MUERTE EN EL LORETO. CIUDADANÍA ARMADA Y VIOLENCIA POLÍTICA EN BOLIVIA (1861-1862)
fanny tatiana apaza choqueTrabajo11 de Agosto de 2017
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MUERTE EN EL LORETO. CIUDADANÍA ARMADA Y VIOLENCIA POLÍTICA EN BOLIVIA (1861-1862)
La prensa boliviana de la época llamó Matanzas del Loreto a las ejecuciones que por orden de Plácido Yáñez, Comandante General de La Paz, se realizaron en esta ciudad la noche del 23 de octubre de 1861. Las víctimas fueron cincuenta y cinco prisioneros políticos seguidores del partido belcista —liderado por los ex presidentes Manuel Isidoro Belzu (1848-55) y Jorge Córdova (1856-58) —, encarcelados en el Templo del Loreto, los cuarteles Segundo y de policía y la cárcel entre los días 29 de septiembre y 23 de octubre bajo la acusación de preparar una revolución contra la presidencia provisoria del general José María de Achá.
Un mes más tarde, en medio de un enfrentamiento militar entre los simpatizantes del gobierno y las fuerzas rebeldes del coronel Narciso Balza, Yáñez fue buscado y asediado por una masa popular para ajusticiarlo por los crímenes cometidos. Logrado su objetivo, la población involucrada en la persecución no sólo no tomó partido en la contienda militar, sino que colaboró con otras instancias civiles de la ciudad para lograr una pacificación de la misma que se concretó en el reconocimiento de Achá como legítimo representante de la nación. Este texto aborda los sucesos mencionados con el objetivo de reflexionar sobre los procesos de legitimación y deslegitimación del ejercicio público de la violencia política por parte de gobernantes y gobernados. Para ello se centra en dos manifestaciones de la misma vinculadas al ejercicio de la ciudadanía y al enfrentamiento entre partidos, que fueron aceptadas socialmente al transformar a la población en soldados: la militarista, unida a la acción profesional de los ejércitos de línea, y la popular, asociada a la acción de los civiles. Aunque ambos tipos de violencia reivindicaban al ciudadano armado, no compartían igual concepción del mismo. El primer caso remitía al cesarismo militar. Sólo podían ser considerados ciudadanos armados los militares sublevados que gracias a defender un orden originario vulnerado se convertían en los depositarios de las garantías del pueblo. Si bien en un inicio, bajo la concepción de que la salvación de la patria era una responsabilidad colectiva, todos los individuos debían convertirse en ciudadanos armados, de acuerdo con el principio de libertad sólo fueron reconocidos así los jefes militares responsables de una asonada y no los soldados reclutados en el ejército mediante levas.
En el segundo caso eran ciudadanos armados todos los civiles en armas, tanto los agrupados en guardias nacionales y milicias de vecinos, como los organizados coyunturalmente frente a un acto que atentara contra el bien común. Con independencia de la diferencia expuesta, desde la formación de la república los dos tipos de violencia política interactuaron bajo la noción de revolución.
Con ello se creó una autoconciencia racional y normativa de la guerra asociada al amor a la patria y, por tanto, a la defensa de la nación y de la soberanía mediante el uso de la fuerza. El vocablo revolución remitía al derecho a la resistencia del pueblo frente al despotismo, ya que hacía referencia a la restauración, y no a la ruptura, de un orden originario que había sido pervertido por los gobernantes. Ante el abuso del poder, el pueblo tenía el derecho y la obligación cívicos de hacer uso de la fuerza para restaurar las libertades perdidas y el orden presumiblemente violado por el déspota. Durante la etapa independentista tal principio se había constituido a partir del proceso de dispersión de la soberanía del rey en múltiples soberanías de los pueblos y retroalimentado con contenidos provenientes de las matrices liberal y republicana. En consecuencia, nacida la República boliviana bajo el signo de la división de la soberanía, los dos ejercicios de la violencia se reconocían como formas legítimas de construcción del orden nacional. Ahora bien, si este podía edificarse a partir del uso de la fuerza concretado en pronunciamientos refundadores o en motines populares avalados constitucionalmente, tales fenómenos también podían atentar contra el orden y estabilidad de Bolivia, poniendo en peligro su crecimiento y consolidación. Ante ello, ¿de qué manera podían conciliarse su gobernabilidad con el derecho y el deber populares a la subversión si la nación se veía amenazada por la tiranía?, ¿cómo obtener un nuevo orden social basado en la soberanía inalienable del pueblo sin que los movimientos sociales deslegitimaran continuamente a las autoridades y sin que éstas se desentendieran de sus demandas una vez conseguido el consentimiento popular?, y, por tanto, ¿de qué manera se podía llevar a cabo el doble proceso de institucionalización del Estado y de la soberanía popular? Víctor Peralta arguye que los primeros gobernantes bolivianos asentaron la presencia del Estado, combatieron la disgregación territorial y afianzaron el sentimiento de identidad nacional mediante tres medidas gubernamentales: primera, la formulación de una economía política proteccionista, segundo, la activación y resolución de conflictos internacionales, en especial con Perú, y tercera, la pacificación del cuerpo político de la nación a través de los principios de «concordia, fusión y unitarismo».
De las tres medidas, este texto se va a centrar en la tercera, en la relativa a cómo alentar la unión entre el Estado y la sociedad, entendida como la erradicación de las luchas regionales y la competencia partidista fratricida. En la época de los generales Santa Cruz (1829-1839), José Ballivián (1839-1846) y Belzu esos males fueron combatidos a partir del ideal de «unanimidad, armonía o unidad civil». Éste buscaba la contención de la lucha a muerte entre facciones a través de la reunión de todas las opciones políticas en un partido único. Bajo una concepción simbiótica entre el unanimismo corporativo del antiguo régimen y los principios republicanos de «bien común» y la «voluntad general», se apelaba a él porque a muchos aún les resultaba inconcebible que prevalecieran los intereses particulares y se produjera una división de opiniones contraria a la unión moral del cuerpo político de la nación. Como resultaba impensable que, con independencia del nuevo concepto de libertad, pudieran no existir idénticas opiniones acerca de que el objetivo supremo de todo nacional fuese el bienestar de la nueva república, el partido único se asumió como la sustancia misma del pueblo. Sin embargo, ello no limitó los enfrentamientos partidarios quedando en evidencia que esa fórmula no satisfacía la función de la representación. Por tanto, la pluralidad de intereses que albergaba toda sociedad hizo estallar las visiones una nimistas de la nación y cobró vigencia la heterogeneidad política.
Conscientes de que el espíritu faccioso era un elemento imprescindible e inevitable en el sistema representativo democrático9 y conforme al ideal republicano que cifraba la defensa del orden constitucional en la acción política de sus ciudadanos, adquirió importancia el principio de la fusión o de «fraternidad y tolerancia recíproca de partidos». Éste abogaba por la gestión de las disidencias políticas a partir del reconocimiento por parte de las autoridades gubernamentales del derecho de los opositores a expresar públicamente puntos de vista divergentes e incluso un desacuerdo total, siempre y cuando no recurrieran a la fuerza o a alianzas con países extranjeros para imponer su punto de vista político. Aunque el gobierno de Achá materializó la política de fusión con la formación de un gabinete de gobierno multipartidista con el que buscaba contener posibles insurrecciones, su éxito en implantarla no provino sólo de decisiones ministeriales, sino que requirió la acción del pueblo en armas. Ello implicó que en el contexto de las Matanzas del Loreto hubo un enfrentamiento entre los dos tipos de violencia política expuestos. Si la ejercida por los militares rebeldes puso en peligro la propuesta de fusión de Achá, la violencia protagonizada por el pueblo paceño contra Yáñez y sus seguidores logró lo contrario. No sólo impidió el triunfo de la primera, sino que hizo posible la instauración de la iniciativa de Achá mediante una combinación de violencia revanchista popular con actuaciones asamblearia y asociacionista originadas a partir del municipio y coordinadas desde una junta de gobierno. Este episodio acerca del modo en que la violencia ayudó a la consolidación del Estado y a la definición de las potestades del pueblo en la concreción del mismo se va a exponer en dos acápites que relacionan la política de fusión de Achá con el ejercicio público de la violencia. El primero se centra en las Matanzas de Yáñez y la consecuente crisis de legitimidad del gobierno provisional, mientras el segundo abarca la muerte de Yáñez y el resultante asentamiento presidencial de Achá. Con ellos se tratará de responder a tres preguntas: ¿qué relación existió entre abuso de autoridad, legitimidad gubernamental y acción popular?, ¿cómo la movilización popular asentó la política de fusión de Achá? y ¿quiénes y de qué modo capitalizaron la violencia del pueblo?
PRIMERA ETAPA DE LA POLÍTICA DE FUSIÓN: LAS MATANZAS DE YÁÑEZ
El 14 de enero de 1861 el general Manuel Antonio Sánchez, Ruperto Fernández, ministro de Estado, y José María Achá, ministro de Guerra, lideraron con éxito una sublevación ministerial contra el presidente José María Linares (1858-60). En el Manifiesto de la Junta Gubernativa a la Nación justificaron el golpe de Estado, calificado de «restaurador del orden legal» y «revolución regeneradora», con argumentos relativos a que la dictadura nacida de la revolución septembrista de 1858 no avanzaba en el desarrollo de sus principios y entorpecía el proceso de democratización del país. Ello sucedía porque «la soberanía y el derecho» se habían supeditado al abuso de la fuerza al no haber realizado el gobierno una asamblea constituyente tras la revolución y, por tanto, haber retardado la redacción de una nueva constitución y la formación de un congreso. Entre el 14 y el 29 de enero de 1861 la Junta decretó la reorganización del personal de las subsecretarías de Estado y la realización de un proceso electoral destinado a seleccionar a los miembros de una asamblea constituyente. Además de encargarse de elaborar un texto constitucional, estos asamblearios serían también los responsables de elegir al presidente provisional de la república entre los tres triunviuros; lo que forzó a éstos a conseguir el mayor número de adeptos. Tal tarea se hizo bajo una exhaustiva supervisión de los trabajos electorales de los rivales, permitiendo la reñida competencia de los candidatos el desarrollo de actividades ligadas a los principios de «libertad de opinión, reunión y asociación» como clubes u otras asociaciones, tertulias públicas en locales comerciales, edición de periódicos y sueltos, y festejos públicos. El objetivo no sólo era evitar posibles abusos de poder, sino sobre todo generar un clima de legitimidad electoral que no pusiese en compromiso la victoria frente a Linares, más cuando el golpe de Estado no había implicado una movilización popular. El resultado de la elección fue una asamblea multipartidista en la que había diputados «de toda condición». La Asamblea se instaló el 1 de mayo de 1861 en la antigua capilla del Loreto, ahora salón universitario y recinto legislativo, y estuvo presidida por Adolfo Ballivián. Tras declararse constituyente delegó el poder político a la Junta de Gobierno hasta que se tomase una decisión sobre el gobierno provisorio. Ésta se produjo el 4 de mayo, siendo nombrado Achá presidente por 820 votos contra 16 y ratificado como tal el 6 de agosto de 1861 bajo el compromiso de respetar la alternabilidad en el poder mediante la convocatoria de elecciones libres. Asimismo, de acuerdo con los propósitos de la concordia referentes a olvido de los pasados agravios y legalidad en los procedimientos, aceptó tanto la amnistía general de los bolivianos o extranjeros acusados de delitos o causas políticas, como la cancelación de los procesos judiciales al respecto, decretadas por la Asamblea. Ésta se clausuró el 15 de agosto. Aunque la elección de Achá no fue cuestionada por los otros dos miembros de la ex junta gubernativa, éstos, en especial Ruperto Fernández, nuevo ministro de Estado y Justicia, se mostraron decepcionados y críticos ante el hecho de que el presidente quisiese desarrollar una política de fusión contraria a la hegemonía en el gobierno de los septembristas. Su gesto conciliador, además de juzgarse en exceso condescendiente con los belcistas y responsable de poner en peligro la causa de septiembre, se interpretó también encaminado a la formación de un partido personal propio. Conforme a los principios de la fusión de evitar los «banderios exclusivistas» o «el espíritu de partido» que provocaban el exterminio del bando rival y de lograr el «bienestar común por medio de la tolerancia en política y la moderación en el gobierno», Achá intentó combatir el monopolio partidista del poder y, con ello, pacificar el escenario político, mediante la inclusión en su gabinete de gobierno de conocidos belcistas como Rafael Bustillos. Esa decisión resumía la necesidad de crédito público que tenía un gobierno nacido de una revolución que había puesto en peligro el «equilibrio social». Sólo podía «suplir el desprestigio de origen independiente» y ser respetado si daba pruebas de la importancia de sus servicios a la nación. Y ello, además de implicar la utilización de la constitución como una garantía del ejercicio popular de la soberanía y no como un arma, se materializaba en la voluntad de gestionar las rivalidades partidarias en el ámbito exclusivamente político para atenuar uno de los males que afectaban el buen gobierno del país: la militarización de la política o el «militarismo pretoriano». Como ya se indicado, bajo el principio de unanimidad el consenso entre partidos fue entendido como la homogeneización del pensamiento político sostenido por los mismos.
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