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En La Popa Hay Un Cuerpo Reclinado

luciana200115 de Noviembre de 2013

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En la popa hay un cuerpo reclinado

René Marqués

A pesar del sol inmisericorde, los ojos se mantenían muy abiertos. Las pupilas, ahora, con esta luz filosa, adquirían una transparencia de miel. La nariz, proyectada al cielo, y el cuello en tensión, parecían modelados en cera: ese blanco cremoso de la cera, esa luminosidad mate del panal convertido en cirio. Lástima que el collar de seda roja ciñera la piel tan prietamente. Lucía bien el rojo sobre el blanco cremoso de la piel. Pero daba una inquietante sensación de incomodidad, de zozobra casi.

El cuerpo desnudo estaba reclinado suave, casi graciosamente, en la popa del bote. Desnudo no. Los senos, un poco caídos por la posición del torso, lograban a medias ocultarse tras la pieza superior de la trusa azul.

Remaba lenta, rítmicamente. No le acuciaba prisa alguna. No sentía fatiga. El tiempo estaba allí inmovilizado, tercamente inmóvil, obstinándose en ignorar su destino de eternidad. Pero el bote avanzaba. Avanzaba ingrávido, como si no existiese el peso del cuerpo semidesnudo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa...

El bote pesa menos que el sentido de mi vida junto a ti. Y los remos trasmitían la levedad del peso a sus manos. Sus músculos, en la flexión rítmica, apenas si formaban relieve en los bíceps; meras cañas de bambú, apenas nudosos, sin la forma envidiada de otros brazos, a pesar de las vitaminas que en el anuncio del diario garantizaban la posesión de un cuerpo de Atlas, de atleta al menos. Observó su propio pecho hundido. Debo hacer ejercicio. Es una vergüenza. La franja estrecha de vellos negros separando apenas las tetillas. Dejaré de fumar el mes próximo. Me estoy matando. No sentía el sol encendido en su espalda. Quizás por la brisa. Era una brisa acariciante, suave, fresca, como si en vez de salitre trajera humedad de hoja de plátano o rocío de helechos. Resultaba extraño. Ninguna de sus sensaciones correspondía a la realidad inmediata. Pero el bote avanzaba. Y su propio vientre escuálido formaba arrugas más arriba del pantaloncito de lana. Y abajo, entre sus piernas, el bulto exagerado a pesar de lo tenso del elástico.

Porque hay un absurdo cruel en el sentido equilibrio de ese alguien responsable de todo; que no es equilibrio, que no tiene en verdad sentido, que no es igual a mantener el bote a flote con dos cuerpos, ni hacer que el mundo gire sobre un eje imaginario, porque estar aquí no lo he pedido yo, del mismo modo que nunca pedí nada. Pero exigen, piden, demandan, de mí, de mí sólo. Eres tan niño. Y tienes ya cosas de hombre. Y no supe si lo decía porque escribía a escondidas o por lo otro. Pero no debió decirlo. Porque una madre haría bien en estrujar cuidadosamente las palabras en su corazón antes de darles calor en sus labios. Y nunca se sabe. Aunque por saberlo acepté ir con Luis a la casa de balcón en ruinas donde vivía la vieja Leoncia con las nueve muchachas. Y comprobaron todas que sí, que yo tenía cosas de hombre, y gozaron mucho, sobre todo la bajita de muslos duros y mirada blanda como de níspero. Pero fíjate que eso no es ser hombre. Porque ser hombre es tener uno sentido propio. Y ella lo tenía por mí: No te cases joven, hijito. Y el sentido no estaba en el amor. Porque el amor estaba siempre en una muchacha negra, o mulata, o pobre o generosa en demasía con su propia cuerpo. Y no era ése el sentido que ella tenía para mí, sino una blanca y bien nacida. Y tampoco era en escribir: Deja esas tonterías, hijito, sino en una profesión, la que fuese, que no podía ser otra sino la de maestro, porque no siempre hay medios de estudiar lo que más se anhela. Y murió al llevarle yo el diploma, no sé si de gusto, aunque el doctor aseguró que era sólo de angina. Pero de todos modos murió. Y yo creí que al fin mi vida tendría un sentido. Pero no se puede llenar una vida vacía de sentido como se ahita una almohada con guano, o con plumas de ganso, o con plumas más suaves de cisne. Porque ya yo era maestro. Y no pasaría necesidades, teniendo una carrera, como había asegurado ella, ni escribiría jamás. Y te conocía a ti que prometías dar amor a mi vida, suavidad a mi vida, como pluma de cisne. Y me casé contigo que entonces tenías los pechitos erguidos y eras de buena cuna, y creí que sería hombre de provecho porque no fui más a la casa vieja de balcón en ruinas (a Leoncia sólo la vi luego cargando el Sepulcro, los Viernes Santos, en la procesión de las cuatro), y me dediqué a trabajar como lo hacen los mansos y a quererte como el que tiene hambre vieja de amor, que eso tenía yo, porque no hay ser que viva con menos amor que el hijo de una madre que dirige con sus manos duras el destino, y es esclava de su hijo. Y esa hambre de amor que yo tenía desde chiquito y que no saciaban las muchachas de la casa vieja (eran nueve las muchachas) estaba en mí para que tú la saciaras, y por eso no escribí ya más, y todo ello para que estés ahora ahí, quieta, en la popa del bote, como si no oyeras ni sintieras nada, como si no supieras que estoy aquí, gobernando la nave, yo, por vez primera, hacia el rumbo que escoja, sin consultar a nadie, ni siquiera a ti, ni a mi madre porque está muerta, ni a la principal de esa escuela donde dicen que soy maestro ("mister", "mister", usted es lindo y me gusta y el mundo se está cayendo), ni a la senadora que demanda que yo vote por ella, ni a la alcaldesa que pide que yo mantenga su ciudad limpia, ni a la farmacéutica que exige que yo, precisamente yo, le pague la cuenta atrasada, sonriendo, como sonríen los seres que tienen siempre la vida o la muerte en sus manos, ni a la doctora que atendió al nene, ni a todas las que exigen, y obligan, y piden, y sonríen, y dejan a uno vacío, sin saber que ya otra había vaciado de sentido, desde el principio, al hombre que no pidió estar aquí, ni exigió nunca nada; a nadie, ¿entiendes?, a nadie.

¿Por qué se afinaba tanto la costa? La copa de los cocoteros se fundía ya con las tunas y las uvas playeras. Era una pincelada verde, alargada, como una ceja que alguien depilara sobre el párpado semicerrado de la arena. El mar parece azul desde la costa, pero es verde aquí, sólo verde. ¿No había una realidad que fuese inmutable sin importar la distancia?

Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glú-glú rápido. Y a pesar de ser dos los remos, el sonido era simultáneo, como si fuese uno. El cuerpo en la popa seguía ejerciendo una fascinación indescriptible. No era que los senos parecieran un poco caídos. Eso sin duda se debía a la posición de ella frente a él. Pero el vientre no era tan terso como la noche de bodas.

-No, así no quiero. Los hijos deforman el cuerpo.

Precisamente allí, donde la pieza inferior de la trusa azul bordeaba la carne tan apretadamente, se había deformado el vientre.

-Ay, mi pobre cuerpo. Por tu culpa.

Y había crecido ahí, precisamente ahí, en el lugar que había sido terso y que él besara con la pasión de una luna perdida en la búsqueda inútil de su noche. Hasta que no pudo crecer más y rompió la fuente de sangre y gritos.

-Es un niño.

¡Qué débil y frágil es! Como son siempre los niños. Aunque la fragilidad de la embarcación no le impedía llevar el peso de los dos cuerpos rasgando el verde desasogado del mar. El sol de nadie tenía piedad. Y él remaba sin prisa, el infinito a su espalda. ¡Es tan frágil la infancia! Tan frágil un cuerpo reclinado suave, casi graciosamente, sobre la popa del bote.

Ahora no sentía el cansancio de las noches y las mañanas.

-El nene está llorando.

-Levántate tú. Yo estoy cansada.

Remaba rítmicamente, sin esfuerzo casi, sin fatiga, la brisa salpicando de espuma el interior del bote.

-Por mí, querido, un televisor.

-No sé si pueda. Este mes...

-La vida no tiene sentido sin televisor.

La vida no tenía sentido, pero el sol evaporaba rápidamente las gotas tenues de mar sobre la piel de ella.

-Mañana vence el plazo de la lavadora eléctrica.

Cada remo hacía chas al hundirse en el agua y luego un glu-glú rápido, huidizo. Pero lento, angustioso, enloquecedor, saliendo de la incisión en la garganta del nene por el tubo de goma con olor a desinfectante.

-Si se obstruye el tubo, muere el niño. (El niño mío, quería decir ella, el niño que era mi hijo.)

Café negro y bencedrina. Aléjate, sueño, aléjate. Limpiar el tubo, mantener el tubo sin obstrucciones. Glu-glú, al unísono, los remos saliendo del agua. Glu-glú, el reloj de esfera negra, sobre la mesa de noche.

-Papi, mami está llorando porque se le quemó el arroz. (Ay, se le quemó el arroz. Otra vez se le quemó el arroz.)

Glu-glú, y la espuma del tubo, que era preciso limpiar. Cuidadosamente. Cuidadosamente, con el pedazo de gasa desinfectada.

-Papi, cuando yo sea grande, ¿me casaré también?

Café negro y bencedrina. ¿Por qué los remos empezaban de súbito a sentirse pesados y recios bajo sus manos? Café negro...

-No puedo más. Quédate tú ahora con el nene.

-Yo no. Los nervios me matan Soy sólo una débil mujer.

Glu-glú. Glu-glú. Minuto a minuto. Glu-glú, en el reloj de la mesa. Glu-glú, en la punta de los remos. Glu-glú, en los párpados pesados de sueño. Glu-glú. Glu-glú. Glu...

-Otra vez tarde. Y ayer faltó usted a clase.

-Ayer enterré a mi hijito.

Ya la tierra no se veía. Ya el horizonte era idéntico a su izquierda o a su derecha, frente a sí, o a sus espaldas. Ya era sólo un bote en el desasosiego del mar. Y ahora que era sólo eso, ahora que no importaban los límites ni los horizontes, los remos empezaban a perder su ritmo lento para moverse a golpes

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