaba interesada primordialmente en su propio comercio con las colonias y no promocionó de forma consistente el comercio intercolonial. El mundo hispánico se caracterizaba por la rivalidad y no por la integración; así existía la oposición de Chile contra Perú, la de Lima contra el Río de la Plata, la de Montevideo contra Buenos Aires. El papel de América continuó siendo el mismo: consumir las exportaciones españolas y producir minerales y algunos productos tropicales. Se consideraba más importante mantener la dependencia que mitigar sus consecuencias. Desde los años de 1780, la industria recibió grandes inyecciones de capital comercial, un hecho derivado del mismo comercio libre. Nuevos comerciantes entraron en el sector, con menos capital pero con mayor espíritu empresarial. La producción de plata tendió a incrementarse a partir de la década de 1730. Desde 1796, España y sus comerciantes vieron, sin poderlo remediar, cómo los productos procedentes del imperio iban a parar a manos de otros. En la agricultura, al igual que en la minería, era imposible conciliar los intereses de España con los de América. Los terratenientes criollos buscaban mayores salidas a sus exportaciones de las que España permitía. Incluso dentro de los intereses económicos de la colonia no existía una visión homogénea o unitaria de la independencia.
Al desmoronarse el mundo hispánico en 1805, las colonias empezaron a protestar, ya que sus exportaciones quedaban bloqueadas y se devaluaban, y las importaciones eran escasas y caras. Y de nuevo otros países corrieron a sustituir a España. La decadencia del comercio americano de España coincidió con el desesperado intento británico de compensar el bloqueo de los mercados europeos efectuado por Napoleón en el continente. Así pues, la situación favorecía de nuevo la expansión del contrabando inglés, que proporcionaba beneficios y a la vez la fuerza para la guerra. Para España sólo existía un medio de contrarrestar el contrabando, y éste era la admisión del comercio con neutrales; así, en 1805 se autorizó de nuevo este tipo de comercio, pero esta vez sin la obligación de regresar a España. Ahora la metrópoli quedaba virtualmente eliminada del Atlántico.
Algunos criollos, propietarios de
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