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Historia De Roma

nupalom_7714 de Agosto de 2013

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Historia de Roma

9. Res publica populi Romani

1. Ámbito y población

La Península Itálica, un espacio geográfico heterogé-neo, sur¬cado por múltiples y caudalosos ríos (Po, Arno, Tíber, etc.) y cruzado por cadenas montañosas (cordi-llera de los Apeni¬nos), en el que planicies de diverso ta-maño propicias para la agricultura y terrenos montuosos aptos para el pastoreo ca¬racterizan el paisaje, fue po-blada sobre todo por diversas etnias inmigrantes de origen indoeuropeo. En el valle del río Tíber, en el centro geográfico de Italia, surge no lejos del mar un asenta-miento de acentuado carácter agrario, la futura Roma, donde se encuentran restos de poblaciones desde el si¬glo VIII a.C. ininterrumpidamente. Los romanos, pertene¬cientes a la etnia de los latinos, mantuvieron desde siempre estrechos contactos con los etruscos, pueblo de posible ori¬gen asiático asentado en la Toscana y en Campania. Éstos eran poseedores, al igual que los grie-gos naturalizados en la Italia meridional (Magna Grecia), de un nivel de civilización más alto que la mayoría de sus vecinos itálicos. Según parece, el primer proceso urbani-zador de Roma se debe a la influen¬cia de los etruscos, que fueron maestros de los romanos en el campo cultural, político y religioso. Los restantes pueblos itá¬licos pertene-cian a los grupos de los umbro-sabelios (umbros, sabi-nos, ecuos, marsos) y de los óseos, cuya tribu más im-portante era la de los samnitas. En el extremo norte de Ita¬lia, entre los Alpes y el Po, habitaban tribus celtas. En el sur se extendían los daunios, peucetas, salentinos y mesa-pios. Tras la eliminación de la monarquía, que marca el período inicial de la historia romana (VI - V a.C.), la ciu-dad del Tíber fue ca¬paz de imponerse en sus enfrenta-mientos contra sus vecinos ecuos y volscos. A partir del siglo V a.C. cuando en Grecia se acentúa el antagonismo entre Atenas y Esparta y en el Medi¬terráneo central Sira-cusa y Cartago compiten por la hegemo¬nía en Sicilia, Ro-ma se presenta como una comunidad autó-noma inte-grada en una unión de ciudades latinas, poseedora de una marcada personalidad política, económica y social.

2. La sociedad

El pueblo romano estaba gobernado por un reducido núme¬ro de familias, cuyo poder e influencia se fundamen-taba ante todo en la riqueza (especialmente en propieda-des fundiarias), en amplias relaciones de dependencia personal (clientela), así como en el apoyo y control mutuo constantes, situación esta que perduró durante siglos. Bienes, estima, influencia y se¬guidores de la familia, ganados y afianzados en el curso de las generaciones, constituían para los miembros de estos clanes familiares no sólo requisitos decisivos para afrontar una ca¬rrera política; la pertenencia a uno de estos grandes linajes hacía que cualquier otra ocupación que no fuera una activi¬dad pública les pareciera casi impensable.

Toda la sociedad romana aparece inmersa en un entrama¬do de relaciones de dependencia y obligaciones de fidelidad, conocido por lo general como clientelismo (Dionisio de Halicarnaso 2.9 ss.). Tomado con mayor precisión, la clientela designa al conjunto de las personas (clientes) que establecen una relación de confianza (fides) con un protector (patronus) con el fin de velar por sus intereses y hacerlos valer ante terceros. En un caso extremo, el patrón aseguraba la existencia social y eco-nómica de su cliente al ofrecerle sustento, techo e incluso ocupación temporal. Los clientes poseedores de una po-sición social de cierta seguridad –por ejemplo, pequeños agriculto¬res, artesanos, comerciantes pequeños y media-nos— buscaban en el patrón protección jurídica, medidas para la salvaguardia de su propiedad y para el fomento de su progreso profesional. Finalmente, los clientes que per-tenecían a las capas sociales mejor situadas y a las altas esferas, como los terratenientes, co¬merciantes, armado-res, propietarios de manufacturas y ban¬queros, esto es, que se encontraban en una posición social económica-mente desahogada e independiente, y que incluso ejer-cían también de patrones, exigían de su patrón no ayu-da material, sino apoyo en sus actividades económicas a través de su influencia social y política. Una de las más antiguas acti¬vidades de patronazgo, la representación del cliente ante los tribunales, era solicitada sobre todo por las capas sociales más altas (Dionisio de Halicarnaso 2.10). El cliente estaba obligado a contraprestaciones, que se establecían en el modo y la medi¬da de que éste era capaz de satisfacerlas, así como en función de las nece-sidades del patrón. Fundamentalmente, los clientes vota-ban en elecciones y plebiscitos por el patrón o por los can-didatos o cuestiones que éste defendía. También se es-peraba que el cliente hiciera uso de sus redes comerciales y sociales en interés del patrón. Las relaciones de clientela eran por lo general indisolubles. Al faltar el patrón, su he-redero asumía todas, las obligaciones existentes. Si mo-ría el cliente, sus herederos permanecían en la fides del patrón. Las relaciones de clientela eran múltiples. Un particular podía ser patrón de diversos clientes o cliente de diversos patrones. Sin embargo, los lazos personales eran más débiles cuanto más próximas en rango social se encontrasen las partes implicadas en una relación de fidelidad y cuanto más independientes fueran el uno del otro en su posición social. En especial, los miembros de las familias en el poder y de las inmediatamente inferio-res, los caballeros (esto es, el ordo equester, pertene-cientes a una capa alta, igual o incluso mejor situados financiera y económicamente), se denominaban en sus obligaciones no como patrones y clientes (salvo ante los tribunales), sino como amigos (amici) o como íntimos (fa-miliares). Esto no cambiaba en nada la obligación moral de la contraprestación de cualquier favor; por otra par¬te, no era raro que incluso entre las grandes familias se es-ta¬blecieran vínculos de fidelidad que duraban genera-ciones. Con todo, en los contactos políticos y sociales coti-dianos la re¬gla era más bien las relaciones mudables (Quinto Cicerón, Commentariolus petitionis consulatiis, 16-20).

Sobre tales relaciones de dependencia reposaba el poder de las grandes familias. Una carrera política reque-ría la reelec¬ción en cargos públicos, pero sólo los miem-bros de los linajes nobles con su amplia clientela poseían las condiciones indis¬pensables para ella. Con todo, para imponerse, cada uno ne¬cesitaba también del apoyo de sus iguales y de los seguidores correspondientes, pues de otro modo era imposible conse¬guir mayorías. De esta manera, los miembros de las élites di¬rigentes siempre se ayudaban –en coaliciones variables y con encarnizada competencia— mutuamente para satisfacer sus res-pectivas ambiciones políticas excluyendo paralelamente al resto de la sociedad (Quinto Cicerón, Com. pet. 4-5; 18-19). Incluso los pertenecientes al ordo equester, desde un punto de vista económico iguales en clase, apenas tenían posibilidades de llegar a formar parte de la cúpula regente, y la mayoría de las veces sólo ascendían bajo la protección de los círculos no¬bles, que esperaban conse-guir del «hombre nuevo» (homo novus) influencia adi-cional (Quinto Cicerón, Com. pet. 2; 11; 13 ss.). Las con-traprestaciones que uno debía satisfacer durante su ac-tividad política por los apoyos recibidos conservaban den-tro de la aristocracia un equilibrio en la repartición del poder, y evitaban así que surgiera un individuo capaz de conquistar el poder con independencia del consenso de la clase dominante.

En los primeros tiempos después de la eliminación de la monarquía etrusca en Roma (siglo V a.C.), todo indica que salvo algunas excepciones sólo el patriciado tenía acceso di¬recto a los altos cargos públicos. Pero al lado de estas familias patricias aparece ya un número de personajes plebeyos que, por su noble procedencia de la aristocracia latina o itálica, o por haberse enriquecido y adquirido con ello un prestigio social similar al de los patricios, exigen una participación política más amplia, así como el acceso a la máxima magis¬tratura. Estas pugnas internas, llamadas luchas de estamen¬tos, dejan entrever una serie de movimientos populares, pro-movi-dos por las familias plebeyas preponderantes, que cul¬mi-narán con el establecimiento del tribunado de la plebe, así como con la repartición del poder entre un núcleo de clanes tanto patricios como plebeyos, que formarán la no-bilitas clá¬sica. Uno de los pocos apoyos cronológicos dis-ponibles para dibujar el proceso de formación de esta nueva clase dirigente es el año 367/366 a.C., en el que fueron promulgadas las leyes Liciniae-Sextiae, que permi-tían a los plebeyos ocupar el con¬sulado, con lo que se rompía el monopolio patricio de la má¬xima magistratura. Posiblemente ya en los siglos V y IV a.C. la ocupación de una magistratura abriría a los plebeyos las puertas pa-ra acceder a la nueva cúpula directiva que luego se llama-rá nobilitas. La voz nobilis se deriva de noscere y signifi¬ca “conocer” o ser “conocido”, es decir, una persona notable era alguien cuyo nombre se divulgaba rápidamente, dife-rencián¬dose así de la masa de la población. Todo indivi-duo conside¬rado noble se distinguía de la colectividad por su personali¬dad, el rango de su familia o el prestigio de sus antepasados que ya habían desempeñado car-gos públicos. Como contras¬te, participaba también en la lucha por las magistraturas el denominado homo novus, casi siempre un activo político cuyas mejores armas eran sus dotes personales. Éstas tenían que ser excepcionales para poder triunfar, ya que carecía

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