La Vida de Julio César
jupselon4141538Tutorial12 de Enero de 2015
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Julio César reorganiza política y administrativamente la república. Se convierte en dictador vitalicio e imperator, cónsul por diez años, jefe supremo del ejército, pontifex máximus (sumo sacerdote) y concentra de por vida la potestad tribunicia. Además, monopoliza el derecho a proponer y nombrar funcionarios. Organiza un censo de ciudadanos con el propósito fundamental de reducir a 150, 000 el número de favorecidos en las reparticiones de grano; reordena la vida comunitaria de los pueblos itálicos; adjudica tierras entre los soldados; perfecciona el abastecimiento de las provincias y promueve su romanización (traslado de colonos); transforma el calendario e inicia edificaciones monumentales. Sin embargo, rechaza la diadema real, que le ofrece Marco Antonio, uno de sus generales, y amplía la composición del Senado a 900 miembros, e incorpora a miembros de otros pueblos de la República. Esta última medida es vista como un agravio por los senadores de origen italiano, quienes hasta ese momento monopolizaban el Senado. Una conjura, dirigida por los partidarios de mantener el Senado sin modificaciones termina con la vida de Julio César en marzo de 44 a.C.El asesinato de Julio César lleva a una larga guerra civil, donde se disputan el poder Marco Antonio, Casio, Bruto, Pompeyo y Octavio. Estos últimos gobiernos fueron testigos de agudas y constantes luchas civiles que culminarían por fin con la imposición de Octavio como único dirigente de Roma y sus provincias. En el año 27 a. C. el senado le otorgó el título honorífico de Augusto (consagrado) y el de emperador, marcando así el comienzo formal del Imperio.
El imperio es una forma política unipersonal en el cual el poder del Senado es sustituido paulatinamente por la figura del emperador, aunque este último se mantiene como un órgano de dirección política, que permite al nuevo poder relacionarse directamente con los intereses aristocráticos. Nace de la noción de principado, concebida por Octavio después del triunfo sobre sus rivales. Octavio, quien en adelante será llamado Augusto, se erige como un princeps (primero entre iguales). El principado basa su legitimidad en la aceptación universal, precepto que dará potestad política y administrativa a la conformación del imperio. El principado de Augusto es, en realidad, una etapa de transición entre la república y el imperio, ya que el príncipe recibe formalmente el poder absoluto del Senado. Durante esta etapa se da un reforzamiento de la potestad ejecutiva y el respeto a las costumbres tradicionales.
El imperio romano como tal duró de 27 a. C. - 476 d. C. Debido a que ya hemos analizado en la asignatura varias características de este tema, explicaremos aquí los valores y el sistema de normas que fueron el fundamento de las instituciones de Roma: Las virtudes romanas (familiares y políticas) y el Derecho, respectivamente.
El origen de las virtudes romanas está en la formación de su comunidad primitiva. Roma, al igual que las ciudades-estado griegas, sufrió el sinecismo (unión política), por el que se fusionaron tres tribus primero, y luego hasta treinta y cinco, en forma de ciudad–estado (civitas), constituyendo una “federación” de tribus campesinas (agricultores y pastores), cuya principal idea era, por ende, mantener sus posesiones, ya que fuera del campo romano se encontraba un mundo hostil, que debía ser subyugado y vigilado.
Entonces, el romano se asumiría como campesino y soldado. Sus virtudes marcarían su vida política, familiar y religiosa. Primero, el romano, no como suma de tribus sino como suma de familias, conformaría el populus romanus, es decir, la suma de miembros libres de la civitas. En la comunidad primitiva, el poder público era ejercido por el rey, a cuya facultad de mando se llamó imperium. Esta noción originaria de Roma, se refiere a la autoridad soberana de un estado, y que hoy llamamos indistintamente, soberanía o voluntad popular. Sin embargo, el imperium tiene un origen mágico religioso. Nace de los auspicia, actos mediante los que el rey interpretaba los mandatos y designios de los dioses, y del que ni los cónsules, triunviros ni los emperadores romanos prescindirían.
Es en el seno de la familia romana, la unidad social más importante, donde las virtudes (valores) de la romanidad se harían más patentes, y de ahí emanaba a la vida y al comportamiento públicos. La familia romana era un grupo cerrado, rígido, tradicional, autosuficiente y político. A su cabeza estaba el pater familias, quien ejercía un poder ilimitado e indivisible (patria potestas) sobre su cónyuge, sus hijos, sus esclavos y sus clientes —criados libres—, sobre su ganado y sobre sus propiedades muebles e inmuebles. Era, además, el jefe espiritual que dirigía la liturgia de los espíritus de los antepasados y de los dioses familiares.
La familia romana era un sistema social cerrado, ya que era una institución que no admitía ambigüedades. El ejercicio de la patria potestad implicaba facultades discrecionales sobre las vidas de los miembros y la economía familiar: todos debían ser miembros de una familia y seguir las reglas, las mujeres al casarse dejaban de pertenecer a su familia para entrar en otra, con la muerte del padre los hijos pasaban a ser libres.
La familia era, además, un sistema rígido, porque en ella se vertían los principios y valores que serían la base de la fe religiosa y la actividad política. En primer lugar, el pater familias debía preservar el orden doméstico, y para ello debía ejercer la autoridad, la madurez de juicio y practicar la integridad. Estas virtudes se complementarían con la circunspección y el autodominio, que definían el carácter solemne de los actos (gravitas). La gravitas no era una noción abstracta; se adquiería mediante el trabajo y la tenacidad. De esta forma, el padre tenía la facultad para honrar a sus antepasados, y por ende, trasmitía las costumbres de los mayores: verdadera base de la sociedad y punto de partida del quehacer ciudadano. Estas costumbres mayores eran lo que hoy llamamos la moral, e implicaban la educación en el seno familiar de la humildad y veneración entre los jóvenes y los mayores; los primeros deberían complementar sus costumbres con la obediencia, el respeto y la pureza. El propósito fundamental era reivindicar la autosuficiencia, al entender a la familia como unidad de producción y de consumo: Nihil hic emitur, omnia domi gignuntur: «Nada se compra, todo se produce en casa».
La religiosidad normaría jerárquicamente el actuar del hombre romano. La religiosidad no era algo místico en la generalidad del pueblo romano, sino únicamente en algunos pensadores que tomaron esta actitud. Era simplemente una actitud de corrección y reverencia constantes hacia las fuerzas ocultas, resabio de la magia tribal.
Dentro de las virtudes familiares destacaba la gravitas que acompañada del sentido común definirían el temperamento social del romano y serían la guía de su proceder ciudadano. La gravitas era, en este caso, el entrañable sentido de responsabilidad, la inmensa formalidad con que el romano asumía su existencia. La suma de derechos y deberes de un miembro familiar hacía del individuo un hombre gravis: una forma de responsabilidad individual de atender correctamente todo aquello que era de su competencia, y por ende implicaba un conservadurismo en lo familiar, en lo público y en lo social; de ahí la seriedad con la que el romano irrumpía en la vida pública (cargos públicos) y en la vida económica (negocios). Por su parte, el sentido común y la sencillez se reflejaban en el actuar del hombre romano: construcciones públicas, organización militar, escritura latina y la sencillez de sus formulaciones legales. Era, además, la virtud del hombre práctico: diligente, claro, que evitaba en lo posible la especulación, la deliberación y la duda
El romano, antes que ciudadano, como ya observamos, se consideraba un campesino y un militar, cuya principal inclinación era la defensa y la grandeza de Roma. Por sus acciones no recibía premios materiales, aunque sí un reconocimiento público que se materializaba en altos cargos. Quienes los poseían se hacían acreedores a la dignitas (dignidad), cualidad que separaba al hombre grande del pequeño. El hombre ordinario no podía reivindicar dignidad, pero el hecho de ser considerado ciudadano le otorgaba libertad. La libertad no radicaba en poder hacer lo que se le diera en gana, sino sólo aquello que la ley y la costumbre le permitían, sin padecer más de lo que ley y costumbre le prescribían. Entonces, la libertad debía entenderse como la independencia de juicio y acción, acotada por la ley y la costumbre. Tanto el hombre grande con libertad y dignidad, como el ordinario con tan sólo la libertad, debían tener valor, encarar la gloria, la devoción y practicar la fidelidad o fiabilidad. Sólo así llegarían a ser suyas las virtudes ideales del auténtico ciudadano romano
La dignidad del servidor público no podía ni debía dañar la libertad del simple ciudadano. Tito Livio, historiador romano, ilustra la actitud del buen ciudadano como un actuar, un proceder «tan cuidadoso con la libertas de los demás, como de la dignitas propia». El hombre ordinario era obstinado con su libertad, y más que obstinado, lo era el grande con su dignidad, vinculada con su orgullo y con su optimismo en el seno familiar y ponderada por cargos en el servicio público. La pretensión de dignidad es el ingrediente más constante en la historia política romana y por ende el principal valor republicano.
Entonces, el ciudadano romano debía poner
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