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Lampara De La Verdad


Enviado por   •  27 de Septiembre de 2013  •  12.931 Palabras (52 Páginas)  •  261 Visitas

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Capitulo II: La Lámpara de la Verdad

1. Hay un acusado paralelismo entre las virtudes del ser humano y la ilustración del

mundo que habita —la misma decreciente gradación de vigor hacia los límites de

sus dominios, el mismo apartamiento esencial de sus contrarios— el mismo

crepúscu lo al encontrarse los dos: una faja algo más ancha que la línea donde el

mundo gira hacia la noche, ese extraño crepúsculo de las virtudes, esa obscura tierra

abierta a la disputa, donde el celo deviene impaciencia; la moderación, severidad; la

justicia, crueldad; la fe, superstición, y todo se desvanece en la obscuridad.

Sin embargo, con la mayoría de ellas, aunque el obscurecimiento aumente más y

más, podemos señalar el momento de la puesta del sol; y, felizmente, hacer

retroceder a las sombras por donde bajaron; pero para una, la línea del horizonte es

irregular, imprecisa; y ésta es, por otra parte, el cíngulo y ecuador de todas ellas: la

Verdad; la única para la que no existen grados, sino que se rompe y cuartea de

continuo; el pilar de la tierra, aunque sea nublado pilar; la línea estrecha y dorada

que los mismos poderes y virtudes que descansan en ella doblan, que la política y la

prudencia ocultan, que la amabilidad y la cortesía modifican, que el valor sombrea

con su escudo, la imaginación cubre con sus alas y la caridad empaña con sus

lágrimas, ¡ Cuán difícil debe de ser el mantenimiento de esa autoridad que mientras

ha de refrenar la hostilidad de los peores principios del ser humano, tiene que

mantener a raya los desórdenes de los mejores — que se ve asaltada de continuo por

éste y traicionada por aquél, que contempla con pareja severidad las violaciones más

nimias y más descaradas de su ley! Hay defectos pequeños en el espectáculo del

amor, errores pequeños en la estimación de la sabiduría; pero la verdad no olvida

una ofensa ni soporta una mancha.

No la tenemos en cuenta suficientemente; ni tampoco las fútiles y continuas

ocasiones de ofenderla. Estamos demasiado habituados a contemplar la mentira en

sus más sombrías asociaciones, y a través del color de sus peores propósitos. Esa

indignación que manifestamos ante el engaño absoluto, en realidad es sólo ante el

engaño malicioso. Nos resentimos de la calumnia, la hipocresía y la traición porque

nos duelen, no porque sean falsas. Si consideramos la difamación y la malicia de la

mentira, nos ofenderemos un poco por ello; conviértase en alabanza, y quizá nos

sintamos satisfechos. Sin embargo, no suman la calumnia y la traición el montante

más grande de agravios en el mundo; se las acosa sin interrupción y sólo se perciben

al ser vencidas. Es el embuste hablado, suave y brillante, la falacia amable, la mentira

patriótica del historiador, la próvida del político, la apasionada del partidario, la

compasiva del amigo, y la falsedad descuidada de todo ser humano a sí mismo, .lo

que arroja ese negro misterio sobre la humanidad; y a todo ser humano que lo

horade, le damos las gracias como a quien excava un pozo en el desierto, felices de

que la sed de verdad todavía reste entre nosotros, aun cuando hayamos abandonado

voluntariamente sus fuentes.

Sería bueno que los moralistas no confundieran tan a menudo la magnitud de un

pecado con la imperdonabilidad del mismo. Los dos caracteres son absolutamente

distintos. La magnitud de una falta depende, en parte, de la naturaleza de la persona

contra la que se comete, y en parte, del alcance de sus consecuencias. Su perdón, ha -

blando en términos humanos, del grado de tentación. Una circunstancia determina el

peso del castigo correspondiente; la otra, el derecho a la remisión del mismo; y como

no es fácil para los seres humanos estimar el peso relativo ni les es posible conocer

las consecuencias relativas del crimen, por lo general es acertado desistir de

mediciones tan escrupulosas y ocuparse de la otra y más clara condición de

culpabilidad: la estima por aquellas faltas malísimas que se cometen a la mínima

tentación. No trata de atenuar la culpa del pecado ofensivo y ruín, de la falsedad

egoísta y deliberada; con todo, me parece que el camino más corto para poner coto a

las formas más sombrías de fraude es establecer la vigilancia más escrupulosa contra

quienes han confundido, desatendido, desvirtuado el curso de nuestras vidas. No

dejemos mentir en absoluto. No se piense de una falsedad que es inocua; de otra,

que es una insignificancia; y de una tercera, que es involuntaria. Olvidemos todo eso:

quizá sean veniales y fortuitas, pero son un hollín nada grato del humo del infierno,

en cualquier caso; y es mejor que nuestros corazones estén limpios, sin más

inquietud que por las mayores o más negras. El hablar veraz es como la buena letra,

que

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