El caudillo
adlaiMtzMonografía29 de Febrero de 2020
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Al iniciar en México la Intervención francesa en 1862, el presidente Benito Juárez necesitó más que nunca el apoyo militar de cada fuerza existente o posible de levantar en el país para resistir la imposición de un gobierno monárquico extranjero.
A Santiago Vidaurri, gobernador del estado de Nuevo León-Coahuila, quien ejercía desde 1860 el aprovechamiento de las aduanas fronterizas, se le exigió que los recursos que utilizaba para satisfacer las necesidades locales fuesen destinados a la defensa del gobierno constitucional contra el avance del ejército de Napoleón III.
Vidaurri no negó por completo su apoyo a la causa liberal, pues enviaba pertrechos de guerra, hombres y dinero, según selo solicitaban, pero en cantidades mínimas y con poca frecuencia, acusando a Juárez de conformar su gabinete con individuos antividaurristas.
El presidente, quien ya iba en la ruta de su gobierno itinerante, podía considerar actuar en consecuencia, tratando al lampacense como uno de los muchos obstáculos a superar, precisamente en los momentos en que, teniendo en juego su sobrevivencia, el gobierno general estaba dispuesto a hacer a un lado a quien se le opusiera.
El 12 de febrero de 1864 entró Juárez a Monterrey junto con su gabinete. El resultado de la conversación entre los poderes local y nacional sobre el tema de las rentas federales desembocó en un rompimiento definitivo. Dejando Monterrey, Juárez había dispuesto partir hacia Saltillo, pero tomando en cuenta la cercanía de las fuerzas del general Armand Alexandre de Castagny, comandante de la Primera División del ejército francomexicano, prefirió marchar, el 15 de agosto de 1864, con rumbo a Chihuahua, mientras Julián Quiroga tomó la ciudad al día siguiente, proclamándose gobernador y comandante militar.
Quiroga hizo los preparativos para dialogar con los imperialistas que se acercaban a la ciudad, proponiéndole al general De Castagny que no invadiese el estado hasta que Vidaurri llegase para negociar, pero el jefe imperialista le exigió adherirse al Imperio de inmediato. Vidaurri quería llegar a un acuerdo con los intervencionistas sin la necesidad de adherirse a su causa. En suma, buscaba una postura de neutralidad, sin apoyar ni contra- ponerse al gobierno general que estuviese en turno, mientras éste no afectara a los intereses locales. Sin embargo, en esta ocasión Aquiles Bazaine, al frente del ejército napoleónico, consideró que no obtendría ningún beneficio pues las fuerzas de Juárez ya iban en huida y el ejército francomexicano tomaría la plaza sin disparar una sola bala.
Así, el general francés insistió en que respetaría el territorio nuevoleonés solamente si el caudillo y sus subordinados levantaban actas de adhesión a la causa imperial, a lo cual se negaron. Por tal motivo, De Castagny marchó sobre Monterrey, tomando la plaza el 26 de agosto de 1864, lo que hizo que Vidaurri les propusiera secundar al Imperio con la condición de que se le confiriera el mando de Nuevo León, a lo cual Bazaine se negó alegando que se le turnaría a un puesto “más acorde a su dignidad”.
Las autoridades francesas habían terminado por actuar de la misma forma que Juárez. En medio de la guerra hicieron lo posible por obtener el apoyo de Vidaurri para controlar Nuevo León y su aportación a la causa, pero ante la negativa del caudillo para alinearse a alguno de los grupos hizo que ambos terminaran por relegarlo del poder.
Tanto el presidente como los intervencionistas tomaron la plaza de Monterrey con sus ejércitos al frente y comenzaron a reorganizar la administración favorablemente al gobierno central.
El lampacense quedó entonces en una especie de limbo político, sin que ningún bando lo considerase ya como una necesidad, y vetado ineludiblemente del gobierno del estado que estuvo a su cargo desde 1855.
Sus opciones políticas con los liberales se habían agotado: Juárez lo consideraba traidor y había mandado un decreto para que fuese apresado y juzgado junto con sus subordinados. La seriedad de tales intenciones se comprobó desde finales de abril de 1864, cuando Manuel García Rejón, que había fungido como secretario del gobierno vidaurrista, fue detenido y fusilado en Tamaulipas.
El caudillo esperaba que se diera una circunstancia favorable para ganarse el perdón republicano, como tantas veces lo había conseguido, pero eso no sucedió; lo último que pudo soportar fue que Juárez mandara confiscar todas sus propiedades y su dinero fuera canalizado a las arcas federales.
Con el título de traidor, el sentimiento de ser perseguido a muerte, la zozobra de estar abandonado por sus tropas y quedando materialmente desposeído, Vidaurri tomó el único camino que le quedaba: el 4 de septiembre de 1864 firmó un acta en la que se adhirió al Imperio, haciendo lo mismo su subalterno Julián Quiroga.
Aunque el emperador conocía sobradamente la actitud de Vidaurri y las enemistades que había tenido con el presidente, creyó sin embargo que era vital aceptarlo en sus filas, pensando que otros liberales podrían imitar su ejemplo.
La impresión que tuvo el emperador sobre el caudillo fue sumamente positiva, pues lo describió a su esposa como “de aspecto interesante, muy alto y por completo al estilo de Lincoln, nada tiene de mexicano”.
Además, siendo liberal, el general lampacense tuvo mayores consideraciones por parte de Maximiliano de Habsburgo, quien de inmediato lo posicionó como uno de sus ministros más allegados, mientras que a Quiroga lo comisionó para continuarla lucha por el dominio imperial en el noreste del país.
Vidaurri fue asignado como Consejero de Estado, cargo que debía ejercer desde la capital, es decir, sin entrometerse en sus antiguos dominios norteños. El simple hecho de que el caudillo volviese a Monterrey causaba psicosis entre los imperialistas, como en una visita en febrero de 1865 en la que se le mantuvo con estricta vigilancia e, incluso, algunos oficiales europeos asegura-ron que había comenzado a planear una revuelta.
Pero la administración imperialista en Nuevo León tuvo que enfrentarse también al vacío de poder generado por la salida del caudillo, mientras que la clase política tuvo que tolerar el inicio de un gobierno también centralista que la subordinaba por completo. En este periodo la creación de una burocracia que manejara los asuntos públicos de la llamada Prefectura del Departamento de Nuevo León, fue un asunto de primera importancia.
Desde el mismo día en que entraron las tropas imperialistas a Monterrey el general De Castagny se abocó en delinear al nuevo cuerpo de autoridades municipales. Tomando como base a los individuos de la élite política existente, designó a quienes ocuparían los puestos de la Prefectura, previendo que aquellos que se negasen a tomar su lugar estarían expuestos a la pena de seis meses de prisión. El 7 de septiembre del mismo año, De Castagny culminó los nombramientos de las autoridades estatales, al asignar los puestos relativos al rubro de justicia en el estado.
Para las autoridades imperiales, el papel de la élite política en este periodo era dar continuidad al gobierno, para lo cual abrieron las puertas a todo aquel que quisiera participar en la administración, pero también amenazaron con sanciones a aquellos que fuesen elegidos y se negasen a ocupar sus puestos.
Con ello, la clase política que tanto había resentido su falta de participación en tiempos de Vidaurri tuvo la oportunidad de encargarse del gobierno nuevoleonés, aunque debía supeditarse a dos instancias de poder que estaban por encima de ella: los mandos imperiales y el ejército francomexicano. Ambos tenían la autoridad de nombrar y destituir autoridades según su arbitrio, controlar las finanzas, intervenir en la impartición de justicia y, en fin, tener intromisión en todos los rubros de la administración pública estatal.
Además, con la implementación del nuevo estado imperial inició un proyecto centralizador del poder en la figura del emperador, haciendo que cada distrito político dependiese directamente de las decisiones tomadas desde la capital, y no tanto del prefecto político (equivalente al gobernador).
Para la élite política nuevoleonesa esto era más un obstáculo que un beneficio. Acostumbradas las autoridades municipales a recurrir a un gobierno estatal fuerte como era el de Vidaurri para atender sus necesidades prioritarias, no vieron con buenos ojos el tener que atenerse a las disposiciones y auxilios de un gobierno que residía en la capital. Por su parte, las autoridades de la Prefectura Superior del estado no podían satisfacer por completo las necesidades de los distintos distritos, sobre todo por el estado bélico que la guerra de guerrillas y las incursiones de los indios provocaban.
La centralización e interposición de poderes dentro del mismo territorio hizo que la clase política se mantuviera apática ante el gobierno imperialista. La mayor parte de los políticos estaban divididos en dos grandes bandos: el que simpatizaba con el presidente Juárez y sus allegados, y el que prefería el regreso de Vidaurri al poder. Así lo percibió el general René Pierre Jean Joseph Jeannigros cuando estuvo en Nuevo León, al comunicarle al general Charles Abel Douay, comandante de la Segunda División del ejército francomexicano, sobre cómo iban los asuntos políticos: “En diversas ocasiones he te- nido la honra de participar a U. Que las poblaciones de Nuevo León son generalmente hostiles al Gobierno Imperial y que no podemos aún contar con los empleados que funcionan en nombre del Emperador. Semejante situación actual se vuelve realmente embarazosa; la autoridad militar no sabe ya sobre quién apoyarse; no puede, no obstante, pasarse sin el concurso de la administración. La administración actual de Nuevo León está compuesta casi exclusiva- mente de gentes pertenecientes al partido del general Vidaurri. Este partido es, en mi concepto, el más numeroso y el más poderoso; pero es más adicto a Vidaurri que al Emperador y no seguirá nunca sino las aspiraciones del primero”.
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