La Revolución Mudial
angelmen26 de Septiembre de 2013
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Introducción
Geneviéve Fraisse y Michelle Perrot
La imagen de un siglo XIX sombrío y triste, austero y restrictivo para las mujeres, se presenta de una manera espontánea a la men¬te. Cierto es que ese siglo concibió la vida de las mujeres como el desarrollo de una historia personal sometida a una codificación co¬lectiva precisa y socialmente elaborada. Sin embargo, sería erróneo creer que esta época se caracteriza únicamente por la larga domina¬ción, por la absoluta sumisión de las mujeres. En efecto, el siglo XIX señala el nacimiento del feminismo, palabra emblemática que desig¬na tanto cambios estructurales importantes (trabajo asalariado, autonomía del individuo civil, derecho a la instrucción) como la aparición colectiva de las mujeres en la escena política. Así, pues, habría que decir más bien que se trata precisamente del momento histórico en que la vida de las mujeres experimenta un verdadero cambio, o, dicho más exactamente, en que cambia la perspectiva de la vida de las mujeres: tiempos de modernidad, en que le es posible adoptar la actitud de sujeto, de individuo cabal y de protagonista política. De futura ciudadana. A pesar de la extremada codificación, de la vida cotidiana femenina, el campo de posibilidades se amplía y la aventura ya no es algo lejano.
El siglo XIX se abre y se clausura con dos acontecimientos: una revolución y una guerra. Los historiadores lo hacen transcurrir entre 1789 y 1914, sin que pueda decirse por ello que de tales aconteci¬mientos emane lo esencial del sentido del período. Sin embargo, en lo que respecta a las mujeres, se observará que tanto una revolución como una guerra pueden llamarlas a la tarea y luego, antes o des¬pués, quitárselas de encima. Volveremos a referirnos a ese tan sutil juego masculino entre la invitación y el rechazo, entre la exclusión y la participación de las mujeres en las cuestiones que conciernen al Estado y a la nación.
Si la modernidad es una oportunidad para las mujeres, ello se debe a que las consecuencias de los cambios económicos y políticos, sociales y culturales propios del siglo XIX le son favorables. En efec¬to, no pocos elementos de esos cambios resultan decisivos.
Para empezar, la aparición de una historia de la humanidad supo¬ne que las mujeres también tienen una historia, que su condición de compañera del hombre y de reproductora de la especie es menos inmutable de lo que parecía, que la esencia aparentemente eterna de mujer puede verse sometida a variaciones múltiples, abierta a una vida nueva. Las utopías socialistas, aun cuando no sean terreno histórico, suponen, con todo, un futuro diferente del presente; en ellas se replantean el funcionamiento de la familia, la relación amo¬rosa, la maternidad, así como las actividades sociales femeninas. A la inversa, las teorías evolucionistas reflexionan sobre el origen, sobre el comienzo histórico de las sociedades, y sobre todo de la familia, del patriarcado (o matriarcado). Sin duda, el hecho de que la humanidad tenga una historia (un origen, un pasado, un futuro) es toda una promesa para las mujeres.
Luego, la revolución industrial, lo mismo que el progresivo advenimiento de un espacio político democrático, pese a la violencia con que a veces se trata a las mujeres, resultan ser lugares sociales en que se privilegia al individuo en tanto ser de una sola pieza. En este sentido el individuo femenino podrá llegar a ser semejante al indi¬viduo masculino, al trabajador y al ciudadano, podrá romper los vínculos económicos y simbólicos de dependencia que le atan al padre y al marido. Una imagen: habrá que esperar al siglo XX para que una mujer disponga libremente de su salario. Pero todavía hay que comprender por qué esta ambivalencia, por qué el trabajo de las mujeres es al mismo tiempo lugar de sobreexplotación y de emanci¬pación; y la sociedad política, espacio primero de exclusión y des¬pués de reconocimiento.
He aquí el tercer punto: la era democrática no es a priori favora¬ble a las mujeres1. En su principio mismo, afirma que hay que excluir de la cosa pública a las mujeres, circunscribirlas al espacio doméstico. Y esto se puede explicar en dos palabras: el régimen feudal no supone que el derecho, o, mejor, el privilegio, de algunas, implique que éste se convierta en regla para todas las mujeres: el régimen democrático, en cambio, sobreentiende que lo que vale para uno, vale para todos. Así, era preferible no otorgar un derecho a ninguna antes que extenderlo virtualmente a todas, antes que instaurar por esta vía, según se creía, una estúpida rivalidad entre el hombre y la mujer. Pues a partir de ese momento, cuando se debate sobre la mujer en general, se trata de todas y no sólo de algunas de ellas.
No obstante, la democracia no erigió esta exclusión como siste¬ma; y, sobre todo, llevaba en sí misma el elemento contradictorio de este principio de exclusión, al afirmar la igualdad de derechos, al dejar lugar a una vida política republicana. Así nació el feminismo en todo Occidente, con la igualdad de los sexos como objetivo y un movimiento colectivo, social y político, como práctica. Sin duda, ya antes de este siglo se encuentran gestos o escritos feminis¬tas, pero el feminismo que en la práctica revolucionaria de 1789 se lee entre líneas, surge claramente a la luz precisamente después de 1830.
Este siglo, por tanto, parece constituir un nexo, a modo de bisa¬gra, en la larga historia de las mujeres, como si se redistribuyeran las cartas tradicionales, las que se juegan entre el trabajo —en el taller o en la casa— y la familia. Ideal de vida doméstico y valor útil para el servicio social, entre el mundo de las apariencias, el adorno y el placer, y el mundo de la subsistencia, el aprendizaje o el ejercicio de un oficio, entre el lugar de la práctica religiosa, ejercicio espiritual y regla social, y el nuevo espacio de la educación, la escuela laica... Volvemos a dar las cartas, y entonces se ven nuevos juegos: si la vida de las mujeres se transforma, ¿cómo saber qué es lo que piensan? ¿Se adhieren a las nuevas reglas propuestas, consienten en el orden que se les impone? Es difícil de saber, así como difícil resulta tam¬bién descubrir siempre las prácticas de resistencia, de rechazo, de transgresión. De la misma manera, si es cierto que la mujer moderna pierde poderes —los ligados a la categoría social o a la tierra, a la empresa familiar o a la estructura de la vivienda—, si es cierto que la burguesa victoriana puede parecer infinitamente más encerrada que la aristócrata del Siglo de las Luces, cuya libertad era objeto de añoranza por Madame de Staél, también es verdad que conquista otros, y sobre todo el de madre. En efecto, es imposible considerar la sobrevalorización de la maternidad, propia de este siglo, como la mera asignación de una función. Se trata de «hacer hombres», decía Joseph de Maistre: «el gran parto que no fue maldito, como el otro». Entonces, lo mismo en la sumisión que en la emancipación, la mujer sabrá asumir esa maternidad como un poder en que refugiarse, o como un medio para obtener otros poderes en el espacio social. La imagen de la institutriz que ofrece a la sociedad sus cualidades maternales es una clara expresión del paso de la madre institutriz a la institutriz madre.
Pero los compromisos cambian a lo largo del siglo. Las normas promulgadas en su comienzo son normas colectivas que definen una función social, la de esposa y la de madre, que reglamentan los derechos de la mujer en función de sus deberes, que designan final¬mente a las mujeres como un grupo social cuyo rol, así como su comportamiento, deben uniformarse, esto es, idealizarse. Ahora bien, poco a poco esta representación totalizadora se va evaporando, y las identidades femeninas parecen multiplicarse: la madre, la tra¬bajadora, la soltera, la emancipada, etc., son cualidades propias de una u otra mujer, a veces incluso vividas contradictoriamente, some¬tidas a tensiones que anuncian la vida de las mujeres del siglo XX. Desde este punto de vista, la diversidad de formas de la soledad femenina es ejemplar de los juegos complejos del azar, de la nece¬sidad y de la libre elección.
En realidad, era impensable que se respetara un modelo único de mujer, que ninguna transgresión
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