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Pancho Villa Y Sus Azañas


Enviado por   •  19 de Noviembre de 2014  •  2.568 Palabras (11 Páginas)  •  219 Visitas

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A LOS DIECISIETE AÑOS DE EDAD, DOROTEO ARANGO S E CONVIERTE EN PANCHO VILLA Y EMPIEZA LA EXTRAORDINARIA CARRERA DE SUS HAZAÑAS.

La hacienda de Gogojito- Don Agustín López Negrete y Martina Villa.- La cárcel de San Juan del Rio.- Los hombres de Félix Sariñana.- La acordada de Canatlán en Corral Falso.- El difunto Ignacio Parra y el finado Refugio Alvarado.- La mulera de la hacienda de la Concha.- Don Ramón.- Los primeros tres mil pesos.- El caballo del señor Amparán.

El 94, siendo un joven de diecisiete años, vivía yo en una hacienda que se nombra Hacienda de Gogojito, perteneciente a la municipalidad de Canatlán estado de Durango. Sembraba yo en aquella hacienda a medias con los señores López Negrete. Tenía, además de mí madrecita y mis hermanos Antonio e Hipólito, mis dos hermanas: una de quince años y la otra de doce. Se llamaba una Martina, y la otra, la grande, Marianita. Habiendo regresado yo, el 22 de septiembre, de la labor, que en ese tiempo me mantenía solamente quitándole la yerba, encuentro en mi casa con que mi madre se hallaba abrazada de mi hermana Martina: ella por un lado y don Agustín López Negrete por el otro. MI pobrecita madre estaba hablando llena de angustia a don Agustín. Sus palabras contenían esto:

-Señor, retírese usted de mi casa. ¿Por qué se quiere llevar usted a mi hija? Señor, no sea ingrato.

Entonces volví yo a salir y me fui a la casa de un primo hermano mío que se llamaba Romualdo Franco. Allí tomé una pistola que acostumbraba yo tener colgada de una estaca, regresé a donde se hallaban mi madrecita y mis hermanas y luego le puse balazos a don Agustín López Negrete, de los cuales le tocaron tres.

Viéndose herido aquel hombre, empezó a llamar a gritos a los cinco mozos que venían con él, los cuales no sólo acudieron corriendo, sino se aprontaron con las carabinas en la mano. Pero don Agustín López Negrete les dijo:

-¡No maten a ese muchacho! Llévenme a mi casa.

Entonces lo cogieron los cinco mozos, lo echaron en un elegante coche que estaba afuera y se lo llevaron para la hacienda de Santa Isabel de Berros, que dista una legua de la hacienda de Gogojito.

Cuando yo vi que don Agustín López Negrete iba muy mal herido, y que a mí me habían dejado libre en mi casa, cogí de nuevo mi caballo, me monté en él, y sin pensar en otra cosa me dirigí a la sierra. Aquella sierra que está enfrente de Gogojito se nombra Sierra de la Silla. Otro día siguiente bajé hasta la casa de un amigo mío llamado Antonio Lares y le pregunté:

-¿Qué tienes de nuevo? ¿Qué ha pasado con los tiros que le di ayer a don Agustín López?

Él me contestó:

-Dicen que está muy grave.

Aquí han mandado de Canatlán hombres armados que andan en persecución tuya.

Yo le contesté:

-Dile a mi madrecita que se vaya con la familia a la casa de Río Grande.

Y me volví a la sierra.

Desde esa época no cesaron las persecuciones para mí. De todos los distritos me

recomendaron para que me aprehendieran vivo o muerto. Me pasaba yo ahora meses y meses yendo de la sierra de la Silla a la sierra de Gamón, manteniéndome siempre con lo que la fortuna me ayudaba, que casi nunca era más que carne sin sal, pues no me atrevía a llegar a ningún poblado, porque donde quiera me perseguían.

Por mi ignorancia, o mi inexperiencia, en una de aquellas veces alcanzaron a cogerme entre tres hombres. Me condujeron a San Juan del Río y me metieron a la cárcel a las doce de la noche. Pero como las autoridades iban a hacer sus gestiones para ejecutarme, o más bien dicho, para fusilarme, porque ese era el decreto que estaba dado en mi contra en todo el Estado, a las diez de la mañana me sacaron de la cárcel para que moliera un barril de nixtamal.

Yo entonces resolví libertarme de los hombres que me cuidaban. Les eché la mano del metate, con lo que maté a uno, y subí encarrerado por un cerro de los Remedios y que está cerca de la cárcel. Cuando le avisaron al jefe de la policía, todo fue inútil: ya les resultó imposible darme alcance. Porque al bajar al río, arriba de San Juan, encontré un potro rejiego que acababa de coger de las manadas, me monté en él y le di río arriba.

Luego que me vi como a dos leguas de San Juan del Río, aquel animal ya cansado, me apeé de él, lo dejé que se fuera, y yo me dirigía buen paso a mi casa, que estaba cerca, río arriba, en el punto ya indicado de Río Grande.

En la noche bajé a la casa de un primo hermano mío. Le comuniqué lo que me

pasaba. Me dio su caballo, su montura y alimentos para algunos días. Y bien surtido ya con todo eso, me retiré a mis mismas habitaciones de antes, que, como ya he dicho, eran la sierra de la Silla y la Sierra de Gamón.

Allí me la pasé hasta el siguiente año.

Por aquella época yo era conocido con el nombre de Doroteo Arango. Mi señor

padre, Don Agustín Arango, fue hijo natural de don Jesús Villa, y por ser ése su origen llevaba el apellido Arango, que era el de su madre, y no el que le tocaba por el lado del autor de sus días. Mis hermanos y yo, hijos legítimos y de legítimo matrimonio, recibimos también el apellido Arango, con el cual, y solamente con ése, era conocida y nombrada toda nuestra familia.

Como yo tenía noticia de cuál era el verdadero apellido que debía haber llevado mi

padre, resolví ampararme de él cuando empezaron a ser cada día más constantes las persecuciones que me hacían. En vez de ocultarme bajo otro nombre cualquiera, cambié el de Doroteo Arango, que hasta entonces había llevado, por este de Francisco Villa que ahora tengo y estimo como más mío. Pancho Villa empezaron a nombrarme todos, y casi sólo por Pancho Villa se me conoce en la fecha de hoy.

Como decía, en la sierra de la Silla, o en la de Gamón, me la pasé hasta el siguiente año de 1895. En los primeros días de octubre me hicieron una entrega. Estando yo dormido en la labor de La Soledad, que está pegada a la sierra de la Silla, siete hombres me descubrieron y me agarraron. Alguno me había hecho la entrega, un tal Pablo Martínez, según luego supe. Y sucedió que cuando yo recordé ya tenía sobre mí siete carabinas, y todos aquellos hombres, a una voz, estaban pidiéndome rendición. Como yo me miré perdido, no hice más que contestara los siete hombres:

-Estoy

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