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Caudillos De La Revolucion


Enviado por   •  29 de Abril de 2013  •  17.220 Palabras (69 Páginas)  •  606 Visitas

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CAUDILLOS DE LA REVOLUCIÓN.

Cierto momento de la historia de México pareció reconciliar pasado, presente y futuro: la Revolución mexicana (1910-1949); en realidad, expresaba la tensión de un país desgarrado entre su cultura tradicional (indígena, católica, española) y una apremiante vocación de modernidad.

A diferencia de otras revoluciones, la mexicana se organizó en torno a los carismáticos personajes que la guiaron: el espiritista Madero, prefiguración mexicana de Gandhi; el legendario Zapata, anarquista natural en busca de un paraíso mítico; el terrible Pancho Villa, sediento de sangre y justicia; el patriarca Carranza, que encauzó la lucha por vías constitucionales; el invicto general Obregón, enamorado de la muerte; el severo general Calles, reformista implacable, enemigo de la iglesia Católica, y el humanitario presidente Lázaro Cárdenas, militar con sayal de franciscano. A todos los impulsaba una similar vocación mesiánica, el deseo de liberar, educar, proteger, redimir al pueblo. Esta actitud, tan tentadora como peligrosa, no ha muerto. En México, la Revolución conserva todavía un prestigio mítico, un aura religiosa. El pasado no ha pasado; entenderlo es la única manera de superarlo.

Villa cabalga todavía en el norte, en canciones y corridos; Zapata muere en cada feria popular; Madero se asoma a los balcones agitando la bandera nacional; Carranza y Obregón viajan aún en aquellos trenes revolucionarios, en un ir y venir por todo el país, alborotando los gallineros femeninos y arrancando a los jóvenes de la casa paterna.

EMILIANO ZAPATA.

Sus padres se llamaron Cleofás Salazar y Gabriel Zapata. Tuvieron diez hijos. Emiliano, nacido el 8 de agosto de 1879, fue el penúltimo.

Nació con una manita grabada en el pecho. Su primer pantalón lo adornó con monedas de a real, como el tío Cristino Zapata le contaba que adornaban sus prendas los famosos Plateados, a los que había combatido. El otro hermano de su padre, Chema Zapata, le regaló una reliquia: «un rifle de resorte y relámpago de los tiempos de la plata».

Emiliano estudió la instrucción primaria en la escuela de Anenecuilco, instrucción que comprendía rudimentos de teneduría de libros.

Sin el vendaval maderista, la pequeña revolución de Anenecuilco hubiese pasado inadvertida incluso para la historia local. Pero el artículo del Plan de San Luis que prometía restituir a las comunidades las tierras que habían usurpado las haciendas era música celestial para Zapata, Torres Burgos y Montano, sus amigos intelectuales. Tan pronto estalla la Revolución, los vecinos de aquellos pueblos deciden enviar como su representante en San Antonio, Texas, a Pablo Torres Burgos.

Mientras tanto, en Tlaquiltenango, un veterano de la guerra contra los franceses, Gabriel Tepepa, se levanta en armas. En Huitzuco, Guerrero, hace lo propio el cacique de la zona: Ambrosio Figueroa. En Yautepec, Otilio Montano exclama en un discurso: «iAbajo las haciendas, que vivan los pueblos!». Es el momento en que, montado en un caballo que le regala el cura de Axochiapan, Emiliano Zapata inicia su revolución. Allí lo vio, extasiado, Octavio Paz Solórzano (padre del escritor Octavio Paz), un abogado capitalino que fue de los primeros en sumarse a «la bola»:

«El día que [la Revolución del sur] abandonó [Jojutia], [Zapata] mandó reunir a su gente en el zócalo, para emprender la marcha. El estaba montado en el caballo retinto regalado por el cura, en el centro, rodeado de algunos de sus jefes, cuando de repente se oyó una detonación. Al principio nadie se percató de lo que había pasado, pues los soldados acostumbraban constantemente disparar sus armas, como una diversión, y se creyó que el tiro que se había escuchado era uno de tantos de los que disparaban los soldados al aire, pero Zapata había sentido que se le ladeaba el sombrero; se lo quitó y vio que estaba clareado. Los jefes que estaban cerca de él, al ver el agujero, comprendieron que el balazo había sido dirigido en contra de Zapata:

vieron que el que lo había disparado se encontraba en el edificio de la Jefatura política y al dirigir la vista hacia dicho [inmueble] miraron a un hombre que precipitadamente se retiraba de uno de los balcones. Esto pasó en menos de lo que se cuenta. Los que estaban más cerca de Zapata se precipitaron hacia la Jefatura política, pero Zapata gritó: "Nadie se mueva"; y sin vacilación ninguna movió rápidamente el magnífico caballo que montaba hacia la puerta de la Jefatura, y dándole un fuerte impulso lo hizo subir por las escaleras del edificio, ante la mirada atónita de los que presenciaban esta escena, quienes desde abajo pronto lo vieron aparecer detrás de los balcones, recorriendo las piezas del Palacio Gubernamental, con la carabina en la mano. Una vez que hubo revisado todas las oficinas, sin encontrar a nadie, jaló la rienda al caballo, haciéndolo descender por las escaleras, y con toda tranquilidad apareció nuevamente en la plaza, ante la admiración del numeroso pueblo que lo contemplaba y de sus tropas, montando en el arrogante caballo retinto, regalo de Prisciliano Espíritu, el cura de Axochiapan, y con el puro en la boca, que nunca abandonaba, aún en lo más recio de los combates».

A las pocas semanas Tepepa muere a traición a manos de Figueroa. A Torres Burgos lo sorprenden los federales en una siesta de la que nunca despertaría. Zapata se convierte de súbito en el jefe de la Revolución. Hasta sus oídos llega una bravata del odiado administrador español, apellidado Carriles, de Chinameca: «... que ya que usted es tan valiente y tan hombre, tiene para usted miles de balas y las suficientes carabinas para recibirlos como se merecen». «Los ojos de Zapata», recuerda Paz, «chispearon de cólera.» Decidió a atacar Chinameca -su primera acción militar- no por seguir un plan preconcebido sino por pundonor.

De Chinameca, donde se hizo de buenos pertrechos, Zapata siguió a Jonacatepec. Poco a poco su ejército se ensancha. ¿Por qué lo siguen? Una de las razones, que se desprenden con claridad del corrido, es una especie de quiste histórico: el odio a los españoles.

«Entré por ese temor de los españoles», recordaba Constancio Quintero García, de Chinameca; «ya iban a jerrarnos como animales.» Espiridión Rivera Morales, del mismo sitio, explicaba: «Sembrábamos unos maicitos en los cerros, pues ya el español cabrón nos había quitado todas las tierras». Otros se sumaban por un ansia sencilla de libertad y justicia. «Teníamos más garantías en el monte a caballo, libres, que estando allí, porque estaban los rurales tras nosotros, cobrándonos

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