Lampara De La Verdad
kustash27 de Septiembre de 2013
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Capitulo II: La Lámpara de la Verdad
1. Hay un acusado paralelismo entre las virtudes del ser humano y la ilustración del
mundo que habita —la misma decreciente gradación de vigor hacia los límites de
sus dominios, el mismo apartamiento esencial de sus contrarios— el mismo
crepúscu lo al encontrarse los dos: una faja algo más ancha que la línea donde el
mundo gira hacia la noche, ese extraño crepúsculo de las virtudes, esa obscura tierra
abierta a la disputa, donde el celo deviene impaciencia; la moderación, severidad; la
justicia, crueldad; la fe, superstición, y todo se desvanece en la obscuridad.
Sin embargo, con la mayoría de ellas, aunque el obscurecimiento aumente más y
más, podemos señalar el momento de la puesta del sol; y, felizmente, hacer
retroceder a las sombras por donde bajaron; pero para una, la línea del horizonte es
irregular, imprecisa; y ésta es, por otra parte, el cíngulo y ecuador de todas ellas: la
Verdad; la única para la que no existen grados, sino que se rompe y cuartea de
continuo; el pilar de la tierra, aunque sea nublado pilar; la línea estrecha y dorada
que los mismos poderes y virtudes que descansan en ella doblan, que la política y la
prudencia ocultan, que la amabilidad y la cortesía modifican, que el valor sombrea
con su escudo, la imaginación cubre con sus alas y la caridad empaña con sus
lágrimas, ¡ Cuán difícil debe de ser el mantenimiento de esa autoridad que mientras
ha de refrenar la hostilidad de los peores principios del ser humano, tiene que
mantener a raya los desórdenes de los mejores — que se ve asaltada de continuo por
éste y traicionada por aquél, que contempla con pareja severidad las violaciones más
nimias y más descaradas de su ley! Hay defectos pequeños en el espectáculo del
amor, errores pequeños en la estimación de la sabiduría; pero la verdad no olvida
una ofensa ni soporta una mancha.
No la tenemos en cuenta suficientemente; ni tampoco las fútiles y continuas
ocasiones de ofenderla. Estamos demasiado habituados a contemplar la mentira en
sus más sombrías asociaciones, y a través del color de sus peores propósitos. Esa
indignación que manifestamos ante el engaño absoluto, en realidad es sólo ante el
engaño malicioso. Nos resentimos de la calumnia, la hipocresía y la traición porque
nos duelen, no porque sean falsas. Si consideramos la difamación y la malicia de la
mentira, nos ofenderemos un poco por ello; conviértase en alabanza, y quizá nos
sintamos satisfechos. Sin embargo, no suman la calumnia y la traición el montante
más grande de agravios en el mundo; se las acosa sin interrupción y sólo se perciben
al ser vencidas. Es el embuste hablado, suave y brillante, la falacia amable, la mentira
patriótica del historiador, la próvida del político, la apasionada del partidario, la
compasiva del amigo, y la falsedad descuidada de todo ser humano a sí mismo, .lo
que arroja ese negro misterio sobre la humanidad; y a todo ser humano que lo
horade, le damos las gracias como a quien excava un pozo en el desierto, felices de
que la sed de verdad todavía reste entre nosotros, aun cuando hayamos abandonado
voluntariamente sus fuentes.
Sería bueno que los moralistas no confundieran tan a menudo la magnitud de un
pecado con la imperdonabilidad del mismo. Los dos caracteres son absolutamente
distintos. La magnitud de una falta depende, en parte, de la naturaleza de la persona
contra la que se comete, y en parte, del alcance de sus consecuencias. Su perdón, ha -
blando en términos humanos, del grado de tentación. Una circunstancia determina el
peso del castigo correspondiente; la otra, el derecho a la remisión del mismo; y como
no es fácil para los seres humanos estimar el peso relativo ni les es posible conocer
las consecuencias relativas del crimen, por lo general es acertado desistir de
mediciones tan escrupulosas y ocuparse de la otra y más clara condición de
culpabilidad: la estima por aquellas faltas malísimas que se cometen a la mínima
tentación. No trata de atenuar la culpa del pecado ofensivo y ruín, de la falsedad
egoísta y deliberada; con todo, me parece que el camino más corto para poner coto a
las formas más sombrías de fraude es establecer la vigilancia más escrupulosa contra
quienes han confundido, desatendido, desvirtuado el curso de nuestras vidas. No
dejemos mentir en absoluto. No se piense de una falsedad que es inocua; de otra,
que es una insignificancia; y de una tercera, que es involuntaria. Olvidemos todo eso:
quizá sean veniales y fortuitas, pero son un hollín nada grato del humo del infierno,
en cualquier caso; y es mejor que nuestros corazones estén limpios, sin más
inquietud que por las mayores o más negras. El hablar veraz es como la buena letra,
que se adquiere sólo con la práctica; no es tanto una cuestión de voluntad como de
hábito, y dudo que ninguna ocasión que permita practicar y formar esta costumbre
pueda ser calificada de trivial. Hablar y actuar verazmente, con constancia y
precisión, es casi tan difícil, y quizá tan meritorio, como hacerlo bajo intimidación o
castigo; y es una reflexión extraña pensar cuántos seres humanos hay, como confío
que haya, que sostendrían la verdad a costa de la fortuna o la vida, por uno que lo
hiciera al coste de una pequeña molestia diaria. Y viendo que de todo pecado
existente, quizá ninguno sea más absolutamente contrario al Todopoderoso, ninguno
más “falto del bien de la virtud y del ser” que éste del mentir, desde luego es una
rara insolencia caer en semejante infamia a la ligera o sin tentación, y bien seguro
que llevará al ser humano honorable a resolver que, sean cuales fueren las
apariencias o falacias que el curso obligado de la vida pueda obligarle a soportar o
creer, nada perturbará la serenidad de sus actos voluntarios ni menguará la realidad
de sus placeres preferidos.
II. Si esto es justo y prudente en atención a la verdad, mucho más necesario lo es
respecto de los placeres sobre los que tiene influencia. Pues, tanto abogué por la
expresión del Espíritu de Sacrificio en los actos y placeres de los seres humanos —no
como si de ese modo tales actos pudieran promover la causa de la religión, sino
porque sin duda podrían así ennoblecerse infinitamente—, como lo haría por
alumbrar el Espíritu o Lámpara de la Verdad en el corazón de nuestros pintores y
artesanos, no como si la práctica veraz de los oficios pudiera mejorar mucho la causa
de la verdad, sino porque me gustaría ver a los propios oficios animados por las
espuelas de la caballerosidad; y es en verdad maravilloso ver qué poder y
universalidad reside en este sencillo principio, y cómo en el aconsejarse de él u
olvidarlo radica la mitad de la dignidad o del declive de todo arte y acto humano.
Con anterioridad me he esforzado en mostrar su alcance y poder en la pintura; y
creo que se podría escribir un volumen, no un capítulo, sobre su peso y autoridad en
todo lo que es grande en la arquitectura. Pero me he de contentar con la fuerza de
unos pocos ejemplos familiares, en el convencimiento de que las ocasiones de su
manifestación se pueden descubrir más fácilmente por un deseo de ser auténtico que
abarcadas por un análisis de la verdad.
Sólo es muy importante marcar con claridad, de partida, en qué consiste la esencia
de la mentira como algo distinto de la suposición.
III. Podría pensarse en un primer momento que todo el reino de la imaginación es
también el del fraude. No es así: el acto de la imaginación es un emplazamiento
voluntario de los conceptos de las cosas ausentes o imposibles; su placer y su
nobleza residen, en parte, en el reconocimiento y la contemplación de aquéllas como
tales, es decir, en el reconocimiento de su ausencia o imposibilidad real en el mo -
mento de esa presencia o realidad aparente. Cuando la imaginación engaña, se
convierte en locura. Es una facultad noble desde el momento en que reconoce su
propia idealidad; cuando deja de hacerlo es demencia. Toda la diferencia radica en el
acto del reconocimiento, en no ser fraude. Es preciso, en tanto criaturas espirituales,
que seamos capaces de inventar y percibir lo que no existe; y en tanto criaturas
morales, que sepamos y reconozcamos al mismo tiempo que no existe.
IV. De nuevo, podría pensarse, y se ha pensado, que todo el arte de la pintura no es
más que un esfuerzo para engañar. Nada de eso: es, por el contrario, una exposición
de ciertos hechos de la forma más clara posible. Por ejemplo, si deseo informar de
una montaña o de una roca, empiezo por explicar su forma. Pero las palabras no lo
hacen con claridad; así que dibujo su forma y digo, “ésta era su forma”. A
continuación, me gustaría representar su color; y como las palabras tampoco lo
hacen, coloreo el papel y digo, “éste era su color”. De continuar el proceso hasta que
el paisaje parezca existir, se puede obtener un gran placer con esa existencia
aparente.
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