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SIDDHARTA

laloortiz2 de Octubre de 2012

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Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado

de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de

sauces y de higueras. EI sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las

abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el

boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos,

en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho

tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las

lides de Ja palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar

quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia

adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la

frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible

en el mundo material.

La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber;

observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.

Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y

levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que

saludaba con perfectos modales.

EI corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta paseaba por las

callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.

Pero Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por

la mirada de Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos

movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su

inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo

presentía: Este no será un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido

comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin

embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él,

Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el

maravilloso. Y si Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,

Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.

Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.

No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía

ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba

sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario

baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos.

Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de

las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del

humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.

Siddharta había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender

que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le

harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su

venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la

parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el

Hermann Hesse

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recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho,

el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran

agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón.

Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran todo? ¿Daban los

sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del

mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados

como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a

los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al

atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde

sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible que cada uno lleva dentro de sí? ¿Pero

dónde se hallaba este yo, este interior, este último? No es carne ni es hueso, no es pensamiento ni

conciencia: así lo enseñan los grandes sabios. Entonces, ¿dónde? ¿Dónde se encontraba? ¿Existía

otro camino para llegar al yo, al atman..., un camino que valía la pena buscar?

¡Pero nadie enseñaba ese camino! ¡Nadie lo conocía! ¡Ni el padre, ni los profesores y sabios, ni

los sagrados ritos de los sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros religiosos. Lo conocían

todo. Se habían preocupado de todo; lo referente a la creación del mundo, al origen de la oración,

de los elementos, de la aspiración, de la espiración, a las órdenes de los sentidos, a los hechos de

los dioses. Sabían infinidad de cosas. Pero, ¿tenía algún valor saber todo eso, si se desconocía al

Uno, al Unico, al más Importante, al únicamente Importante?

Ciertamente, muchos versos de los libros sagrados, sobre todo los Upanishandas de Samaveda,

hablaban de este interior y último. Maravillosos versos.

«Tu alma es el mundo entero», se leía allí.

Y escrito está que el hombre, mientras duerme, durante el sueño profundo, entra en su propio

interior y vive en el atman. ¡Qué maravillosa sabiduría entrañaban esos versos! Todo el conocimiento

de los grandes sabios se había reunido en estas palabras mágicas, puras como la miel de las

abejas. No, no se debían menospreciar los enormes conocimientos que aquí se guardaban, reunidos

por innumerables generaciones de sabios y penitentes, que habían logrado no sólo conocer este

profundo saber, sino también vivirlo. ¿Dónde se encontraba el experto que era capaz de retener el

atman desde el sueño hasta el despertar, durante la vida, con cada paso, palabra o hecho?

Siddharta conocía a muchos brahmanes venerables, sobre todo a su padre, el puro, el sabio, el

más reverenciado. Su padre era digno de admiración; su comportamiento resultaba sosegado y

noble, su vida era pura, su palabra sabia, los pensamientos de su frente delicados y aristocráticos.

Pero él, que sabía tanto, ¿vivía en la bienaventuranza, tenía la paz? ¿Acaso no era también uno de

los que buscan siempre, sedientos? ¿No necesitaba beber continuamente en las fuentes sagradas,

en los sacrificios, en los libros, en los diálogos con los brahmanes? ¿Por qué él, que era

irreprochable, tenía que lavar diariamente sus pecados, esforzarse cada día en la purificación,

repetirla cotidianamente? ¿No estaba el atman en él, no fluía la primera fuente de su propio

corazón? ¡Esa primera fuente debía, tenía que encontrarse en el propio yo! ¡Era necesario poseerla!

Todo lo restante era una simple búsqueda, un rodeo, un desvarío.

Tales eran los pensamientos de Siddharta. Esa era su sed, su sufrimiento.

A menudo pronunciaba las palabras de un Chandogya-Upanishad:

-Quizás el nombre del brahmán sea Satyam... Quien lo sabe con certeza entra diariamente en el

mundo celestial.

Siddharta parecía estar a menudo cerca del mundo celeste, pero nunca lo había alcanzado

completamente, jamás había saciado la última sed. Tampoco ninguno de todos los más sabios que

Siddharta conociera, y de cuyas enseñanzas disfrutó, había conseguido ese mundo celestial que

apaga la sed eterna para siempre.

-Govinda -dijo Siddharta a su amigo-, Govinda, ven conmigo a la higuera de los banianos.

Tenemos que practicar el arte de la meditación.

Se fueron a la higuera de los banianos. Se sentaron. Aquí Siddharta y veinte pasos más allá

Govinda. Acomodado y dispuesto a decir el Om, Siddharta repitió el verso murmurando:

Hermann Hesse

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Om es el arco, la flecha, es el alma,

la meta de la flecha es el brahmán,

al que sin cesar se debe alcanzar.

Cuando había pasado el tiempo acostumbrado para el ejercicio del arte de ensimismarse, Govinda

se levantó. Se había hecho tarde; ya era la hora de efectuar la ablución de la noche. Llamó a

Siddharta por su nombre. Siddharta no contestó. Siddharta se hallaba sentado, con la mirada fija en

una meta lejana,

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