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Comunismo Y Fascismo

matiaslfc19 de Junio de 2013

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Furet

EL PASADO DE UNA ILUSIÓN

Capítulo VI. “Comunismo y fascismo”

El comunismo y el fascismo primero fueron movimientos, y luego regímenes. Son fenómenos inéditos, desconocidos en el siglo XIX y que cubren la política europea post primera guerra mundial. Ambos se ven como “sucesores incompatibles de la burguesía”, y anuncian un “hombre nuevo”, pese a ideas antagónicas que los oponen. “Lo que los une agrava lo que los opone”.

Esto es una gran dificultad para el estudio del siglo XX: son regímenes inéditos cuyo inventario no aparece ni en Aristóteles, ni en Montesquieu, ni Max Weber, y al ser precisamente esos regímenes los que le dan carácter único, el historiador se ve tentado a reducir lo desconocido a lo conocido, y a examinar el siglo XX con anteojos del siglo XIX, como una versión renovada del combate en pro y en contra de la democracia, en la modalidad fascismo/antifascismo.

La equivalencia postulada entre comunismo y antifascismo bloqueó durante largo tiempo todos los análisis sobre el primero. Dicha equivalencia tampoco facilitó la historia del fascismo, puesto que en ese concepto se confundían al régimen mussoliniano y el nazismo, para luego extenderse a todos los gobiernos autoritarios o dictatoriales. Según Furet, esto fue a propósito, así el fascismo seguía “sobreviviendo” para que el “antifascismo” pudiese seguir fecundando la historia del siglo.

Este uso de fascismo/antifascismo post caída de la URSS es útil a los políticos, pero no a los intelectuales. El comunismo pasó a ser “objeto de autopsia” como el fascismo o el nazismo. “La verdad” fue precedida y preparada por hombres lúcidos y nuevos conceptos que ayudan a entender la realidad.

La primera aportación fue el concepto “totalitarismo” para designar esta nueva realidad de una sociedad más o menos sometida a un partido-Estado que reina por medio de la ideología y del terror. Toqueville tomó el término despotismo de Montesquieu, pero tenía dificultades para utilizarlo en un Estado social democrático. El adjetivo totalitario cunde en el decenio de 1920, propagado a partir del fascismo italiano; desde 1925, Mussolini exalta ante sus partidarios “nuestra feroz voluntad totalitaria”. Totalitarismo tiene un doble significado: por un lado, expresa la supremacía de la voluntad política sobre toda la organización social, y por otro, designa el punto extremo al que el fascismo ha llevado la idea del Estado, elaborada durante cuatro siglos por el pensamiento político europea: en el caso de a omnipotencia de la voluntad totalitaria o sólo se trata del poder absoluto de un déspota no sometido a las leyes, sino de un Estado que controla toda la vida social, por la integración de todos los individuos que hay en su seno.

Pero el inventario del término en el período entre dos guerras no termina allí: desde esta época, el adjetivo “totalitario” y el concepto de totalitarismo como algo distinto del despotismo o de la tiranía también han pasado al uso culto para comparar fascismo y comunismo, y más exactamente la Alemania Hitleriana y la Unión Soviética de Stalin.

Furet hace una reseña de los debates y textos donde aparece el término “totalitarismo” refiriéndose a la URSS. Lo importante de este apartado es que varios sectores de izquierda (anti-stalinista) lo utilizan.

El adjetivo totalitario se volvió de uso corriente en el período entre las dos guerras para designar un tipo de régimen hasta entonces inédito, aunque sin la precisión analítica que le daría Hannah Arendt y los politólogos estadounidenses. En entreguerras solo quería decir que las dictaduras totalitarias tienen una vocación de ejercer sobre sus súbditos una dominación más estrecha y más compleja que las tiranías del pasado, y según los casos, incluye o no el régimen soviético en la categoría.

Esto deja en claro que el término totalitarismo no surgió en la post-guerra. Cuando Stalin derrotó a Hitler, la URSS pasó al bando de las fuerzas “antifascistas”, y casi como “un luchador por la libertad”. La idea del antifascismo compensaba la imposibilidad de plantear cualquier concepto que pudiera unir las democracias liberales con el comunismo estalinista.

En un país como Italia, en donde la ideología del antifascismo alcanzó su mayor esplendor, el concepto de totalitarismo nunca tuvo “derecho de ciudadanía”. La idea fue ignorada, casi prohibida, en el lugar donde había nacido el término.

Si bien Durante la Guerra Fría la comparación entre el nazismo y el comunismo fue una propaganda para movilizar a las democracias liberales contra la amenaza soviética, la idea es anterior a la guerra misma, y su pertinencia es más duradera. Aunque el “descubrimiento de la naturaleza totalitarista” de la URSS tardó en llegar post 1945.

La guerra de 1914 tiene para la historia del siglo XX el mismo carácter de matriz que la Revolución Francesa para el siglo XIX. De ella brotan directamente los hechos y movimientos que están en el origen de las tres “tiranías”: Lenin toma el poder en 1917, Mussolini en 1922 y Hitler fracasa en el 23 para triunfar 10 años después. Deja suponer una similitud de época entre las pasiones despertadas por esos regímenes inéditos que hicieron de la movilización política de sus ex soldados el camino hacia la dominación de un solo partido.

Entre el fascismo y el comunismo hay imitación y hostilidad. Mussolini toma cosas de Lenin pero lo hace para prohibir el comunismo en Italia. Hitler y Stalin ofrecerán ejemplos de una “complicidad beligerante”.

Se puede considerar que la victoria del bolchevismo ruso en 1917 es el punto de partida de una cadena de “reacciones”, a través de la cual primero el fascismo italiano y luego el nazismo aparecen como respuestas a la amenaza comunista pero que siguen el modelo revolucionario y dictatorial del comunismo. Una interpretación de ese género puede conducir, sino una justificación, a una trivialización del nazismo. Además, este modo de ver presenta también el inconveniente de atenuar la particularidad de cada uno de los regímenes fascistas, y no recurriendo ahora a un concepto único, sino a través de lo que combaten en común.

Antes que remitir desde el principio todos los fascismos a una fuente única para hacerlos descender juntos el curso tumultuoso del siglo, es más fructífero hacer un inventario de sus materiales y sus caracteres diversos.

Hijos de la guerra, el bolchevismo y el fascismo reciben de ella lo elemental. Llevan a la política lo que aprendieron en las trincheras: la violencia, la simplicidad de las pasiones extremas, la sumisión del individuo a la comunidad y la amargura de los sacrificios inútiles o traicionados. Es en los países vencidos en el campo de batalla o frustrados por las negociaciones de paz el hábitat por excelencia de estos sentimientos. Introducen en el orden político el “poder del número” al que los liberales del siglo XIX temieron siempre en el sufragio universal, donde no era tan peligroso, y que encuentran donde no lo vieron venir: en esos millones de ciudadanos ya no por el ejercicio solidario de un derecho, sino por la tragedia compartida de la servidumbre militar. La primera post guerra mundial inaugura la época de las masas. Esta nueva época es una señal de los avances de la democracia: hace del “gran número”, es decir, del más modesto de los ciudadanos, un sujeto activo de la nación. Pero lo integra no por educación, sino por recuerdos de una tragedia. Las masas no entran en acción como conjuntos de individuos ilustrados que han hecho un aprendizaje progresivo de la política moderna. Pasan brutalmente de la guerra a la paz.

Son antiguas las similitudes entre el socialismo y el pensamiento antiliberal y hasta antidemocrático. Desde la Revolución Francesa, la derecha reaccionaria y la izquierda socialista comparten la misma denuncia del individualismo burgués y la misma convicción de que la sociedad moderna, privada de verdaderos fundamentos, prisionera de la ilusión de derechos universales, no tiene un porvenir duradero.

La idea de un socialismo nacional no es nueva en 1918 o 1920, pero lo novedoso es el despojo de las “togas culturales” para “ponerse atuendos populares”. Después de la guerra, el “cóctel” socialismo-nacionalismo dejó de ser exclusivo para intelectuales.

Otra característica de los 3 totalitarismos es que su destino estuvo supeditado a la voluntad de un solo hombre. Los tres conquistaron el poder quebrantando gobiernos débiles con la fuerza superior de la voluntad, dirigida por completo y con increíble obstinación hacia esa meta única (se le suma un 4to: Stalin. Pero este aparece después, con la URSS medianamente conformada). No hay precedente histórico de semejante concentración de voluntades políticas en un espacio tan restringido y en la misma época. Una vez en el poder, todos lo ejercieron de manera autocrática, a excepción de Lenin que contaba con un esquema revolucionario. El resto puso en práctica sus concepción de hombre nuevo, más fieles a sus “locas ideas” que a sus apoyos coyunturales. Ellos decidían según les parecía, y no por un programa (el Holocausto no era parte de ningún programa).

El misterio de estos regímenes no puede aclararse a través de intereses sociales, ya que se debe al carácter inverso: a su terrible independencia respecto a esos intereses, sean proletarios o burgueses (se pregunta que tuvo que ver el marxismo con lo que pasó en Rusia).

Para adentrarse a este tema, el historiador tiene que ir por la vía clásica de estudio: los inventarios de las voluntades y las circunstancias. Divide el tema en dos actos

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