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Discurso En La Universidad

400115 de Mayo de 2013

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INAUGURACIÓN DE LA UNIVERSIDAD NACIONAL

(Discurso en el acto de la inauguración de la Universidad Nacional de México,

el 22 de septiembre de 1910)

Señor Presidente de la República, señoras, señores:

Dos conspicuos adoradores de la fuerza transmutada en derecho, el autor del Imperio germánico y el autor de la Vida estrenua; el que la concebía como instrumento de dominación, como el agente superior de lo que Nietzsche llama "la voluntad de potencia", y el que la preconiza como agente de civilización, esto es, de justicia, son quienes principalmente han logrado imbuir en el espíritu de todos los pueblos capaces de mirar lo porvenir, el anhelo profundo y el propósito tenaz de transformar todas sus actividades: la mental, como se transforma la luz; la sentimental, como se transforma el calor, y la física, como se transforma el movimiento en una energía sola, en una especie de electricidad moral que es propiamente la que integra al hombre, la que lo constituye en un valor, la que lo hace entrar como molécula consciente en las distintas evoluciones que determinan el sentido de la evolución humana en el torrente del perenne devenir...

Esta resolución de ser fuertes, que la antigüedad tradujo por resultados magníficos en grupos selectos y que entra ya en el terreno de las vastas realizaciones por nacionalidades enteras, muestra que el fondo de todo problema, ya social, ya político, tomando estos vocablos en sus más comprensivas acepciones, implica necesariamente un problema pedagógico, un problema de educación.

Porque ser fuertes, ya lo enunciamos, es, para los individuos, resumir su desenvolvimiento integral: físico, intelectual, ético y estético, en la determinación de un carácter. Claro es que el elemento esencial de un carácter está en la voluntad; hacerla evolucionar intensamente, por medio del cultivo físico, intelectual, moral, del niño al hombre, es el soberano papel de la escuela primaria, de la escuela por antonomasia; el carácter está formado cuando se ha impreso en la voluntad ese magnetismo misterioso, análogo al que llama a la brújula hacia el polo, el magnetismo del bien. Cultivar voluntades para cosechar egoísmos, sería la bancarrota de la pedagogía; precisa imantar de amor a los caracteres; precisa saturar al hombre de espíritu de sacrificio, para hacerle sentir el valor inmenso de la vida social, para convertirlo en un ser moral en toda la belleza serena de la expresión; navegar siempre en el derrotero de ese ideal, irlo realizando día a día, minuto a minuto; he aquí la divina misión del maestro.

La Universidad, me diréis, la Universidad no puede ser una educadora en el sentido integral de la palabra; la Universidad es una simple productora de ciencia, es una intelectualizadora; sólo sirve para formar cerebrales. Y sería, podría añadirse entonces, sería una desgracia que los grupos mexicanos ya iniciados en la cultura humana, escalonándose en gigantesca pirámide, con la ambición de poder contemplar mejor los astros y poder ser contemplados por un pueblo entero, como hicieron nuestros padres toltecas, rematase en la creación de un adoratorio en torno del cual se formase una casta de ciencia, cada vez más alejada de su función terrestre, cada vez más alejada del suelo que la sustenta, cada vez más indiferente a las pulsaciones de la realidad social turbia, heterogénea, consciente apenas, de donde toma su savia y en cuya cima más alta se encienda su mentalidad como una lámpara irradiando en la soledad del espacio...

Torno a decirlo: esto sería una desgracia; ya lo han dicho psicosociólogos de primera importancia. No, no se concibe en los tiempos nuestros que un organismo creado por una sociedad que aspira a tomar parte cada vez más activa en el concierto humano, se sienta desprendido del vínculo que lo uniera a las entrañas maternas para formar parte de una patria ideal de almas sin patria; no, no será la Universidad una persona destinada a no separar los ojos del telescopio o del microscopio, aunque en torno de ella una nación se desorganice; no la sorprenderá la toma de Constantinopla discutiendo sobre la naturaleza de la luz del Tabor.

Me la imagino así: un grupo de estudiantes de todas las edades sumadas en una sola, la edad de la plena aptitud intelectual, formando una personalidad real a fuerza de solidaridad y de conciencia de su misión, y que, recurriendo a toda fuente de cultura, brote de donde brotare, con tal que la linfa sea pura y diáfana, se propusiera adquirir los medios de nacionalizar la ciencia, de mexicanizar el saber. El telescopio, al cielo nuestro, sumario de asterismos prodigiosos en cuyo negror, hecho de misterio y de infinito, fulguran a un tiempo el septentrión, inscribiendo eternamente el surco ártico en derredor de la estrella virginal del polo, y los diamantes siderales que clavan en el firmamento la Cruz austral; el microscopio, a los gérmenes que bullen invisibles en la retorta del mundo orgánico, que en el ciclo de sus transformaciones incesantes hacen de toda existencia un medio en que efectuar sus evoluciones, que se emboscan en nuestra fauna, en nuestra flora, en la atmósfera en que estamos sumergidos, en la corriente de agua que se desliza por el suelo, en la corriente de sangre que circula por nuestras venas, y que conspiran con tanto acierto como si fueran seres conscientes, para descomponer toda vida y extraer de la muerte nuevas formas de vida.

Toda ella se agotaría probablemente en nuestro planeta antes de que la ciencia apurase la observación de cuantos fenómenos nos particularizan y la particularizasen a ella. Nuestro subsuelo, que por tantos capítulos justifica el epíteto de "nuevo" que se ha dado a nuestro mundo; las peculiaridades de la conformación de nuestro territorio constituido por una gigantesca herradura de cordilleras que, emergida del océano en plena zona tórrida, la transforma en templada y la lleva hasta la fría y la sube a buscar la diadema de nieve de sus volcanes en plena atmósfera polar, y allí, en esas altitudes, colmado del arco interno de la herradura por una rampla de altiplanicies que va muriendo hacia el norte, nos presenta el hecho, único quizá en la vida étnica de la tierra, de grandes grupos humanos organizándose y persistiendo en existir, y evolucionando y llegando a constituir grandes sociedades, y una nación resuelta a vivir, en una altitud en que, en otras regiones análogas del globo, o los grupos humanos no han logrado crecer, o no han logrado fijarse, o vegetan incapaces de llegar a formar naciones conscientes y progresivas.

Y lo que presenta un interés extraordinario es que, no sólo por esas condiciones el fenómeno social y, por consiguiente, el económico, el demográfico y el histórico tienen aquí formas sui generis, sino los otros fenómenos, los que se producen más ostensiblemente dentro de la uniformidad fatal de las leyes de la naturaleza: el fenómeno físico, el químico, el biológico obedecen aquí a particularidades tan íntimamente relacionadas con las condiciones meteorológicas y barológicas de nuestro habitáculo, que puede afirmarse que constituyen, dentro del inmenso imperio del conocimiento, una provincia no autonómica, porque toda la naturaleza cabe dentro de la cuadrícula soberana de la ciencia; pero sí distinta, pero sí característica.

Y si de la naturaleza pasamos al hombre, que, cierto, es un átomo, pero un átomo que no sólo refleja al universo, sino que piensa, ¡qué tropel de singularidades nos salen al encuentro! ¿Aquí habitó una raza sola? ¿Las diferencias, no estructurales, pero sí morfológicas de las lenguas habladas aquí, indican procedencias distintas en relación con una diversidad, no psicológica, pero sí de configuración y de aspecto de los habitantes de estas comarcas?: Si no es un centro de creación este nuestro continente, ¿a dónde está la cepa primera de estos grupos? ¿hay acaso una unidad latente de este grupo humano que corre, a lo largo de los meridianos, de un polo a otro? Estos hombres que construyeron pasmosos monumentos en medio de ciudades al parecer concebidas por un solo cerebro de gigante y realizadas por varias generaciones de vencidos o de esclavos de la pasión religiosa, servidores de una idea de dominación y orgullo, pero convencidos de que servían a un dios, también erigieron en sus cosmogonías y teogonías monumentos espirituales más grandes que los materiales; como que tocan por sus cimas, abigarradas al igual de las de sus teocalis, a los problemas eternos, esos en presencia de los cuales el hombre no es más que el hombre, en todos los climas y en todas las razas; es decir, una interrogación ante la noche. ¿Quiénes eran estos hombres, de dónde vinieron, en dónde están sus reliquias vivas en el fondo de este mar indígena sobre que ha pasado desde los tiempos prehistóricos el nivel de la superstición y de la servidumbre; pero que nos revela, de cuando en cuando, su formidable energía latente con individualidades cargadas de la electricidad espiritual del carácter y la inteligencia?

Y la historia del contacto de estas que nos parecen extrañas culturas aborígenes, con los más enérgicos representantes de la cultura cristiana, y la extinción de la cultura, aquí en tan múltiples formas desarrolladas, como efecto de ese contacto hace cuatrocientos años comenzado y que no acaba de cunsumarse, y la persistencia del alma indígena copulada con el alma española, pero no identificada, pero no fundida, ni siquiera en la nueva raza, en la familia propiamente mexicana, nacida, como se ha dicho, el primer beso de Hernán Cortés y la Malintzin; y la necesidad de encontrar en una educación común la forma de esa unificación

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