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En defensa de la historia

Lele19Documentos de Investigación11 de Junio de 2021

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POLÍTICA EDUCACIONAL

UNIDAD Nº1

Foster, John Bellamy “Em defesa da história”, em Wood, Ellen y Foster, John Bellamy (orgs.) Em defesa da história, Jorge Zahar Editora, Rio de Janeiro, Brasil, 1999.

4. Epílogo

En defensa de la historia

John Bellamy Foster[1]

Es imposible, en los días actuales, escribir historia sin usar toda una serie de conceptos ligados, directa o indirectamente, al pensamiento de Marx, y sin situarse en el horizonte de pensamiento que fue por él definido y descripto. Podríamos preguntarnos qué diferencia hay, en última instancia, entre ser un historiador y ser un marxista.

Michel Foucault[2]

El “autoritarismo moderno” observó el sociólogo Norman Birnbaum “aunque no sea sutil, es omnipresente. Su nueva forma no es sólo la obediencia a la autoridad humana, sino la reificación del presente, el rechazo en considerar que las instituciones humanas podrían ser diferentes”. No es de asombrarse, por consiguiente, que en la década de 1990 –una era de triunfalismo capitalista- la derecha haya, más de una vez, proclamado “el fin de la historia”: el triunfo eterno de las instituciones capitalistas en todo el mundo y el fin de la lucha de clase, juntamente con el “fin de la ideología”.[3]

Esas afirmaciones podrían ser fácilmente rechazadas, si no fuese por el hecho de que fueran propuestas también –de una forma intelectualmente más atrayente- por pensadores críticos que mantienen estrechos lazos con la izquierda. Los posmodernistas afirman también que hubo un fin, que vivimos en un mundo que es, en cierto sentido, pos-histórico, un eterno después. Pero en lugar de exponer la gran narrativa del triunfo final del capitalismo, ellos, de modo general, argumentan que debemos librarnos de todas las grandes narrativas, incluyendo las de progreso y emancipación. En palabras de Jean-François Lyotard, en The Posmodern Condition:

Usaré el término moderno para designar cualquier ciencia que requiera legitimidad mediante referencia a un metadiscurso (…) que haga un llamado explícito a alguna gran narrativa, tales como la dialéctica del espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación del sujeto racional o trabajador o la creación de riqueza. (…) Defino pos-modernismo como incredulidad en relación a las metanarrativas.[4]

De acuerdo con Lyotard, “la narrativa grandiosa perdió su credibilidad, no importando el modo de unificación que use, si es o no una narrativa especulativa o una narrativa de emancipación.”[5]

Ese rechazo de las grandes narrativas, característico del pos-modernismo, es parte de un escepticismo epistemológico más profundo, que satura esa forma de pensamiento. En la versión simpatizante del teórico cultural Dick Hebdige, “el pos-modernismo como discurso (o mejor, un compuesto de discursos) se asemeja mucho al paradigma de la lengua de Saussure, en el sentido de ser un sistema sin términos positivos. En realidad, podríamos decir que es un sistema fundamentado, como era el de Saussure, sobre la negación categórica de la posibilidad de entidades positivas per se.” El significado de “pos-modernismo”, por lo tanto, es sabidamente difícil de precisar, sólo pudiendo ser definido, al fin –más allá de su énfasis en interminables “juegos de palabras” (Lyotard)-, por lo que rechaza. Una cierta “coherencia rudimentaria”, sostiene Hebdige, surge de su dependencia de tres negaciones fundamentales: 1) “contra la totalización”; 2) “contra la teleología”; y 3) “contra el utopismo”.

El pos-modernismo, como forma general de pensamiento, presenta una tendencia antitotalizante, antigeneralizante, en lo referente a la sociedad, rechazando no tanto la narrativa per se, sino todos los tipos de narrativas grandiosas –tales como la crítica marxista al capitalismo o incluso la proposición más neutra de la importancia histórica del capitalismo-, optando, en vez de eso, por un abordaje descentralizado, caótico incluso, de la sociedad, que es vista como inherentemente fragmentada. Es característica del pos-modernismo, como observa Hebdige, “la fuerte antipatía por las abstracciones sociológicas”, tales como clase, capitalismo e incluso sociedad. Ese escepticismo es transformado en rechazo de la teleología, en la cual se niega que la historia tenga finalidad, o incluso que sea posible llegar a un conocimiento definitivo de sus orígenes, causas, tendencias y de sus elementos constitutivos fundamentales. Incluso según Hebdige, es típico de las interpretaciones pos-modernistas de la sociedad “el vaciamiento de cualquier eje de poder exógeno al discurso”. El historiador pos-modernista F.R. Ankersmit, por ejemplo, declara: “Supongamos que preguntamos por la causa de la (…) ‘Revolución Industrial’ o de la ‘Guerra Fría’. Debemos ahora recordar que esos términos no se refieren a una realidad histórica fuera del texto, sino a elementos de la narrativa. Eso significa que esas preguntas no son preguntas sobre la causa de un complejo estado de cosas al fin del siglo XVIII o después de la II Guerra Mundial, sino sobre la causa de una idea o de un elemento de la narrativa.” Por último, el pos-modernismo ofrece sólo escepticismo en cuanto a la posibilidad de un destino colectivo para la humanidad. Descripciones de cualquier futuro más allá del presente eterno –especialmente si se basan en conceptos de razón o progreso- son consideradas como ilusorias y hasta incluso peligrosas (una vez que dan origen a tendencias totalizantes).[6]

No puede haber duda de que esas negaciones son dirigidas, antes y por encima de todo, al marxismo, y sólo secundariamente al modernismo en general del Iluminismo. Las tres negaciones básicas, argumenta Hebdige, “pueden ser atribuidas a dos fuentes: por un lado, históricamente, a las esperanzas bloqueadas y a la retórica frustrada de finales de la década de 1960 y de las revueltas de estudiantes (…) y, por otro, a través de la tradición filosófica hasta Nietzsche”. En juego está la comprensión de la historia como una narrativa del progreso y de la emancipación humana. Negando nociones de progreso lineal (e incluso no lineal), los posmodernistas describen la historia o como derrota (distopía), o como caos. “Para los posmodernistas”, observó Henry Kariel en su tratado posmodernista, The Desperate Politics of Postmodernism, “es simplemente demasiado tarde para oponerse al ritmo de la sociedad industrial. Ellos sólo resuelven permanecer alertas y fríos en medio de aquella. Aceptando concientemente, pero incluso lejos de dóciles, ellos escriben la crónica, la amplían, la aumentan. La juzgan menos de lo que ella se juzga a sí misma. Resueltos a no atacar cosa alguna, ellos se muestran apasionadamente impasibles.”[7]

Esa impasividad apasionada, rozando el nihilismo, afectó incluso la profesión de historiador. Un buen ejemplo de ese hecho es dado por Ankersmit en un artículo titulado “Historiography and Post-modernism”, escrito en 1989 para la revista History and Theory. Él declara: “Para el posmodernista, todas las certezas científicas sobre las cuales los modernistas se sustentaban son otra tanta variante de la paradoja del mentiroso –esto es, la paradoja del cretense que dice que todos los cretenses mienten.” Los historiadores siempre estuvieron en búsqueda de la esencia de la historia, pero tal intento no tiene sentido:

Comparemos la historia con un árbol. La tradición esencialista en la historiografía occidental focalizaba la atención del historiador en el tronco. Este fue, naturalmente, el caso con los sistemas especulativos. Ellos definían, por así decir, la naturaleza y la forma del tronco. El historismo y la historiografía científica modernista, con la atención (esencialmente encomiable) en lo que había realmente ocurrido en el pasado y con su falta de receptividad para esquemas apriorísticos, se situaban en las ramas. Aún, desde esa posición la atención permanecía focalizada en el tronco. De esta manera con sus antecesores especulativos, los historistas y los protagonistas de la llamada historiografía científica incluso alimentaban la esperanza y la pretensión de conseguir, por fin, decir algo sobre el tronco. Los estrechos lazos entre esa denominada historia social científica y el marxismo son importantes en ese contexto. La historiografía, formulada de acuerdo con términos quiérase ontológicos, quiérase epistemológicos, quiérase metodológicos, desde los tiempos del historismo siempre apuntó a la reconstrucción de la línea esencialista que impregnaba el pasado o partes del mismo.

Con la historiografía posmodernista, encontrada especialmente en la historia de las mentalidades, hubo, por primera vez, una ruptura con esa tradición esencialista, existente hacía siglos (…) La elección no recaía más sobre el tronco o las ramas, sino sobre las hojas. En la visión posmodernista de la historia, el objetivo no era más la integración, síntesis y totalidad, sino esos fragmentos históricos, que se tornaban los centros de atención. Vean, por ejemplo, el caso de Montaillou y otros libros escritos a continuación por Le Roy Ladurie, o Microstorie, de Ginzburg, o Sunday of Bouvines, de Dubi, o el Return of Martin Guerre, de Natalie Zemon Davies. Hace quince o veinte años, nos hubiéramos preguntado espantados qué objetivo ese tipo de trabajo histórico podría tener, o qué estaba intentando probar. Y esa pregunta muy obvia hubiera sido inspirada, como siempre es, por nuestro deseo modernista de saber cómo funciona la maquinaria de la historia. No obstante, en la visión antiesencialista, nominalista, del posmodernismo, la pregunta perdió el sentido. Si de cualquier modo queremos adherir al esencialismo, podemos decir que la esencia no se sitúa en las ramas, ni en el tronco, sino en las hojas del árbol histórico.[8]

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