MULTICULTURALISMO
BRILLANTE20 de Septiembre de 2012
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A modo de introducción: Los límites de la Nación
Hacer referencia a los límites del Estado-Nación en el contexto de una reflexión acerca de migración y ciudadanía significa utilizar de manera deliberada el doble significado del término “límite”, entendiéndolo tanto en el sentido de “frontera” como en el de “limitación”. Estos dos sentidos se coimplican al aplicarse a esta temática, ya que la hipótesis que guía este trabajo es que las fronteras geográfico-políticas y culturales, que constituyen un rasgo esencial del tipo de orden político constituido por el Estado Nación, configuran su propia limitación, en el sentido de defecto, restricción o inadecuación.
El movimiento migratorio actual, que involucra a millones de seres humanos desplazándose a través de fronteras nacionales, llama la atención sobre estos límites, que se traducen en problemáticas que la filosofía práctica debe atender: en primer lugar, cuestiona la coexistencia de, por un lado, un orden normativo de carácter universal, encarnado en el sistema de derechos humanos, y por otro, un orden de soberanía geopolíticamente configurado por diversos Estados nacionales que se valen del concepto de ciudadanía nacional para garantizar derechos exclusivamente a un grupo de seres humanos, y excluir a otros del goce de los mismos. En segundo lugar, abre la discusión acerca de lo que debe entenderse por identidad cultural: el movimiento migratorio desterritorializa la cultura e invita a la reflexión sobre los procesos sociales de producción de valores, costumbres y normas de convivencia, que conducen a concebir a la cultura más como un continuo dinamismo que como una entidad estática.
Ambos problemas remiten a la cuestión de la vigencia del modelo de Estado nacional concebido como un orden político -que ejerce su poder soberano sobre la población distribuída al interior de sus fronteras- identificado con una supuesta nación homogénea. El migrante, en tanto sujeto que traspasa las fronteras, interpela las concepciones de ciudadanía con su presencia y sus consiguientes demandas de participación y garantía de derechos humanos universales, y se enfrenta con un poder coercitivo cuyo objetivo es defender sistemas culturales pretendidamente estáticos que se ven retados por la otredad del extranjero, dejando en evidencia la limitación de estos sistemas para albergar al migrante[i].
El pensamiento filosófico más reciente ha dedicado numerosas páginas a exponer el modo en que estos sistemas culturales –las naciones- obedecen a construcciones estratégicas cuyo fin es la homogeneización de las prácticas simbólicas de las poblaciones. Benedict Anderson, en su obra Comunidades imaginadas, definió la nación como un “artefacto cultural”, fruto de una creación imaginaria, según la cual sus miembros se perciben a sí mismos como parte de una comunidad con valores fraternos, a pesar de no tener una relación personal entre sí. Estas comunidades imaginadas presentan como característica principal la delimitación, representada por las fronteras, en virtud de las cuales el sistema político acota su extensión y se distingue de otras naciones, generando particularidades y abriendo el camino para la pertinencia de los conceptos de pertenencia y no-pertenencia.
El filósofo francés Étienne Balibar, en sus reflexiones en torno al tipo de comunidad formada por el Estado nacional, utiliza el concepto de “etnicidad ficticia”[ii] para referirse a la construcción de la Nación en términos de un proceso mediante el cual la población de un Estado nacional, que en pocos casos posee una base étnica natural, se “etnifica” representándose como formando una comunidad natural. La identificación entre Estado y Nación prefigura un aparato estatal que interviene en áreas tales como la educación, la salud pública y las estructuras familiares, subordinando a los individuos a su carácter de ciudadanos del Estado-Nación antes que a cualquier otra consideración. Esta “nacionalización” se produce a través de una red de mecanismos y prácticas centrales para la constitución de la identidad, que se construye sobre la base del campo de valores de la Nación. Esta identidad referida a “lo nacional” relativiza las diferencias entre los ciudadanos de la misma “comunidad” y acentúa la diferencia simbólica entre ella -a través del “nosotros”- y “los extranjeros”. El modo de producir “etnicidad”, de manera tal de “naturalizarla” y ocultar su carácter ficticio, es a través de dos vías que resultan eficaces para arraigar el sentido nacional de modo de asimilarlo a un hecho natural: el lenguaje y la raza.
De este modo, se generan fronteras que actúan desde lo cultural, límites que prefiguran una constitución del sí mismo y del otro como diferenciaciones naturales, inexorables, esenciales. Estas fronteras, que representan mecanismos de inclusión-exclusión, actúan de un modo más tangible a través de las fronteras geopolíticas, aquellas líneas o zonas de separación y de confrontación que dividen a los territorios y establecen un reparto de la población bajo diversas jurisdicciones nacionales. Balibar, en Violencias, identidades y civilidad[iii],propone un tratamiento de las fronteras geográficas que dé cuenta del carácter multívoco de las mismas en relación con el propósito y el significado que asuman históricamente. Según su perspectiva, las fronteras presentan tres rasgos fundamentales: la “sobredeterminación”, la “polisemia” y la “heterogeneidad”. El rasgo de “sobredeterminación” aplicado a las fronteras indica que no se trata simplemente de meros límites entre Estados, sino que cumplen la función de configurar el mundo; su “polisemia” indica que las fronteras existen de distinto modo para individuos de distinta clase: no las cruzan de igual manera un empresario de un país rico en viaje de negocios, para quien la frontera es una “formalidad”, que un joven desempleado de un país pobre, para quien constituye un obstáculo y un espacio en el que vivencia un sentimiento de expulsión multilateral. La “heterogeneidad”, significa la disminución en la tendencia a la confusión entre fronteras de tipo político, cultural o socioeconómico: dichas fronteras ya no se perciben en las fronteras geográficas que delimitan Estados (y aquí se debería agregar sólo), sino que son percibidas en aquellos espacios en los que se ejercen controles sanitarios o de seguridad.
Fronteras culturales, delimitaciones del biopoder:
En uno de sus textos[iv] dedicados a la problemática de la migración, el filósofo Raúl Fornet- Betancourt señala que una ciudadanía entendida como culturalmente homogénea concibe a los inmigrantes como “invasores” a los que se debe eliminar - a través de restricciones de ingreso, deportaciones o mediante la violación de sus derechos fundamentales - o neutralizar, a través de políticas de asimilación o integración al orden establecido. Esta sutil forma de exclusión constituye también un modo de eliminación, ya que la integración se propone como un abandono de las prácticas que el sujeto asumió hasta el momento, en pos del “progreso”, y como la condición para acceder a la ciudadanía. Al relacionar este accionar sobre la otredad del migrante con el tipo de control que significa la atribución, a todo individuo, de una identidad étnica, de modo de distribuir a la humanidad en diferentes etnicidades que corresponden a diferentes naciones, surgen las nociones de inmunidad, de amenaza al cuerpo político y hace entrada el racismo[v], por lo que considero pertinente enmarcar la problemática en relación con el despliegue de la biopolítica. El término biopolítica, retomado por Michel Foucault entre los años 1974-1980, constituye una de las categorías fundamentales de la filosofía contemporánea y alude al carácter central que cobra lo viviente en el ejercicio del poder y del saber. La biopolítica es considerada por Foucault como una tecnología de poder, es decir, una técnica que determina la conducta de los individuos y los somete a cierto tipo de fines de dominación[vi]. En relación al fenómeno de la migración, resulta sugerente el tratamiento foucaultiano acerca del surgimiento de la población como objeto del biopoder y del racismo como condición de posibilidad de marginación, exclusión o eliminación del Otro –representado en este caso por el migrante- en el contexto de un poder cuyo objetivo es “hacer vivir”.
En las lecciones del año 1975-1976 editadas bajo el título Defender la sociedad, Foucault sostiene que la biopolítica tiene como objeto a la especie humana en tanto cuerpo viviente, con el objetivo de controlar e intervenir en aquellos procesos biológicos tales como nacimientos, decesos, enfermedades, fenómenos colectivos que pueden tener efectos económicos y políticos. Se trata de influir ya no sobre cuerpos individuales particulares –como en el poder disciplinante- , sino sobre la población, dejando atrás como objetivo a la “sociedad” o al “individuo-cuerpo”.
La biopolítica “hace vivir”, realza la vida y controla sus accidentes por lo que cabe preguntarse ¿por qué el Estado biopolítico se apropia del racismo –práctica aniquiladora- como tecnología de poder? La explicación se encuentra, según Foucault, al analizar aquella función de la biopolítica que no se refiere al “hacer vivir”, sino a la contracara de este ejercicio, constituida por la acción de “dejar morir”. La pregunta acerca de cómo es que un poder que consiste en hacer vivir ejerce igualmente el poder de dar la muerte, puede ser respondida a través del racismo como herramienta de eliminación. En palabras de Foucault, “…un poder que tiene como tarea tomar
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