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Caracterización Temprana De La Edad Media


Enviado por   •  15 de Octubre de 2013  •  4.282 Palabras (18 Páginas)  •  389 Visitas

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2. Caracterización general de la Temprana Edad Media.

El texto del historiador José Luis Romero “La edad media”, editado por el FCE, cuya primera edición es de 1949, está compuesto por dos partes: una primera vinculada con una historia de la edad media, entendiéndola como un relato político militar casi convencional que trata de introducir al lector en algunos matices del periodo y una segunda parte vinculada con las formas culturales, tratando de desarrollar un ejercicio sobre historia de las mentalidades, un “Panorama cultural de la Edad Media”.

En el primer capítulo de la primera parte se describe la Temprana Edad Media, que abarcaría, en la periodización de tres etapas considerada por Romero (Temprana Edad Media, Alta Edad Media y Baja Edad Media) desde el siglo V a principios del IX (en la periodización que hace la Historia Universal editada por Siglo XXI, la edad media es abarcada en dos textos: alta y baja edad media, aunque comienza desde, prácticamente el siglo VIII; el periodo que transcurre desde el bajo imperio, es desarrollado en un volumen titulado “Las transformaciones en el mundo Mediterráneo, siglos III a VIII”).

El desarrollo del primer capítulo del texto de Romero parte de la crisis del bajo imperio romano, como una de las causas del surgimiento del feudalismo; luego describe la formación de los reinos germánicos, resultado de las invasiones-migraciones de pueblos del centro de Europa sobre territorio del Imperio, sobre lo que hoy sería Francia, norte de Italia, España; inmediatamente caracteriza cómo la parte oriental del imperio romano, que ha sobrevivido a las invasiones, continúa un proceso, que, por momentos, intenta sostener un proyecto de reedición del imperio; posteriormente describe el surgimiento del mundo musulmán, a partir de la exitosa predicación de Mahoma y de la conformación de una religión que permite la construcción de un estado con características imperiales y expansionistas; en último lugar, con la caracterización del imperio carolingio, construido desde el siglo VIII y consolidado a principios del IX en el centro de Europa, se cierra el capítulo.

El bosquejo rápido que hace Romero de los siglos que transitan el final de la edad antigua en la formación económico-social del Imperio Romano y los comienzos del Medioevo para todo el ámbito geográfico del Mediterráneo, permite empezar a plantear ciertos problemas.

Uno de ellos, con el que se abre forzosamente la etapa que tenemos por delante, esta puesto como el problema de lo que el autor llama la “cesura”, es decir, la forma del tránsito de una época a otra. Explicitamente Romero indica que no debe mirarse la caída del mundo antiguo romano como resultado exclusivo de las invasiones germanas. Después de todo, el trastrocamiento que producen las invasiones no parece haber sido tan grande: de hecho, entre la época de Constantino, previa a las invasiones y la de Carlomagno, posterior a las invasiones, parece no haber tanta distancia. Por otro lado, hacer depender la transformación de un modo de producción (aclaremos que Romero no habla en términos de modo de producción, sino que utiliza los conceptos más ambiguos de era, época o fisonomía de Europa Occidental) de un fenómeno, aunque de magnitud importante, pero relativamente exterior, como unas invasiones, resulta como un poco desbalanceado: una transformación de la estructura social de toda Europa Occidental dependiendo de una migración-invasión de pueblos.

El bajo imperio (que es la última formación política que adquiere Roma y que ocupa casi los primeros cinco siglos de nuestra era, desde el ascenso de Octavio Augusto hasta la caída de Roma en 476), a partir de la crisis del siglo III, pasa por una etapa que Romero indica que afecta a “la estructura y tradiciones de la romanidad”. Este concepto de la romanidad empleado por Romero, de difícil definición, parece interesante, porque intentaría identificar lo específico de la cultura romana, sin que por ello se deje de tener en cuenta que se trata de una de las formas de organización social basada en la institución de la esclavitud. En este sentido, Perry Anderson, en el texto editado por Siglo XXI, “Transiciones de la Antigüedad al feudalismo” (remarquemos el plural, “transiciones”) indica que una de las especificidades de la forma de organización del trabajo social en Roma, a diferencia de Grecia, es la puesta en marcha de importantes contingentes de esclavos que trabajan en latifundios: en Grecia había esclavos, pero no en un formato de grandes contingentes y tampoco que operaran sobre una estructura de la propiedad de la tierra concentrada. En este sentido, resulta interesante la idea de Anderson de que Roma habría potenciado el formato de organización del trabajo social que Grecia, por prejuicios de autonomía e independencia, no se habría animado a romper: amplios contingentes de esclavos sobre latifundio.

Entonces, en el bajo imperio romano, la estructura de la propiedad es el latifundio esclavista. Esclavista, lo que significa que el estado romano se hace cargo de la represión de las posibles formas de resistencia de los esclavos contra sus propietarios; esta claro el papel del estado, como estado coactivo, como sostenedor de las formas de explotación del trabajo esclavo. En este sentido, las rebeliones bagaudas, de esclavos, de los siglos III y V dc, son consideradas por algunos autores marxistas, como aquellas que llevan a cabo un cuestionamiento radical al estado esclavista y que, por lo tanto, habría provocado su debilidad e inacción frente a los pueblos germanos. Estos autores sostienen, de este modo, que en la transición la clave del asunto está en la lucha de clases, en este caso, la lucha de clases de la clase subordinada frente al representante jurídico militar de la clase opresora: el estado antiguo esclavista.

Entonces, en el Bajo Imperio, Romero indica que, a partir del siglo III dc. estamos en el comienzo de la crisis, estamos frente a la llamada anarquía militar. Como muchas crisis que no terminan en un colapso de esa formación social, su resolución se halla en una “salida hacia adelante” con un acrecentamiento del poder del emperador: estamos ante el paso del principado al dominado. Un aspecto de este movimiento centrípeto del poder es el carácter que asumen los cargos del estado: de magistraturas que eran durante el principado, desde 27 ac hasta 284 dc, con autonomía de quienes realizaban la carrera de honores, pasamos a la cooptación de funcionarios obedientes al poder y revocables por la sola decisión del emperador durante el dominado.

En la línea de lo que puede interpretarse como un acercamiento a la historia de las mentalidades, Romero sostiene que esta crisis, que hasta ahora se nos presentó con una huida hacia adelante en una concentración autoritaria del poder político-militar, tiene como fundamento una crisis espiritual: “la crisis económica, social y política correspondía, naturalmente, a una profunda crisis espiritual” (página 16). Esta crisis espiritual, entonces, generadora de las diversas formas de crisis (política militar y económica) es coherente con la idea de la existencia de algo que se llama “romanidad”, como un conjunto de ideales que constituyen a una formación social. La influencia de religiones orientales, como el cristianismo, que pasa a ser religión oficial del imperio, luego de las persecuciones y de la etapa de tolerancia, se conjuga con un cambio en la matriz social y étnica del imperio, por la migración o filtración de pueblos de más allá del limes.

El movimiento de pueblos germanos de más allá del Rin (frontera natural del norte del imperio) hacia el siglo V se expresa en la ocupación de las diversas partes del imperio: suevos en Galicia, alanos en Portugal, vándalos en España, burgundios en Provenza, visigodos en el sur de Francia, hérulos en Italia. Los lugares de instalación nos permiten indicar, por lo menos un aspecto de este movimiento: la gran distancia entre el punto de arranque y de llegada. Este elemento será puesto en evidencia por Anderson, cuando establece una comparación vis a vis entre una primera y una segunda oleada de invasiones: las segundas serán a una distancia menor.

Instalados en territorio del imperio, inmediatamente Romero indica algunos aspectos de las innumerables luchas que se producen entre los reinos germánicos y ante otros reinos: la misma matriz cultural no inhibe el no reconocimiento de una autoridad que dirima los conflictos en forma no armada. Estas sucesivas guerras entre los pueblos recién instalados y frente a otros, permitirán configurar un mapa pos caída de Roma no tanto más estable que el que inmediatamente se define con las invasiones: los visigodos, habiendo expulsado a los vándalos al norte de África y habiendo derrotado a los alanos y suevos, ocupan toda la península ibérica; los francos conforman el imperio Merovingio sobre el actual territorio francés, sobre todo a partir del triunfo de Vouglé en 587 sobre los visigodos, que habían ocupado parte de Galia; los ostrogodos se instalan en Italia, luego de derrotar a los hérulos, hasta el posterior avance de Bizancio que transforma a Italia en provincia bizantina; la caída de los visigodos ante los árabes durante el siglo VIII a partir de la derrota de Guadalete; la conformación, en las islas británicas, de un sistema de gobiernos por relevos entre anglos, jutos y sajones.

La descripción (en el tercer apartado) de la situación en Bizancio, recorre parte de la lista de emperadores después de la caída de Roma: Arcadio, Teodosio II, Marciano… Con León I aparece la novedad del papel de los jefes de tropas con capacidad para usurpar el trono: a fines del siglo V son tropas isaurias, de una región del sur de Anatolia, las que colocan en el imperio al mencionado León, pero también a Zenón. Este primer ciclo de emperadores “periféricos” (se trataba de tropas ubicadas en las provincias) se sigue con la dinastía justiniana, en la que se destaca, tras Justino I, Justiniano, a mediados del siglo VI, con su proyecto de renovación del imperio (la Renovatio Imperii) y avanzando sobre una ambiciosa reforma tanto administrativa como fiscal. Los emperadores posteriores a la muerte de Justiniano en 565 no pueden sostener el proyecto expansivo, y Bizancio cae en un periodo de disgregación. Cierta reconstrucción de la fortaleza del imperio se logra con Heraclio en la primera mitad del siglo VII y, tras un nuevo ciclo de degradación que llevará a una anarquía, la de 695-717, León III logrará cierta recomposición, lo que se expresa, en el terreno militar, en la detención de la expansión musulmana (comenzada a mediados del siglo VII, después de la muerte de Mahoma en 632) en la batalla de Akroinon, en los montes Taurus en 739.

Romero comienza la descripción del escenario musulmán previo al surgimiento de Mahoma con la caracterización de la dispersión del pueblo árabe en tribus de carácter casi nómade: “su organización política y económica correspondía a la de los pueblos nómades del desierto” (página 33). Uno de los elementos que nucleaba a ese conjunto étnico era el culto de la Piedra Negra en La Meca. La acción militante de Mahoma, nacido hacia 570, profeta que predica una teología de raíz judeo cristiana, comienza en La Meca en la segunda década del siglo VII, después de un matrimonio favorable con Cadija, dueña de una red de caravanas comerciales. El peligro que las elites de La Meca, de religiosidad judía, pudieron ver en el discurso radical del profeta lo obligan a éste a una huida fundante (la Hégira en 622) a Yatreb, que luego sería rebautizada como Medina, que significa Ciudad del Profeta.

En Medina intenta construir una nueva base social para su proyecto que no es solo de imposición de una homogeneidad religiosa, sino la constitución de un estado unificado. Intenta conciliar con los judíos de Medina en la construcción política, pero ante el fracaso de las tentativas, los persigue, logrando, de este modo, el dominio de la ciudad. En cuanto le es posible, avanza militarmente sobre La Meca (630), muriendo al poco tiempo (632).

Tras su muerte, el problema de la sucesión, que no logró institucionalidad alguna, se resuelve desde la autoridad de quienes fueron los compañeros del profeta en sus campañas militares. Ya no habrá más profetas de Alá: Mahoma es el último; solo habrá compañeros del profeta en la Shijad (Guerra Santa). Es decir, la cercanía en vida al profeta resuelve en lo inmediato la cuestión de la sucesión, que no resulta por eso, libre de conspiraciones: en el periodo inmediatamente posterior a la muerte de Mahoma, denominado periodo de “los califas ortodoxos”, dos de los cuatro califas son asesinados; en esos casi 30 años que van desde 632 a 661 gobiernan los califas Abu Beker, Osmar, Otman y Alí: Osmar es asesinado en 644 y Otmán en 656; simultáneamente se avanza en la Guerra Santa sobre Irak y Palestina y luego sobre Siria, Persia y Egipto.

La caída del último califa ortodoxo, Alí en 661, ocurre en una derrota militar frente a una disidencia, en un proceso que puede caracterizarse como de guerra civil. El gobernador de Damasco, ciudad comercial mediterránea, lidera el movimiento rebelde, movimiento que inaugura una dinastía, la Omeya, que habrá de instalarse en el poder hasta mediados del siglo VIII. El triunfo militar de este líder significaría, desde la perspectiva que expresa el historiador belga Jacques Pirenne (1891-1972) en su Historia Universal, el movimiento de la centralidad hacia Damasco, el movimiento de La Meca hacia Damasco: La Meca permanecería como centro religioso indisputable, pero el poder político estaría en Damasco. La dinastía que ocupa el poder con Moawiya, los Omeyas, apuestan a la expansión hacia el Mediterráneo, en un movimiento que intentará transformar, como en la época del imperio romano, al Mediterráneo en un mar interior. Esto se manifiesta en el avance que proyecta abarcar todo el Mediterráneo, por el oeste, cruzando sobre todo el norte de África, desde Egipto a Marruecos, el estrecho de Gibraltar y ocupando la península Ibérica (los visigodos caen ante los musulmanes en 711 en su primer enfrentamiento en la ya mencionada batalla de Guadalete) y por el norte, hacia Anatolia en dirección de Europa central. Dos derrotas frenan esta expansión en forma de pinzas: Poitiers en 732 sobre el actual territorio francés y Akroinon en 739, sobre territorio turco (probablemente, esta derrota musulmana haya sido el corolario del fracaso del sitio del Constantinopla de 717 del que habla Romero; habría que cotejarlo; Romero no habla de Akroinon, aunque sí de León III y su exitosa repulsión de los musulmanes).

De todos modos, y como sostiene el historiador belga Henry Pirenne (1862-1935), padre de Jacques, si bien los musulmanes no pueden concretar su proyecto de rodear todo el perímetro del Mediterráneo, sí logran su control casi total: citando a Ibn Jaldún, Pirenne indica que, en el siglo VIII, los europeos no podían poner en el Mediterráneo ni una tabla.

Los omeyas, hacedores de esta estrategia, caerán a mediados del siglo VIII, en 750, ante una dinastía irania: los abásidas. En este punto, Jacques Pirenne también indica que la derrota omeya acarrea un trastocamiento del proyecto político: con la capitalidad de Bagdad (como antes, con la capitalidad de Damasco, pero a la inversa), los musulmanes dejan de mirar a occidente e intentan avanzar sobre oriente. La consecuencia es la disgregación política (aunque no cultural) del mundo árabe occidental con la fragmentación de lo conquistado en dinastías autónomas: el califato de Córdoba en la península ibérica es un ejemplo de ello.

El último apartado del texto de Romero cierra con la época de Carlomagno, casi un lugar obligado en la literatura sobre el Medioevo y que a nuestro autor le sirve para clausurar la primera etapa del tríptico: la temprana edad media.

En el imperio franco, bajo la dinastía Merovingia en los primeros siglos, se produce hacia mediados del siglo VIII, la sucesión de la dinastía Merovingia a la Carlolingia: la deposición de Childerico III en 751 que blanquea lo que ya era una realidad material: que los últimos reyes merovingios ya no mandaban, sino que lo hacían los Mayordomos de Palacio. Esta deposición que inaugura la dinastía carolingia, será desarrollada por uno de los hijos de Pipino, Carlos (el otro de los hijos, Carlomán, morirá “oportunamente”, evitando, por el momento, todo problema de disputa o división del incipiente imperio).

Con el avance sobre la península ibérica y más allá de ella, por la expansión musulmana, sostiene Romero que el contacto que genera la invasión hace que el mundo cristiano actúe, en alguna medida, en forma unitaria y cierre filas frente al invasor musulmán. El triunfo en Poitiers por el duque de Austrasia Carlos Martel en 732 sería un indicador de esta reacción. Asimismo, la caída de los omeyas ante la dinastía irania de los abásidas genera una fractura de la unidad política del mundo árabe: en España se instala Abderamán, un omeya que logra huir de la matanza de los abásidas y, ya lejos de la amenaza irania, establece un emirato autónomo. Esta fractura misma será aprovechada para una ofensiva cristiana, como la que se opera en la que realiza Pipino el Breve y tras él su sucesor, Carlomagno. En realidad, la ofensiva franca tras el triunfo sobre los musulmanes parece ser parte de una estrategia expansiva no tanto contra el peligro musulmán cuanto como estrategia expansiva general del imperio franco, frente a los cuales los musulmanes son un enemigo más, igual que otros pueblos, indistintamente de su religiosidad musulamana o pagana. En este punto resulta interesante lo que sostiene el historiador español Claudio Sánchez y Menduiña (1893-1984) en su texto “En torno a los orígenes del feudalismo”, una obra en tres tomos que este historiador empieza a escribir en Burdeos y que la termina en la provincia de Mendoza en 1942, donde se hallaba exiliado tras estallar la Guerra Civil en España: tal vez la ofensiva musulmana no fuera vista como un peligro extraordinario, dado ese carácter de extraordinario por el elemento islámico del invasor; tal vez, como sostiene ese autor, esta invasión fuese considerada una invasión más, frente a la que hay que hacer algo tanto como frente a otros enemigos paganos o cristianos; así se explica que Carlomagno, que sucede a su padre Pipino en 768, avanzara tanto sobre la península ibérica, donde estaban los musulmanes, como sobre la actual Alemania, donde había pueblos germanos, no tan distintos de los francos, o sobre Italia misma, donde estaban los lombardos, pueblo de origen germano instalado desde hacía tiempo, y por lo tanto, occidentalizado. Romero, que no profundiza en este texto sobre esta idea, solamente dice que había un “mundo cristiano” que parece consciente del peligro que lo acecha; ¿tiene en mente las posteriores cruzadas y por eso puede encontrar esa consciencia en los carolingios? Más adelante confirma esta idea: las guerras que lleva a cabo Carlomagno son guerras en defensa del papado, campañas contra los infieles, que revelan “la intención de imponer por la fuerza la fe de los conquistadores”… Carlomagno es un “antecedente directo de los guerreros que, más tarde, se armarían para reconquistar el Santo Sepulcro” –pág. 44- ).

La ofensiva militar de Carlomagno es, entonces, en varios frentes: contra los ávaros en el Danubio medio, contra los musulmanes en 778 organizando la marca entre el Ebro y los Pirineos, contra los sajones, en particular, a partir de la resistencia de Widukindo, contra los lombardos, con la toma Lombardía en 774. Es tras esta última campaña donde le entrega las tierras del Pontificado al Papa, logrando así su apoyo: tal es la solidez de la alianza con el papado que en la navidad del 800, el papa León III lo corona emperador.

La ofensiva de Carlomagno, que tiene varios frentes, resulta un ejercicio militar precario, en la medida en que la organización de una administración central eficaz que pueda sostener esa expansión es dificultosa, en parte por los problemas de comunicación, pero también, por la competencia de poderes locales que se oponían al centralismo, tales como los duques y condes locales: recordemos que la misma dinastía carolingia había surgido de ese modo, ya que Carlos Martel y Pipino el Breve eran mayordomos de palacio reclutados de la nobleza local. Esta situación de resistencia a un poder central remite a la tensión más general entre las noblezas o poderes locales frente al surgimiento de un estado supralocal (esta tensión, que aparece en todos los procesos de constitución del estado, no solo en la constitución del estado carolingio, se resuelve de distintas formas y no remite a un proceso lineal; esto es algo para observar en otros procesos, aunque formalmente parecen ser similares: centralismo real vs autonomismo aristocrático).

La muerte de Carlomagno en 814 no provoca la implosión inmediata del imperio carolingio por la confrontación entre la precariedad del centralismo y las tensiones periferizantes de la nobleza local; lo harán un poco más tarde, tras la muerte del hijo de Carlomagno, Luis el Piadoso (o Ludovico Pío), que no podrá resolver la tensión disolvente de la sucesión en sus tres hijos, Carlos, Luis y Lotario.

Transformaciones en la organización económica en la temprana edad media.

Mirar las formas materiales en las que se produce la reproducción de una formación socioeconómica histórica puede presentar ciertas dificultades, en parte porque los registros documentales que habrían quedado sobre esas formas son más ambiguos, menos precisos o más difíciles de delimitar que los fenómenos de carácter político. Marx sostiene, en este sentido, que mirar las formas materiales en las que se organiza el trabajo social es lo más importante en el ejercicio de la historia, porque da cuenta del grado de desarrollo de las fuerzas productivas del trabajo social, fuerzas productivas que se ponen en movimiento a partir de relaciones de producción.

El historiador francés Georges Duby (1919-1996) intenta reconstruir parte de este proceso. En el texto “Guerreros y campesinos”, donde mira el movimiento de la economía europea entre el siglo VI y el siglo XII, desarrolla algunos apartados en este sentido. Al mirar las fuerzas productivas, nos indica inmediatamente el punto desde el que debe mirarse la materialidad de la producción en la temprana edad media europea: se trata de la subsistencia.

Para ver la producción de subsistencias, principalmente de alimentos, debe mirarse cómo se organiza la producción agraria; y uno de los elementos de esta producción es la tierra y el manto vegetal que la cubre. En Europa, sostiene Duby, predomina el bosque, con lo cual el inicio de la producción agraria debe comenzar con el establecimiento de claros en el bosque, que se obtienen por quema, roza, lo que permite aprovechar a su vez, las cenizas como abono.

Los suelos así obtenidos son diferentes de los que predominaban en el escenario del Mediterráneo: allí se trataba de suelos ligeros, en un clima relativamente cálido y fáciles para el laboreo; acá estamos ante suelos duros y compactos, que ejercen una resistencia mayor a la penetración del instrumento aratorio, en un clima más frío. Esto es un elemento para un primer acercamiento a la capacidad productiva del trabajo agrario.

En un clima relativamente más frío y húmedo que en el escenario de Mediterráneo, el problema tal vez consista en medir esa disminución de temperaturas y aumento de humedad, tratando de periodizar sus variaciones a través de los siglos. Esto daría elementos para comenzar a ver más complejamente las causas y el punto de arranque del crecimiento de la producción agraria.

Un indicador que permite intuir los movimientos de la temperatura es el de los glaciares, en este caso, de los glaciares alpinos, que han dejado rastros en las turberas. El avance de los glaciares entre los siglos V y VIII indica una disminución de las temperaturas; luego, un retroceso entre el siglo VIII y el XII, indicaría un aumento de la temperatura y por último, un avance brusco durante los siglos XIII y XIV, marcaría un nuevo descenso de la temperatura. Esto parecería indicar que el clima parece ser más cálido y menos húmedo entre los siglos VIII y XII, que es el periodo de retracción de los glaciares. De este modo, un periodo de larga humedad fría hasta el VII y de ahí en adelante, mejoramiento del clima (aunque en los siglos XIII y XIV el clima se enfría y humedece, aunque la oscilación parecería ser bastante moderada, en torno a un grado centígrado).

La periodización de los movimientos de la temperatura podría ser corroborada con otros datos del paisaje, como lo que ocurre con la vegetación. Con los diagramas polínicos se pueden ver estas modificaciones, do forma que se constata, nos dice Duby, que el bosque se retira en Alemania entre el siglo VII y el XI, cuando, por los glaciares se observa una disminución de la temperatura, aunque parece darse un movimiento inverso, durante los siglos XIII y XIV cuando el bosque avanza: en este caso, parece coincidir con una disminución de la temperatura.

Bibliografía:

• Romero, J. L.: “La edad media”; Primera parte, “Historia de la Edad Media”; Capítulo 1, “La temprana edad Media”; págs. 9 a 46.

• Duby, G.; “Guerreros y campesinos”; Capítulo 1, “Las fuerzas productivas”; págs. 7 a 38.

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