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SIDDHARTA


Enviado por   •  2 de Octubre de 2012  •  6.922 Palabras (28 Páginas)  •  447 Visitas

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Siddharta, el agraciado hijo del brahmán, el joven halcón, creció junto a su amigo Govinda al lado

de la sombra de la casa, con el sol de la orilla del río, junto a las barcas, en lo umbrío del bosque de

sauces y de higueras. EI sol bronceaba sus hombros brillantes al borde del río, en el baño, en las

abluciones sagradas, en los sacrificios religiosos. La sombra se adentraba por sus negros ojos en el

boscaje de mangos, en los juegos de los niños, en el canto de su madre, en los sacrificios religiosos,

en las enseñanzas de su padre y sus maestros, en la conversación de los sabios. Ya hacía mucho

tiempo que Siddharta participaba en las conferencias de los sabios. Con Govinda se entrenaba en las

lides de Ja palabra, en el arte de la contemplación, de saber ensimismarse. Ya podía pronunciar

quedamente el Om la palabra por excelencia. Había conseguido decirlo en silencio, aspirando hacia

adentro; aprendió a enunciarlo calladamente, aspirando hacia afuera, concentrando su alma y con la

frente envuelta en el brillo de la inteligencia. Ya sabía entender el interior de su atman indestructible

en el mundo material.

La alegría invadía el corazón de su padre al ver al hijo inteligente, con deseos de saber;

observaba cómo crecía en Siddharta un gran sabio y sacerdote, un príncipe entre los brahmanes.

Una deliciosa sensación llenaba el pecho de su madre cuando le veía andar, sentarse y

levantarse. Siddharta el fuerte, el hermoso, el que caminaba sobre piernas delgadas, el que

saludaba con perfectos modales.

EI corazón de las hijas de los brahmanes rebosaba amor cuando Siddharta paseaba por las

callejuelas de la ciudad con la frente iluminada, con mirada real, con caderas estrechas.

Pero Govinda era el que más amaba a Siddharta, su amigo, el hijo del brahmán. Sentía afecto por

la mirada de Siddharta y por su cálida voz; gustaba de su manera de andar y de sus armoniosos

movimientos; apreciaba todo lo que Siddharta hacía y decía. Pero lo que veneraba más era su

inteligencia, sus altos pensamientos ardientes, su férrea voluntad y su vocación sublime. Govinda lo

presentía: Este no será un brahmán corriente, ni un oscuro funcionario de los sacrificios, ni un ávido

comerciante de fórmulas mágicas, ni tampoco un orador vano y vacío, o un sacerdote malicioso. Sin

embargo, tampoco será una mansa y estúpida oveja entre la masa del rebaño. No, y tampoco él,

Govinda, quería ser así, un brahmán como hay diez mil. Quería seguir a Siddharta, el amado, el

maravilloso. Y si Siddharta un día se convertía en dios, si un día entraba en el imperio de la luz,

Govinda le seguiría entonces, como su amigo, su acompañante, su criado, su escudero, su sombra.

Todos querían así a Siddharta. A todos daba alegría y gozo.

No obstante, el propio Siddharta no sentía alegría ni gozo de sí mismo. Su corazón no compartía

ese júbilo general cuando andaba por los caminos rosados del jardín de higueras, o se hallaba

sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, cuando lavaba sus miembros en el diario

baño propiciatorio, o hacía sacrificios entre las profundas sombras del bosque de mangos.

Incesantemente se le aparecían sueños y pensamientos en que veía la corriente del río, el brillo de

las estrellas nocturnas, el resplandor del sol. El ánimo se le intranquilizaba con pesadillas salidas del

humo de los sacrificios, de los versos del Rig Veda, de las doctrinas de los viejos brahmanes.

Siddharta había empezado a alimentar el descontento en su interior. Comenzó por comprender

que el amor de su padre, el cariño de su madre, y también el afecto de su amigo, Govinda, no le

harían feliz para toda la vida. No le satisfacía ni le bastaba. Había empezado a presentir que su

venerable padre y los otros profesores, junto con los sabios brahmanes, ya le habían comunicado la

parte más importante de su sabiduría. Adivinaba que ya habían henchido hasta la plétora el

Hermann Hesse

Siddharta

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recipiente, y, sin embargo, el recipiente no se encontraba lleno. El espíritu no se hallaba satisfecho,

el alma no estaba tranquila, el corazón no se sentía saciado. Las abluciones eran buenas, pero eran

agua; no lavaban el pecado, no curaban la sed del espíritu, no tranquilizaban el temor del corazón.

Los sacrificios y la invocación de los dioses eran excelentes... Pero, ¿lo eran todo? ¿Daban los

sacrificios la felicidad? ¿Y qué sucedía con los dioses? ¿Realmente era Prajapati el creador del

mundo? ¿No era el atman, lo único, lo indivisible? ¿Acaso los dioses no eran unos seres creados

como yo y como tú, súbditos del tiempo, pasajeros? ¿Tenía sentido, entonces, ofrecer sacrificios a

los dioses? ¿A quién más se debían ofrecer sacrificios y mostrar devoción, que no fuera al único, al

atman? ¿Y dónde se podía encontrar el atman? ¿Dónde vivía, dónde latía su corazón eterno? ¿Dónde

sino en el propio yo, en nuestro interior, en lo indestructible

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