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El Papa De Simon

vielka1005 de Noviembre de 2013

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Las doce acababan de sonar. La puerta de la escuela se abrió y los chicos se lanzaron fuera, atropellándose por salir más pronto. Pero no se dispersaron rápidamente, como todos los días, para ir a comer a sus casas; se detuvieron a los pocos pasos, formaron grupos y se pusieron a cuchichear.

Todo porque aquella mañana había asistido por vez primera a clase Simón, el hijo de la Blancota.

Habían oído hablar en sus casas de la Blancota; aunque en público le ponían buena cara, a espaldas de ella hablaban las madres con una especie de compasión desdeñosa, de la que se habían contagiado los hijos sin saber por qué.

A Simón no lo conocían, porque no salía de su casa, y no los acompañaba en sus travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. No le tenían, pues, simpatía; por eso acogieron con cierto regocijo y una mezcla considerable de asombro, y se la fueron repitiendo, unos a otros, la frase que había dicho cierto muchachote, de catorce a quince años, que debía estar muy enterado, a juzgar por la malicia con que guiñaba el ojo:

-¿No lo saben?... Simón... no tiene papá.

Apareció a su vez en el umbral de la puerta de la escuela el hijo de la Blancota. Tendría siete u ocho años. Era paliducho, iba muy limpio, y tenía los modales tímidos, casi torpes.

Regresaba a casa de su madre, pero los grupos de sus camaradas lo fueron rodeando y acabaron por encerrarlo en un círculo, sin dejar de cuchichear, mirándolo con ojos maliciosos y crueles de chicos que preparan una barrabasada. Se detuvo, dándoles la cara, sorprendido y embarazado, sin acertar a comprender qué pretendían. Pero el muchacho que había llevado la noticia, orgulloso del éxito conseguido ya, le preguntó:

-Tú, dinos cómo te llamas.

Contestó el interpelado:

-Simón.

-¿Simón qué?

El niño repitió desconcertado:

-Simón.

El mozalbete le gritó:

-La gente suele llamarse Simón y algo más... Eso no es un nombre completo... Simón.

El niño, que estaba apunto de llorar, contestó por tercera vez:

-Me llamo Simón.

Los rapazuelos se echaron a reír, y el mozalbete alzó la voz con acento de triunfo:

-Ya ven que yo estaba en lo cierto y que no tiene padre.

Se hizo un profundo silencio. Aquel hecho extraordinario, imposible, monstruoso -un chico que no tiene papá-, había dejado estupefactos a los chicos. Lo miraban como a un fenómeno, a un ser fuera de lo corriente, y sentían crecer dentro de ellos el desprecio con que sus madres hablaban de la Blancota y que les resultaba inexplicable hasta entonces.

Simón, por su parte, se había apoyado en un árbol para no caer y permanecía sin moverse, como aterrado por un desastre irreparable. Hubiera querido explicarse, pero no encontraba nada que contestarles para desmentir aquella afirmación horrible de que no tenía papá. Por fin, pálido, les gritó, por contestar algo:

-Sí, lo tengo.

-Dinos dónde está -le preguntó el mayor.

Simón se calló; no lo sabía. Los niños reían, dominados por una gran excitación; eran campesinos, vivían en contacto con los animales, y los aguijoneaba el mismo instinto cruel que empuja a las gallinas de un corral a acabar con la que sangra. Simón acertó a ver a un chico vecino suyo, hijo de una viuda, al que siempre había visto solo con su madre, lo mismo que él. Y le dijo:

-Y tú tampoco tienes papá.

-Sí que lo tengo -respondió el otro.

-Dinos dónde está -respondió Simón.

El pequeño replicó con magnífico orgullo:

-Se murió. Está en el cementerio.

Corrió entre aquellos tunantuelos un murmullo de aprobación, como si el hecho de tener el padre muerto y en el cementerio hubiese dado talla a su camarada para aplastar a este otro, que no lo tenía en ninguna parte. Y aquellos truhanes, cuyos padres eran, casi todos, malas personas, borrachos, ladrones y brutales con sus mujeres, apretaban más y más el cerco, atropellándose, como si, a fuer de legítimos, hubiesen querido ahogar con una presión común al que estaba fuera de la ley.

De pronto, uno que estaba al lado mismo de Simón, se mofó de él sacándole la lengua y le gritó:

-¡Que no tienes papá! ¡Que no tienes papá!

Simón lo agarró del pelo con las dos manos y le acribilló a puntapiés las pantorrillas, contestando el otro con un feroz mordisco en un carrillo. Se armó una batahola fenomenal. Separaron a los combatientes y llovieron los golpes sobre Simón, que rodó por el suelo, magullado, con la ropa en jirones, entre el círculo de pilluelos que aplaudían. Se levantó, y cuando se limpiaba maquinalmente su blusilla, sucia de tierra, le gritó uno de los chicos:

-Vete a contárselo a tu papá.

Simón fue presa de profundo descorazonamiento. Eran los más fuertes, le habían pegado, y nada tenía que contestarles, porque se daba buena cuenta de que no tenía papá. El orgullo le hizo luchar por espacio de algunos segundos con las lágrimas que lo agarrotaban. Le acometió un ahogo y rompió a llorar en silencio, con un acompañamiento de profundos sollozos que lo sacudían precipitadamente.

Estalló entre sus enemigos un regocijo feroz, y al igual que hacen los salvajes en sus júbilos terribles, se dieron espontáneamente las manos y se pusieron a bailar en círculo a su alrededor, repitiendo como estribillo: "¡Que no tiene papá! ¡Que no tiene papá!"

De improviso dejó Simón de sollozar. Lo sacó de quicio la ira. Había piedras a sus pies, las cogió y las tiró con todas sus fuerzas contra sus verdugos. Alcanzó a dos o tres, que huyeron llorando; cundió el pánico entre los demás, al ver su aspecto amenazador. Cobardes, como lo es siempre la muchedumbre frente a un hombre exasperado, huyeron a la desbandada.

El pequeño sin padre echó a correr hacia el campo, así que se quedó solo, porque lo asaltó un recuerdo que lo impulsó a tomar una gran resolución: ahogarse en el río.

Se había acordado de aquel pobre mendigo que ocho días antes se tiró al agua porque no tenía dinero. Allí estaba Simón cuando sacaron el cadáver; aquel desgraciado, que le había parecido siempre digno de compasión, sucio y feo, lo impresionó por el aspecto de tranquilidad que tenía con sus mejillas pálidas, su larga barba impregnada de agua y el mirar sereno de sus ojos abiertos. Alguien de los que estaban allí dijo:

-Está muerto.

Otros agregaron:

-Ahora al menos es feliz.

También Simón quería ahogarse, pues si aquel desdichado no tenía dinero, él no tenía padre.

Llegó hasta muy cerca del agua y se quedó viéndola correr. Jugueteaban rápidos algunos peces en la corriente limpia; de cuando en cuando daban un saltito y atrapaban alguna mosca que revoloteaba en la superficie del agua. Dejó de llorar y se quedó mirándolos, atraído con aquellas maniobras. Sin embargo, lo mismo que en las calmas momentáneas de una tempestad cruzan de improviso fuertes ráfagas de viento que hacen crujir los árboles a su paso y van a perderse en el horizonte, así también surgía de cuando en cuando en la cabeza del niño un pensamiento que le producía vivo dolor: "Voy a ahogarme, porque no tengo papá".

Hacía buen tiempo y mucho calor. La caricia del sol calentaba la hierba. El agua brillaba como un espejo. Simón pasaba por instantes de arrobamiento, de una languidez que suele seguir a las lágrimas, y entonces le entraban muchas ganas de echarse a dormir sobre la hierba, al calor del sol.

Una ranita verde saltó en el suelo junto a sus pies. Se inclinó a cogerla. Se le escapó. Insistió en perseguirla y ella lo esquivó tres veces seguidas. Logró al fin atraparla de la extremidad de sus patas posteriores, y se echó a reír viendo los esfuerzos que el animalito hacía para escapar. Se recogía sobre sus largas patas y las alargaba de pronto con un esfuerzo brusco, poniéndolas rígidas como el hierro; mientras tanto, hinchaba su ojo redondo encerrado en un círculo de oro y manoteaba con sus dos patitas delanteras. Le hizo recordar a un juguete de listas de madera clavadas en zigzag unas con otras, con soldaditos sujetos encima y que se movían como un desfile por un movimiento parecido al de la rana. Esto lo llevó a pensar en su casa y en su madre; lo acometió una gran tristeza y rompió de nuevo a llorar. Sentía escalofríos en sus brazos y piernas; se puso de rodillas y rezó sus oraciones como antes de acostarse. No pudo acabarlas, porque lo volvió a dominar un acceso de sollozos, tan acelerados, tan tumultuosos, que lo sacudían de arriba abajo. Ya no pensaba; ya no veía nada de cuanto lo rodeaba, entregado por completo a su llanto.

Una manaza se apoyó de improviso en su hombro, y una voz ronca le preguntó:

-Vamos a ver, hombrecito, ¿qué es lo que te aflige tanto?

Simón se volvió. Un trabajador fornido, de barba y cabellos negros muy rizados, lo contemplaba con cara bondadosa. Le contestó con los ojos y la voz cuajados de lágrimas:

-Me han pegado los otros chicos... porque yo..., yo... no tengo... papá, no tengo... papá.

-¿Cómo puede ser eso? Todos tenemos un papá -le contestó el otro, sonriente.

El niño repitió a duras

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