El pozo
Tesis25 de Junio de 2013
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El pozo
(Cuento de Baldomero Lillo)
Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la campiña polvorienta.
El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida coloración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.
Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.
Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espaldas hacia la entrada, introducía en el cubo puesto en tierra ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.
Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente deprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba alpargatas de cáñamo.
El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven rápidamente, y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su expresiva fisonomía.
El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba de la moza, y se quedó inmóvil devorándola con la mirada.
La muchacha, con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos en los pliegues de su traje.
—Rosa —dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal contenida—, qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado!
Y cambiando de acento, con voz apasionada e insinuante prosiguió:
—Ahora que estamos solos me dirás qué es lo que te han dicho de mí; por qué no me oyes y te escondes cuando quiero verte.
La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.
—Rosa —imploró la voz—, ¿tendré tan mala suerte que desprecies mi cariño, este corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!
Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió:
—¡Nunca te dije nada!
—Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que te juré casarme contigo no me dijiste que no. Al contrario, te reías y con los ojos me dabas el sí.
—Creí que lo decías por broma.
Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche contestó:
—¡Broma! ¡Mira! Aunque se rían de mí porque me caso a fardo cerrado, di una palabra y ahora mismo voy a buscar el cura para que nos eche las bendiciones.
Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con tono sombrío y resuelto exclamó:
—¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!
—Nada tengo que decirte y si no me dejas pasar, grito y llamo a mi madre.
Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió:
—¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!
Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.
—Por última vez, ¿quieres o no ser mi mujer?
—¡Nunca! —dijo con fiereza la joven—. ¡Primero muerta.
La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas, que el muchacho quedó un instante como atontado sin hallar qué responder; pero de improviso ebrio de despechos y de deseos dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.
Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la mano que sofocaba sus gritos y le impedía demandar socorro.
Una aparición inesperada la salvó. Un segundo individuo estaba de pie en el umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados y la mirada centelleante aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el rostro ceñudo y los ojos inyectados en sangre.
Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban entrever tesoros de ocultas bellezas que su dueña esmerábase en poner a cubierto con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa.
Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo más alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. Silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio, se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados, esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba sus rostros congestionados y sudorosos.
Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en celo que se disputaran la posesión de la hembra que los excita y enamora.
Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración: se agachó y cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.
Rosa lanzó una postrera mirada al grupo, y luego, sin preocuparse del cubo vacío, se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba de las habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras por la parte opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de batalla.
La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y, empujándola suavemente, transpuso el umbral. Un gran fuego ardía en la chimenea y en el centro del cuarto una mujer en cuclillas delante de una artesa de madera se ocupaba de lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el mobiliario, y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que conducía a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?
Rosa, con tono compungido y lacrimoso, respondió:
—¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos, todo lo han arrancado y pisoteado!
El semblante de la mujer se puso rojo como la p úrpura.
—¡Ah!, condenada —gritó—, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado la chancha del otro lado.
P úsose de pie blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y se desató en improperios y amenazas.
—¡Bribona! si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras.
Y con las sayas levantadas se dirigi ó presurosa a comprobar el desastre.
La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo plomizo ligeramente brumoso.
...