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Apuntes Accion Humana


Enviado por   •  5 de Junio de 2014  •  12.477 Palabras (50 Páginas)  •  310 Visitas

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Apuntes de la acción humana.

Instituciones: comportamientos pautados, y seguidos por colectivos sociales.

También puede definirse como toda construcción social.

La vida humana es una ininterrumpida secuencia de acciones individualizadas. Ahora bien, tales individualizadas acciones no surgen nunca de modo aislado e independiente. Cada acción es un eslabón más en una cadena de actuaciones, las cuales, ensambladas, integran una acción de orden superior, tendente a un fin más remoto. Toda acción presenta, pues, dos caras. Por una parte, supone una actuación parcial, enmarcada en otra acción de mayor alcance; es decir, tiéndese mediante aquélla a alcanzar el objetivo que una actuación de más amplio vuelo tiene previsto. Pero, de otro lado, cada acción constituye en sí un todo con respecto a aquella acción que se plasmará gracias a la consecución de una serie de objetivos parciales. (pag 81)

EL ASPECTO INDIVIDUALIZADO

Y CAMBIANTE DE LA ACCIÓN HUMANA

El contenido de la acción humana, es decir los fines a que se aspira y los medios elegidos y utilizados para alcanzarlos, depende de las particulares condiciones de cada uno. El hombre es fruto de larga evolución zoológica que ha ido modelando su estructura fisiológica. Es descendiente y heredero de lejanos antepasados; el sedimento, el precipitado, de todas las vicisitudes experimentadas por sus mayores constituye el acervo biológico del individuo. AI nacer, no es que irrumpa, sin más, en el mundo, sino que surge en una determinada circunstancia ambiental. Sus innatas y heredadas condiciones biológicas y el continuo influjo de los acontecimientos vividos determinan lo que sea en cada momento de su peregrinar terreno. Tal es su sino, su destino. El hombre no es «libre» en el sentido metafísico del término.

Constríñele el ambiente y todos aquellos influjos que tanto él como sus antepasados experimentaron. La herencia y el entorno moldean la actuación del ser humano. Sugiérenle tanto los fines como los medios. No vive el individuo como simple hombre in abstracto; es, por el contrario, siempre hijo de una familia, de una raza, de un pueblo, de una época; miembro de cierta profesión; seguidor de determinadas ideas religiosas, metafísicas, filosóficas y políticas; beligerante en luchas y controversias. Ni sus ideas, ni sus módulos valorativos constituyen propia obra personal; adopta, por el contrario, ajenos idearios y el ambiente le hace pensar de uno u otro modo. Pocos gozan, en verdad, del don de concebir ideas nuevas y originales, que desborden los credos y doctrinas tradicionales.

El hombre común, personalmente, descuida los grandes problemas. Prefiere ampararse en la opinión general y procede como «la gente corriente»; constituye tan sólo una oveja más del rebaño. Esa intelectual inercia es precisamente lo que le concede investidura de hombre común. Pero no por ello deja ese hombre común de elegir y preferir. Acógese a los usos tradicionales o a los de terceros únicamente por entender que dicho proceder le beneficia y modifica su ideología y, consecuentemente, su actuar en cuanto cree que un cambio determinado va a permitirle atender a sus intereses personales de modo más cumplido.

La mayor parte de la vida del hombre es pura rutina. Practica determinados actos sin prestarles atención especial.

Muchas cosas las realiza porque así fue educado, porque del mismo modo otros proceden o porque tales actuaciones resultan normales en su ambiente. Adquiere hábitos y reflejos automáticos. Ahora bien, cuando sigue tales conductas es porque las correspondientes consecuencias resúltanle gratas, pues tan pronto como sospecha que el insistir en las prácticas habituales le impide alcanzar ciertos sobrevalorados fines, rápidamente cambia de proceder. Quien se crio donde el agua generalmente es potable se acostumbra a utilizarla para la bebida o la limpieza, sin preocuparse de más. Pero si ese mismo individuo se traslada a un lugar donde lo normal sea la insalubridad del líquido elemento, pronto comenzará a preocuparse de detalles que antes en absoluto le interesaban. Cuidará de no perjudicar su salud insistiendo En la anterior conducta irreflexiva y rutinaria.

El hecho de que determinadas actuaciones practíquense normalmente de un modo que pudiéramos denominar automático no significa que dicho proceder deje de venir dictado por una volición consciente y de una elección deliberada. El entregarse a cualquier rutina, que quepa abandonar, implica, desde luego, actuar. La praxeología no trata del mudable contenido de la acción, sino de sus formas puras y de su categórica condición. El examen del aspecto accidental o ambiental que pueda adoptar la acción humana corresponde a la historia. (85-86)

Quienes manejan los sucesos históricos como armas dialécticas en sus controversias no son historiadores, sino propagandistas y apologistas. Tales expositores no buscan la verdad; sólo aspiran a propagar el ideario de su partido. Son combatientes que militan en favor de determinadas doctrinas metafísicas, religiosas, nacionalistas, políticas o sociales. Reclaman para los correspondientes escritos investidura histórica con miras a confundir a las almas Cándidas.(86)

La historia económica es posible sólo en razón a que existe una teoría económica, la cual explica las consecuencias económicas de las actuaciones humanas. Sin doctrina económica, toda historia referente a hechos económicos no sería más que mera acumulación de datos inconexos, abierta a las más arbitrarias interpretaciones. (90)

Inciden en grave error aquellos economistas que pretenden sustituir por una «economía cuantitativa» la que ellos denominan «economía cualitativa». En el mundo de lo económico no hay relaciones constantes, por lo cual toda medición resulta imposible. Cuando una estadística nos informa de que en cierta época un aumento del 10 por 100 en la producción patatera de Atlantis provocó una baja del 8 por 100 en el precio de dicho tubérculo, tal ilustración en modo alguno prejuzga lo que sucedió o pueda suceder en cualquier otro lugar o momento al registrar una variación la correspondiente producción de patatas. Los aludidos datos estadísticos no han «medido» la «elasticidad de la demanda» de las papas, únicamente reflejan un específico e individualizado evento histórico. (96)

la economía en modo alguno es una disciplina atrasada por no ser «cuantitativa». Carece de esta condición y no se embarca en mediciones por cuanto no maneja constantes. Los datos estadísticos referentes a realidades económicas son datos pura-mente históricos. Ilústranos acerca de lo que sucedió en un caso específico que no volverá a repetirse. Los fenómenos físicos pueden interpretarse sobre la base de las relaciones constantes descubiertas mediante la experimentación. Los hechos históricos no admiten tal tratamiento. (98)

Fue un error fundamental de la escuela histórica de las. Wirtschaftliche Staatswissenschaften, en Alemania, y del Institucionalismo, en Norteamérica, el considerar que la ciencia económica lo que estudia es la conducta de un cierto tipo ideal, el homo oeconomicus. La economía clásica u ortodoxa —asegura dicho ideario— no se ocupó del hombre tal y como en verdad es y actúa, limitándose a analizar la conducta de un imaginario ser guiado exclusivamente por motivos económicos, impelido sólo por el deseo de cosechar el máximo beneficio material y monetario. Ese supuesto personaje jamás gozó de existencia real; es tan sólo un fantasma creado por arbitrarios filósofos de café. A nadie impele, de modo exclusivo, el deseo de enriquecerse al máximo; muchas gentes ni siquiera experimentan esas materialistas apetencias. Impertinente resulta, al estudiar la vida y la historia, perder el tiempo ocupándose de tan fantasmal engendro (107)

La economía no utiliza el método de la lógica ni el de las matemáticas. No se limita a formular puros razonamientos apriorísticos, desligados por completo de la realidad. Plantease supuestos concretos siempre y cuando su análisis permita una mejor comprensión de los fenómenos reales. No existe en los tratados y monografías económicas una separación tajante entre la pura ciencia y la aplicación práctica de sus teoremas a específicas situaciones históricas o políticas. La economía formula sus enseñanzas entrelazando el conocimiento apriorístico con el examen e interpretación de la realidad. (112)

Tan erróneo es el suponer que la vía histórica permite, por sí sola, abordar el estudio económico, como el creer quepa la existencia de una economía pura y exclusivamente teórica. Una cosa, desde luego, es la economía y otra la historia económica.

Nunca ambas disciplinas deben confundirse. Todo teorema económico resulta válido y exacto en cualquier supuesto en el que concurran las circunstancias previstas por el mismo. Desde luego, ninguno de los aludidos teoremas tiene interés práctico cuando en el caso no se dan los correspondientes presupuestos. Las doctrinas referentes al cambio indirecto carecen de todo valor si aquél no existe. Ahora bien, ello nada tiene que ver con la exactitud y certeza de las misma.

El deseo de muchos políticos y de importantes grupos de presión de vilipendiar la economía política y difamar a los economistas ha provocado confusión en el debate. El poder embriaga lo mismo al príncipe que a la democrática mayoría. Aunque sea a regañadientes, todo el mundo ha de someterse a las inexorables leyes de la naturaleza. Sin embargo, los gobernantes no piensan lo mismo de las leyes económicas. Porque, ¿acaso no legislan como les place? ¿No disponen de poderío bastante para aplastar a cualquier oponente? El belicoso autócrata se humilla sólo ante una fuerza militar superior a la suya. Siempre hay, además, plumas serviles dispuestas a justificar la acción estatal formulando doctrinas ad usum Delphini. De «economía histórica» suelen calificarse esos arbitrarios escritos. La verdad es que la historia económica constituye, sin embargo, rico muestrario de actuaciones políticas que fracasaron en sus pretensiones precisamente por haber despreciado las leyes de la economía. (113)

LAS LIMITACIONES

DE LOS CONCEPTOS PRAXEOLÓGICOS

Las categorías y conceptos praxeológicos han sitio formulados para una mejor comprensión tic la acción humana. Devienen contradictorios y carecen de sentido cuando se pretende hacer aplicación de los mismos en condiciones que no sean las típicas de la vida en este mundo. El elemental antropomorfismo de las religiones primitivas repugna a la mente filosófica.

No menos torpe, sin embargo, es la pretensión de ciertos filósofos de describir con rigor, acudiendo a conceptos praxeológicos, las personales virtudes de un ser absoluto, sin ninguna de las incapacidades y flaquezas típicas de la humana condición. Los filósofos y los doctores de la escolástica, al igual que los teístas y deístas de la Edad de la Razón, concebían un ser absoluto, perfecto, inmutable, omnipotente y omnisciente, el cual, sin embargo, planeaba y actuaba, señalándose fines a alcanzar y recurriendo a medios específicos en orden a su consecución. Actúa, sin embargo, únicamente, quien se halla en situación que conceptúa insatisfactoria; y reitera la acción sólo quien es incapaz de suprimir el propio malestar de una vez para siempre. Todo ser que actúa hallase descontento; luego no es omnipotente. Si estuviera plenamente satisfecho, no actuaría, y si fuera omnipotente, habría enteramente suprimido, de golpe, la causa de su insatisfacción. El ente todopoderoso no tiene por qué elegir entre diferentes malestares. No se ve constreñido a contentarse, en cualquier caso, con el mal menor. La omnipotencia supone gozar de capacidad para hacerlo todo y gozar, por tanto, de plena felicidad, sin tener que atenerse a limitaciones de clase alguna. Tal planteamiento, sin embargo, es incompatible con el concepto mismo de acción. Para un ser todopoderoso no existiría la categoría de fines ni la de medios. Su operar sería ajeno a las humanas percepciones, conceptos y comprensiones. Cualquier «medio» rendiríale servicios ilimitados; cabríale recurrir a cualquier «medio» para la consecución del fin deseado y aun alcanzar los objetivos propuestos sin servirse de medio alguno. Desborda nuestra limitada capacidad intelectual el lucubrar, hasta las últimas consecuencias lógicas, en torno al concepto de omnipotencia. Suscítansele en este terreno a la mente paradojas insolubles. ¿Tendría ese ser omnipotente capacidad bastante para practicar una obra inmodificable? Si no pudiera hacerlo, dejaría de ser omnipotente y, si no fuera capaz de variar dicha inmodificable obra, ya no sería todopoderoso.

¿Es acaso compatible la omnipotencia con la omnisciencia? La omnisciencia implica que todos los futuros acaecimientos han de producirse de modo inexorablemente preestablecido.

No es lógicamente concebible que un ser omnisciente sea, al tiempo, omnipotente. Su incapacidad para variar ese predeterminado curso de los acontecimientos argüiría en contra de la aludida omnipotencia. La acción implica disponer de limitada potencia y capacidad.

Manifiéstase, a través de ella, el hombre, cuyo poder hallase restringido por las limitaciones de su mente, por las exigencias fisiológicas de su cuerpo, por las realidades del medio en quien opera y por la escasez de aquellos bienes de los que su bienestar depende. Vana es toda alusión a las imperfecciones y flaquezas del ser humano, en orden a describir la excelsitud de un ente absolutamente perfecto. Sucede que el propio concepto de perfección absoluta resulta, en sí mismo, contradictorio. Porque implica un estado definitivo e inmodificable. El más mínimo cambio vendría a desvirtuar la presupuesta perfección, provocando una situación, evidentemente, más imperfecta; la mera posibilidad de mutación contradice la idea de absoluta perfección. La ausencia de todo cambio, sin embargo, —es decir, la absoluta inmutabilidad, rigidez e inmovilidad— implica la ausencia de vida. Vida y perfección constituyen conceptos incompatibles entre sí; pero igualmente lo son los de perfección y muerte. El ser vivo no es perfecto por cuanto cambia; pero el muerto tampoco es perfecto porque le falta la vida.

El lenguaje manejado por hombres que viven y actúan utiliza expresiones comparativas y superlativas al ponderar entre sí situaciones más o menos satisfactorias. Lo absoluto, en cambio, no alude a estados mejores o peores; es más bien una noción límite; es indeterminable, impensable e inexpresable; una quimera. No hay felicidad plena, ni gentes perfectas, ni eterno bienestar. El pretender describir la vida de Jauja o las condiciones de la existencia angélica implica incidir en insolubles contradicciones. Cualquier situación supone limitación e imperfección, esfuerzo por superar problemas; arguye, en definitiva, la existencia de descontento y malestar. Cuando la filosofía dejó de interesarse por lo absoluto aparecieron los autores de utopías insistiendo en el sofisma. Lucubraban dichos escritores en torno a sociedades pobladas por hombres perfectos, regidas por gobernantes no menos angélicos, sin advertir que el Estado, es decir, el aparato social de compulsión y coerción, es una institución montada precisamente para hacer frente a la imperfección humana, domeñando, con penas aflictivas, a las minorías, al objeto de proteger a la mayoría contra las acciones que pudieran perjudicarla. Pero tratándose de hombres «perfectos», resultarían innecesarias tanto la fuerza como la intimidación. Los utópicos, sin embargo, prefirieron siempre desentenderse de la verdadera naturaleza Humana v de las inmodificables circunstancias que informan la vida en este planeta, Godwin aseguraba que, abolida la Propiedad privada, el hombre llegaría a ser inmortal. Charles Fourier entreveía los océanos rebosantes de rica limonada en vez de agua salada. Marx pasa enteramente por alto la escasez de los factores materiales de la producción, Trotsky llegó al extremo de proclamar que, en el paraíso proletario, «el hombre medio alcanzará el nivel intelectual de un Aristóteles, un Goethe o un Marx. Y, por sobre estas cumbres, mayores alturas todavía aflorarán».

La economía y la rebelión

contra la razón

LA REBELLÓN CONTRA LA RAZÓN

Hubo, desde luego, a lo largo de la historia, sistemas filosóficos que indudablemente exageraban la capacidad de la razón, ideólogos que suponían cabíale al hombre descubrir, mediante el raciocinio, las causas originarias de los eventos cósmicos y hasta los objetivos que aquella prístina fuerza, creadora del universo y determinante de su evolución perseguía. Abordaban «lo Absoluto» con la misma tranquilidad con que contemplarían el funcionamiento de su reloj de bolsillo. Descubrían valores inconmovibles y eternos; proclamaban normas morales que todos los hombres habrían de respetar incondicionalmente.

Recordemos, en este sentido, a tantos creadores de utopías, lucubrando siempre en torno a imaginarios paraísos terrenales donde sólo la raxón pura prevalecería. No advertían, desde luego, que aquellos imperativos absolutos y aquellas verdades manifiestas, tan pomposamente proclamadas, constituían sólo fantasías de sus propias mentes. Considerábanse infalibles, abogando, con el máximo desenfado, por la intolerancia y la violenta supresión de heterodoxos y disidentes. Aspiraban a la dictadura, bien para sí, bien para gentes que fielmente ejecutarían sus planes. La doliente humanidad no podía salvarse más que si, sumisa, aceptaba las fórmulas por ellos recomendadas.

Acordémonos de Hegel. Fue ciertamente un pensador profundo; sus escritos son un rico acervo de atractivas ideas. Actuó, sin embargo, siempre bajo el error de suponer que el Geist, «lo Absoluto», manifestábase por su intermedio. Nada había demasiado arcano ni recóndito en el universo para la sagacidad de Hegel. Claro que se cuidaba siempre de emplear expresiones tan ambiguas que luego han podido ser interpretadas del modo más diverso. Los hegelianos de derechas entienden que sus teorías apoyan a la autocracia prusiana y a la iglesia teutona.

Para los hegelianos de izquierdas, en cambio, el mismo ideario aboga por el ateísmo, el radicalismo revolucionario más intransigente y las doctrinas anarquistas. No descuidemos, en el mismo sentido, a Augusto Comte.

Convencido estaba de hallarse en posesión de la verdad; considerábase perfectamente informado del futuro que la humanidad tenía reservado. Erigióse, pues, en supremo legislador.

Pretendió prohibir los estudios astronómicos por considerarlos inútiles. Quiso reemplazar el cristianismo por una nueva religión e incluso arbitró una mujer que había de ocupar el puesto de la Virgen. A Comte cabe disculparle sus locuras, ya que era un verdadero demente, en el más estricto sentido patológico del vocablo. Pero, ¿cómo exonerar a sus seguidores?

Ejemplos innúmeros de este mismo tipo cabría, como es sabido, aducir. Tales desvaríos, sin embargo, en modo alguno pueden ser esgrimidos para argumentar contra la razón, el racionalismo o la racionalidad. Porque los aludidos errores no guardan ninguna relación con el problema específico que a este respecto interesa y que consiste en determinar si es o no la razón instrumento idóneo, y además el único, para alcanzar el máximo conocimiento que al hombre resulte posible conseguir.

Nadie que celosa y abnegadamente haya buscado la verdad osó jamás afirmar que la razón y la investigación científica permitían despejar todas las incógnitas. Advirtió siempre el honrado estudioso la limitación de la mente humana. Injusto en verdad sería responsabilizar a tales pensadores de la tosca filosofía de un Haeckel o de la intelectual frivolidad de las diversas escuelas materialistas.

Preocupáronse siempre los racionalistas de resaltar las insalvables barreras con que, al final, tanto el método apriorístico como la investigación empírica forzosamente han de tropezar Ni un David Hume, fundador de la economía política inglesa, ni los utilitaristas y pragmatistas americanos pueden, en justicia, ser acusados de haber pretendido exagerar la capacidad del hombre para alcanzar la verdad, A la filosofía de las dos últimas centurias pudiera, más bien, echársele en cara su proclividad al agnosticismo y escepticismo; nunca, en cambio, desmedida confianza de ningún género en el poder intelectivo de los mortales.

La rebelión contra la razón, típica actitud mental de nuestra era, no cabe achacarla a supuesta falta de modestia, cautela o autocrítica por parte de los estudiosos. Tampoco cabría atribuirla a unos imaginarios fracasos de las modernas ciencias naturales, disciplinas éstas en continuo progreso. Nadie sería capaz de negar las asombrosas conquistas técnicas y terapéuticas logradas por el hombre. La ciencia moderna no puede ser denigrada por incurrir en intuicionismo, misticismo o similares vicios. La rebelión contra la razón apunta, en verdad, a un objetivo distinto. Va contra la economía política; despreocupase por entero, en el fondo, de las ciencias naturales. Fue indeseada, pero lógica, consecuencia de la crítica contra la economía el que deviniera preciso incluir en el ataque a tales disciplinas.

Porque, claro, no cabía impugnar la procedencia de la razón en cierto campo científico sin tener, al tiempo, que negar su oportunidad en las restantes ramas del saber.

Esa tan insólita reacción fue provocada por los acontecimientos de mediados del siglo pasado. Los economistas habían evidenciado la inanidad e ilusoria condición de las utopías socialistas.

Las deficiencias de la ciencia económica clásica, no obstante, impedían plenamente demostrar la impracticabilidad del socialismo; si bien la ilustración de aquellos investigadores ya ampliamente bastaba para poner de manifiesto la vanidad de todos los programas socialistas. El comunismo hallábase fuera de combate. No sabían sus partidarios cómo replicar a la implacable crítica que se les hacía, ni aducir argumento alguno en defensa propia. Parecía haber sonado la hora última de la doctrina.

Un solo camino de salvación quedaba franco. Era preciso difamar la lógica y la razón, suplantando el raciocinio por la intuición mística. Tal fue la empresa reservada a Marx. Amparándose en el misticismo dialéctico de Hegel, arrogóse tranquilamente la facultad de predecir el futuro. Hegel pretendía saber que el Geist, al crear el Universo, deseaba instaurar la monarquía prusiana de Federico Guillermo III. Pero Marx estaba aún mejor informado acerca de los planes del Geist.

Había descubierto que la meta final de la evolución histórica era alcanzar el milenio socialista. El socialismo llegaría fatalmente, «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza».

'Puesto que, según Hegel, toda fase posterior de la historia es, comparativamente a las anteriores, una etapa superior y mejor, no cabía duda que el socialismo, fase final y última de la evolución humana, habría de suponer, desde cualquier punto de vista, el colmo de las perfecciones. Impertinente resultaba, por tanto, analizar detalladamente su futuro funcionamiento. La historia, a su debido tiempo, lo dispondría todo del modo mejor; no se precisa, desde luego, del concurso de los mortales para que, cuanto haya de ser, sea.

Pero quedaba por superar el obstáculo principal, a saber, la inquebrantable dialéctica de los economistas. Marx, sin embargo, encontró la solución. La razón humana —arguyó— es, por naturaleza, incapaz de hallar la verdad. La estructura lógica de la mente varía según las diferentes clases sociales. No existe una lógica universalmente válida. La mente normalmente sólo produce «ideologías»; es decir, con arreglo a la terminología marxista, conjuntos de ideas destinados a disimular y enmascarar los ruines intereses de la propia clase social del pensador. De ahí que la mentalidad «burguesa» no interese al proletariado, esa nueva clase social que abolirá las clases y convertirá la tierra en auténtico edén. La lógica proletaria, en cambio, jamás puede ser tachada de lógica de clase. «Las ideas que la lógica proletaria engendra no son ideas partidistas, sino emanaciones de la más pura y estricta lógica» 2. Es más; en virtud de específico privilegio, la mente de ciertos escogidos burgueses no está manchada por el pecado original de su condición burguesa. Ni Marx, hijo de un pudiente abogado, casado con la hija de un junker prusiano, ni tampoco su colaborador Engels, rico fabricante textil, jamás pensaron pudiera también afectarles a ellos la aludida condenación, atribuyéndose, por el contrario, pese a su indudable origen burgués, plena capacidad para descubrir la verdad absoluta. Compete al historiador explicar cómo pudo ser que tan torpes ideas se difundieran. La labor del economista, sin embargo, es otra: analizar a fondo el aludido polilogismo marxista, así como todos los demás tipos de polilogismo formados a semejanza de aquel, y poner de manifiesto los errores y contradicciones que tales idearios encierran.

Es falso cuanto se predica de una ciencia supuestamente pura, así como cuanto se habla de la desinteresada aspiración a la verdad. (Esto sirve para contradecir a Kelsen 129)

Ver las paginas 132-135 y la dura critica de mises a Marx.

Consideran erróneo los marxistas todo pensamiento cuyo autor no sea de origen proletario. Ahora bien, ¿quién merece el calificativo de proletario? No era ciertamente proletaria la sangre del doctor Marx, ni la de Engels, industrial y «explotador », ni la de Lenín, vastago de noble ascendencia rusa. Hitler y Mussolini, en cambio, sí eran auténticos proletarios; ambos conocieron bien la pobreza en su juventud. Las luchas entre bolcheviques y mencheviques, o entre Stalin y Trotskv, no pueden, ciertamente, ser presentadas como conflictos de clase.

Antes al contrario, eran pugnas entre fanáticas facciones que mutuamente se insultaban, tachándose de abominables traidores a la clase v al partido, la filosofía de los marxistas consiste esencialmente en proclamar: tenemos razón, por ser los portavoces de la naciente clase proletaria; la argumentación lógica jamás podrá invalidar nuestros asertos, pues a través de ellos se manifiesta aquella fuerza suprema que determina el destino de la humanidad: nuestros adversarios, en cambio, yerran gravemente al carecer de esa intuición que a nosotros nos ilumina y la verdad es que, en el fondo, no tienen culpa: carecen, pura y simplemente, de la genuina lógica proletaria, resultando fáciles víctimas de las ideologías; los insondables mandatos de la historia nos darán la victoria, mientras hundirán en el desastre a nuestros oponentes; no tardará, desde luego, en producirse el triunfo definitivo del marxismo. (139)

La economía, al tratar de la teoría de los precios, no se interesa por lo que una cosa deba valer; lo que le importa es cuánto realmente vale para quien la adquiere; nuestra disciplina analiza precios objetivos, ésos que, en efecto, las gentes respectivamente pagan y reciben en transacciones ciertas; despreocupase, en cambio, por entero, de aquellos fantasmagóricos precios que sólo aparecerían si los hombres no fueran como son, sino distintos……….Es costumbre llamar objetivo al fin último perseguido y simplemente bienes a los medios para alcanzarlo. Al aplicar tal terminología, los economistas razonaban sustancialmente como tecnócratas, no como praxeólogos. Distinguían entre bienes libres y bienes económicos. Libres eran los disponibles en tan superflua abundancia que no era preciso administrarlos; los mismos, sin embargo, no pueden constituir objeto de actuación humana alguna. Son presupuestos dados, por lo que respecta al bienestar del hombre; forman parte del medio ambiente natural en que el sujeto vive y actúa. Sólo los bienes económicos constituyen fundamento de la acción; únicamente de ellos, por tanto, ocupase la economía. Los bienes que, directamente, por sí solos, sirven para satisfacer necesidades humanas —de tal suerte que su utilización no precisa del concurso de otros factores— denomínanse bienes de consumo o bienes de primer orden, Aquellos medios que sólo indirectamente permiten satisfacer las necesidades, complementando su acción con el concurso de otros, califícanse, en cambio, de bienes de producción, factores de producción o bienes de orden más remoto o elevado. El servicio que presta un factor de producción consiste en permitir la obtención de un producto mediante la concurrencia de otros ciertos complementarios bienes de producción. Tal producto podrá, a su vez, ser o un bien de consumo o un factor de producción que, combi nado a su vez con otros, proporcionará un bien de consumo. Cabe imaginar una ordenación de los bienes de producción según su proximidad al artículo de consumo para cuya obtención se utilicen. A tenor de esta sistemática, los bienes de producción más próximos al artículo de consumo en cuestión se consideran de segundo orden; los empleados para la producción de estos últimos se estimarán de tercer orden, y así sucesivamente.

Esta clasificación de los bienes en órdenes distintos nos sirve para abordar la teoría del valor y del precio de los factores de producción. Veremos más adelante cómo el valor y el precio de los bienes de órdenes más elevados dependen del valor y el precio de los bienes del orden primero producidos gracias a la inversión de aquéllos. El acto valorativo original y fundamental atañe exclusivamente a los bienes de consumo; todas las demás cosas son valoradas según contribuyan a la producción de éstos. ……. Un bien económico, por otra parte, no tiene por qué plasmarse en cosa tangible. Los bienes económicos inmateriales, en este sentido, denomínanse servicios. (154-156)

EL SIGNIFICADO DE LA PROBABILIDAD

Los matemáticos han provocado confusión en tomo ni estudio de la probabilidad. Desde un principio se pecó de ambigüedad al abordar el tema. Cuando el Chevalier de Méré consultó a Pascal acerca de la operación de los juegos de dados, lo mejor hubiera sido que el gran sabio hubiera dicho a su amigo la verdad con toda desnudez, haciéndole ver que las matemáticas de nada sirven al tahúr en los lances de azar. Pascal, lejos de eso, formuló la respuesta en el lenguaje simbólico de la matemática; lo que podía haber sido expresado, con toda sencillez, en parla cotidiana, fue enunciado mediante una terminología que la inmensa mayoría desconoce y que, precisamente por ello, viene a ser generalmente contemplada con reverencial temor. La persona imperita cree que aquellas enigmáticas fórmulas encierran trascendentes mensajes, que sólo los iniciados pueden interpretar, Se saca la impresión de que existe una forma científica de jugar, brindando las esotéricas enseñanzas de la matemática una clave para ganar siempre. Pascal, el inefable místico, se convirtió, sin pretenderlo, en el santo patrón de los garitos. Los tratados teóricos que se ocupan del cálculo de probabilidades hacen propaganda gratuita para las casas de juego, precisamente por cuanto resultan ininteligibles a los legos.

No fueron menores los estragos provocados por el equívoco del cálculo de probabilidades en el campo de la investigación científica. La historia de todas las ramas del saber registra los errores en que se incurrió a causa de una imperfecta aplicación del cálculo de probabilidades, el cual, como ya advirtiera

John Stuart Mili, constituía causa de «verdadero oprobio para las matemáticas» Modernamente, se ha incurrido en algunos de los más graves fallos al pretender aplicar tal sistemática al terreno de la física.

Los problemas atinentes a la ilación probable son de complejidad mucho mayor que los que plantea el cálculo de probabilidades.

Sólo la obsesión por el enfoque matemático podía provocar un error tal como el de suponer que probabilidad equivale siempre a frecuencia.

Otro yerro fue el de confundir el problema de la probabilidad con el del razonamiento inductivo que las ciencias naturales emplean. Incluso un fracasado sistema filosófico, que no hace mucho estuvo de moda, pretendió sustituir la categoría de causalidad por una teoría universal de probabilidades. Un aserto se estima probable tan sólo cuando nuestro conocimiento sobre su contenido es imperfecto, cuando no sabemos bastante como para debidamente precisar y separar lo verdadero de lo falso. Pero, en tal caso, pese a nuestra incertidumbre, una cierta dosis de conocimiento poseemos, por lo cual, hasta cierto punto, podemos pronunciarnos, evitando un simple non liquet o ignoramus.

Hay dos especies de probabilidad totalmente distintas: la que podríamos denominar probabilidad de clase (o probabilidad de frecuencia) y la probabilidad de caso (es decir, la que se da en la comprensión, típica de las ciencias de la acción humana). El campo en que rige la primera es el de las ciencias naturales, dominado enteramente por la causalidad; la segunda aparece en el terreno de la acción humana, plenamente regulado por la teleología

PROBABILIDAD DE CLASE

La probabilidad de clase significa que, en relación con cierto evento, conocemos o creemos conocer cómo opera una clase determinada de hechos o fenómenos; de los correspondientes hechos o fenómenos singulares, sin embargo, sabemos tan sólo que integran la clase en cuestión.

Supongamos, en este sentido, por ejemplo, que cierta lotería está compuesta por noventa números, de los cuales cinco salen premiados, Sabemos, por tanto, cómo opera el conjunto total de números. Pero, con respecto a cada número singular, lo único que en verdad nos consta es que integra el conjunto de referencia.

Tomemos una estadística de la mortalidad registrada en un área y en un período determinados, SÍ partimos del supuesto de que las circunstancias no van a variar, podemos afirmar que conocemos perfectamente La mortalidad del conjunto en cuestión.

Ahora bien, acerca de la probabilidad de vida de específico individuo, nada podemos afirmar, salvo que, efectivamente, forma parte de la correspondiente agrupación humana.

El cálculo de probabilidades, mediante símbolos matemáticos, refleja esa aludida imperfección del conocimiento humano.

Tal representación, sin embargo, ni amplía, ni completa, ni profundiza nuestro saber. Tradúcelo, simplemente, al lenguaje matemático, Dichos cálculos, en realidad, no hacen más que reiterar, mediante fórmulas algebraicas, lo que ya nos constaba de antemano. Jamás nos ilustran acerca de lo que acontecerá en casos singulares. Tampoco, evidentemente, incrementan nuestro conocimiento en orden a cómo opera el conjunto, toda vez que dicha información, desde un principio, era o suponíamos plena. Grave error constituye el pensar que el cálculo de probabilidades brinda ayuda al jugador, permitiéndole suprimir o reducir sus riesgos. El cálculo de probabilidades, contrariamente a una extendida creencia, de nada le sirve al tahúr, como tampoco le procuran, en este sentido, auxilio alguno las demás formas de raciocinio lógico o matemático. Lo característico del juego es que en él impera el azar puro, lo desconocido. Las esperanzas del jugador no se basan en fundadas consideraciones.

Si no es supersticioso, en definitiva, pensará: existe una ligera posibilidad (o, en otras palabras, «no es imposible») de que gane; estoy dispuesto a efectuar el envite requerido; de sobra sé que, al jugar, procedo insensatamente. Pero como la suerte acompaña a los insensatos... ¡Que sea lo que Dios quiera!

El frío razonamiento indica al jugador que no mejoran sus probabilidades al adquirir dos en vez de un solo billete de lotería si, como suele suceder, el importe de los premios es menor que el valor de los billetes que la integran, pues quien comprara todos los números, indudablemente cabría de perder. Los aficionados a la lotería, sin embargo, háyanse convencidos de que, cuantos más billetes adquieren, mejor. Los clientes de casinos y máquinas tragaperras nunca cejan. Rehúsan advertir que, si las reglas del juego favorecen al banquero, lo probable es que cuanto más jueguen más pierdan. Pero la atracción del juego estriba precisamente en eso, en que no cabe la predicción; que todo, sobre el tapete verde, es posible. Imaginemos que una caja contiene diez tarjetas, cada una con el nombre de una persona distinta y que, al extraer una de ellas, el elegido habrá de pagar cien dólares. Ante tal planteamiento, un asegurador que pudiera contratar con cada uno de los intervinientes una prima de diez dólares, hallaríase en situación de garantizar al perdedor plena indemnización. Recaudaría cien dólares y pagaría esa misma suma a uno de los diez intervinientes. Ahora bien, si no lograra asegurar más que a uno de los diez al tipo señalado, no estaría conviniendo un seguro; hallaríase, por el contrario, embarcado en puro juego de azar; abríase colocado en el lugar del asegurado. Cobraría diez dólares, pero, aparte la posibilidad de ganarlos, correría el riesgo de perderlos junto con otros noventa más.

Quien, por ejemplo, prometiera pagar, a la muerte de un tercero, cierta cantidad, cobrando por tal garantía una prima anual simplemente acorde con la previsibilidad de vida que, de acuerdo con el cálculo de probabilidades, para el interesado resultara, no estaría actuando como asegurador, sino a título de jugador. El seguro, ya sea de carácter comercial o mutualista, exige asegurar a toda una clase o a un número de personas que razonablemente pueda reputarse como tal. La idea que informa el seguro es la de asociación y distribución de riesgo; no se ampara en el cálculo de probabilidades. Las únicas operaciones matemáticas que requiere son las cuatro reglas elementales de la aritmética. El cálculo de probabilidades constituye, en esta materia, simple pasatiempo.

Lo anterior queda claramente evidenciado al advertir que la eliminación del riesgo mediante la asociación también puede efectuarse sin recurrir a ningún sistema actuarial. Todo el mundo, en la vida cotidiana, lo practica. Los comerciantes incluyen, entre sus costos, específica compensación por las pérdidas que regularmente ocurren en la gestión mercantil. Al decir «regularmente» significamos que tales quebrantos resultan conocidos en cuanto al conjunto de la clase de artículos de que se trate. El frutero sabe, por ejemplo, que de cada cincuenta manzanas una se pudrirá, sin poder precisar cuál será la específica que haya de perjudicarse; pero la correspondiente pérdida la computa como un costo más.

La consignada definición de lo que sustancialmente sea la probabilidad de clase es la única que, desde un punto de vista lógico, resulta satisfactoria. Evita el círculo vicioso que implican cuantas aluden a la idéntica probabilidad de acaecimientos posibles. Al proclamar nuestra ignorancia acerca de los eventos singulares, de los cuales sólo sabemos que son elementos integrantes de una clase, cuyo comportamiento, sin embargo, como tal, resulta conocido, logramos salvar el aludido círculo vicioso.

ya no tenemos, entonces, que referirnos a la ausencia de regularidad en la secuencia de los casos singulares.

La nota característica del seguro estriba en que tan sólo se ocupa de clases íntegras. Supuesto que sabemos todo lo concerniente al funcionamiento de la clase, podemos eliminar los riesgos específicos del individualizado negocio de que se trate.

Por lo mismo, tampoco soporta riesgos especiales el propietario de un casino de juego o el de una empresa de lotería.

Si el lotero coloca todos los billetes, el resultado de la operación es perfectamente previsible. Por el contrario, si algunos restan invendidos, hallase, con respecto a estos billetes que quedan en su poder, en la misma situación que cualquier otro jugador en lo atinente a los números por él adquiridos.

PROBABILIDAD DE CASO

La probabilidad de caso supone que conocemos unas específicas circunstancias cuya presencia o ausencia dan lugar a que cierto evento se produzca o no, constándonos existe otra serie de factores capaces de provocar el citado resultado, pero de los cuales, sin embargo, nada sabemos.

La probabilidad de caso sólo tiene en común con la probabilidad de clase esa aludida imperfección de nuestro conocimiento. En lo demás son enteramente distintas ambas formas de probabilidad.

Con frecuencia pretende el hombre predecir cierto futuro evento, observando el conocido comportamiento de la clase de que se trate en su conjunto. Un médico puede, por ejemplo, vislumbrar las probabilidades de curación de cierto paciente sabiendo que se han repuesto del mal el 70 por 100 de los que lo han sufrido. Si el galeno expresa correctamente tal conocimiento, se limitará a decir que la probabilidad que tiene el paciente de curar es de un 0,7; o sea, que, de cada diez pacientes, sólo tres mueren. Cualquier semejante predicción, atinente al mundo de los hechos externos, es decir, referente al campo de las ciencias naturales, tiene siempre ese mismo carácter. No se trata de predicciones sobre el desenlace de casos específicos, sino de simples afirmaciones acerca de la frecuencia con que los distintos resultados suelen producirse. Están basados los correspondientes asertos en pura información estadística o simplemente en empírica y aproximada estimación de la frecuencia con que un hecho se produce.

Sin embargo, con lo anterior, no hemos planteado todavía el problema específico de la probabilidad de caso. Lo importante es que carecemos de información acerca del individual supuesto de que se trata; sólo sabemos que resulta encuadrable en una clase de hechos, cuyo comportamiento conocemos o creemos conocer.

Imaginemos que un cirujano dice a su paciente que, en la operación, treinta de cada cien pacientes fallecen. Quien, tras tal afirmación, preguntara si estaba ya cubierto el correspondiente cupo, evidentemente, no habría comprendido el sentido del aserto. Sería víctima del error que se denomina «engaño del jugador», al confundir la probabilidad de caso con la probabilidad de clase, como sucede con el jugador de ruleta que, después de una serie de diez rojos sucesivos, supone hay una mayor probabilidad de que a la próxima jugada salga un negro.

Todo pronóstico en medicina, basado únicamente en el conocimiento fisiológico, es de probabilidad de clase. El médico que oye que un individuo, desconocido para él, ha sido atacado por cierta enfermedad, apoyándose en la profesional experiencia podrá decir que las probabilidades de curación son de siete contra tres. Su opinión, sin embargo, tras examinar al enfermo, puede perfectamente cambiar; si comprueba que se trata de un hombre joven y vigoroso, que gozó siempre de buena salud, cabe bien piense el doctor que, entonces, las cifras de mortalidad son menores. La probabilidad ya no será de siete a tres, sino, digamos, de nueve a uno. Pero el enfoque lógico es el mismo; el médico no se sirve de precisos datos estadísticos; apela tan sólo a una más o menos exacta rememoración de su propia experiencia, manejando exclusivamente el comportamiento de específica clase; la clase, en este caso, compuesta por hombres jóvenes y vigorosos al ser atacados por la enfermedad de referencia.

La probabilidad de caso es un supuesto especial en el terreno de la acción humana, donde jamás cabe aludir a la frecuencia con que determinado fenómeno se produce, pues en tal esfera manéjanse invariablemente eventos únicos que, en calidad de tales, no forman parte de clase alguna. Cabe, por ejemplo, configurar una clase formada por «las elecciones presidenciales americanas». Tal agrupación puede ser útil o incluso necesaria para diversos estudios; el constitucional, por citar un caso. Pero si analizamos concretamente, supongamos, los comicios estadounidenses de 1944 —y a fuera antes de la elección, para determinar el futuro resultado, o después de la misma, ponderando los factores que determinaron su efectivo desenlace—,estaríamos invariablemente enfrentándonos con un caso individual, único, que nunca más se repetirá. El supuesto viene dado por sus propias circunstancias; él solo constituye la clase.

Aquellas características que permitirían su encuadramiento en predeterminado grupo, a estos efectos, carecen de todo interés. Imaginemos que mañana han de enfrentarse dos equipos de fútbol, los azules a los amarillos. Los azules, hasta ahora, han vencido siempre a los amarillos. Tal conocimiento no es, sin embargo, de los que nos informan acerca del comportamiento de una determinada clase de eventos. Si así se estimara, obligado sería concluir que los azules siempre habrían de ganar, mientras que los amarillos invariablemente resultarían derrotados.

No existiría incertidumbre acerca del resultado del encuentro. Sabríamos positivamente que los azules, Lina vez más, ganarían. El que nuestro pronóstico lo consideremos sólo probable evidencia que no discurrimos por tales vías, consideramos, no obstante, que tiene su trascendencia, en orden a la previsión del futuro resultado, el que los azules hayan siempre ganado. Tal circunstancia parece favorecer a los azules. Si, en cambio, razonáramos correctamente, de acuerdo con la probabilidad de clase, no daríamos ninguna trascendencia a tal hecho. Más bien, por el contrario, incidiendo en el «engaño del jugador», pensaríamos que el partido debía terminar con la victoria de los amarillos.

Cuando, en tal caso, con otro, nos jugamos el dinero, estamos practicando simple apuesta. Si se tratara, por el contrario, de un supuesto de probabilidad de clase, nuestra acción equivaldría al envite de un lance de azar.

Fuera del campo de la probabilidad de clase, todo lo que comúnmente se comprende bajo el término probabilidad atañe a ese modo especial de razonar empleado al examinar hechos singulares e individualizados, materia ésta específica de las ciencias históricas.

La comprensión, en este terreno, parte siempre de incompleto conocimiento. Podemos llegar a saber los motivos que impelen al hombre a actuar, los objetivos que puede perseguir y los medios que piensa emplear para alcanzar dichos fines. Tenemos clara idea de los efectos que tales factores han de provocar.

Nuestro conocimiento, sin embargo, no es completo; cabe que nos hayamos equivocado al ponderar la respectiva influencia de los aludidos factores concurrentes o no hayamos tenido en cuenta, al menos con la debida exactitud, la existencia de otras circunstancias también trascendentes.

El intervenir en juegos de azar, el dedicarse a la construcción de máquinas y herramientas y el efectuar especulaciones mercantiles constituyen tres modos diferentes de enfrentarse con el futuro. El tahúr ignora qué evento provoca el resultado del juego.

Sólo sabe que, con una determinada frecuencia, dentro de una serie de eventos, se producen unos que le favorecen. Tal conocimiento, por lo demás, de nada le sirve para ordenar su posible actuación; tan sólo le cabe confiar en la suerte; he ahí su único plan posible.

La vida misma está expuesta a numerosos riesgos; nocivas situaciones, que no sabemos controlar, o al menos no logramos hacerlo en la medida necesaria, pueden poner de continuo en peligro la supervivencia. Todos, a este respecto, confiamos en la suerte; esperamos no ser alcanzados por el rayo o no ser mordidos por la víbora. Existe un elemento de azar en la vida humana. El hambre puede nulificar los efectos patrimoniales de posibles daños y accidentes suscribiendo los correspondientes seguros. Especula entonces con las probabilidades contrarias.

En manto al asegurado, el seguro equivale a un juego de azar. Si el temido siniestro no se produce, habrá gastado en vano su dinero2. Frente a los fenómenos naturales imposibles de controlar, el hombre hallase siempre en la postura del jugador.

El ingeniero, en cambio, sabe todo lo necesario para llegar a una solución técnicamente correcta del problema de que se trate; al construir una máquina, por ejemplo, si tropieza con alguna incertidumbre, procura eliminarla mediante los márgenes de seguridad. Tales técnicos sólo saben de problemas solubles, por un lado, y, por otro, de problemas insolubles dados los conocimientos técnicos del momento. A veces, alguna desgraciada experiencia háceles advertir que sus conocimientos no eran tan completos como suponían, habiendo pasado por alto la indeterminación de algunas cuestiones que consideraban ya resueltas. En tal caso procurarán completar su ilustración. Naturalmente, nunca podrán llegar a eliminar el elemento de azar ínsito en la vida humana. La tarea, sin embargo, se desenvuelve, en principio, dentro de la órbita de lo cierto. Aspiran, por ello, a controlar plenamente todos los elementos que manejan.

Suele hablarse, hoy en día, de «ingeniería social». Ese concepto, al igual que el de dirigismo, es sinónimo de dictadura, de totalitaria tiranía. Pretende tal ideario operar con los seres humanos como el ingeniero manipula la materia prima con que tiende puentes, traza carreteras o construye máquinas. La voluntad del ingeniero social habría de suplantar la libre volición de aquellas múltiples personas que piensa utilizar para edificar su utopía. La humanidad se dividiría en dos clases: el dictador omnipotente, de un lado, y, de otro, los tutelados, reducidos a la condición de simples engranajes. El ingeniero social, implantado su programa, no tendría, evidentemente, que molestarse intentando comprender la actuación ajena. Gozaría de plena libertad para manejar a las gentes como el técnico cuando manipula el hierro o la madera, pero, en el mundo real, el hombre, al actuar, se enfrenta con el hecho de que hay semejantes, los cuales, al igual que él, operan por sí y para sí. La necesidad de acomodar la propia actuación a la de terceros concede al sujeto investidura de especulador.

Su éxito o fracaso dependerá de la mayor o menor habilidad que tenga para prever el futuro. Toda inversión viene a ser una especulación. En el marco del humano actuar nunca hay estabilidad ni, por consiguiente, seguridad.

EL TRABAJO HUMANO COMO MLDIO

Se entiende por trabajar el aprovechar, a título de medio, las funciones y manifestaciones fisiológicas de la vida humana.

No trabaja el individuo cuando deja de aprovechar aquella potencialidad que la energía y los procesos vitales humanos encierran, para conseguir fines externos, ajenos, desde luego, a esos aludidos procesos fisiológicos y al papel que los mismos, con respecto a la propia vida, desempeñan; el sujeto, en tal supuesto, está simplemente viviendo. El hombre trabaja cuando, como medio, se sirve de la humana capacidad y fuerza para suprimir, en cierta medida, el malestar, explotando de modo deliberado su energía vital, en vez de dejar, espontánea y libremente, manifestarse las facultades físicas y nerviosas de que dispone. El trabajo constituye un medio, no un fin, en sí.

Gozamos de limitada cantidad de energía disponible y, ade-„ más, cada unidad de tal capacidad laboral produce efectos igualmente limitados. Si no fuera así, el trabajo humano abundaría sin tasa; jamás resultaría escaso y, consecuentemente, no podría considerarse como medio para la supresión del malestar, ni como tal habría de ser administrado.

Donde el trabajo se administrara sólo por su escasez, es decir, por resultar insuficiente para, mediante el mismo, alcanzar todos los objetivos en cuya consecución cabe, como medio, aprovecharlo, las existencias laborales equivaldrán a la total energía productiva que la correspondiente sociedad poseyera.

En ese imaginario mundo, todos trabajarían hasta agotar, por entero, su personal capacidad. Laborarían las gentes cuanto tiempo no resultara obligado dedicar al descanso y recuperación de las fuerzas consumidas. Se reputaría pérdida pura el desperdiciar en cualquier cometido parte de la personal capacidad.

Tal dedicación incrementaría el bienestar personal de todos y cada uno; por eso, si una fracción cualquiera de la personal capacidad de trabajo quedara desaprovechada, el interesado consideraríase perjudicado, no habiendo satisfacción alguna que pudiera compensarle tal pérdida. La pereza resultaría inconcebible. Nadie pensaría: podría yo hacer esto o aquello, pero no vale la pena; no compensa, prefiero el ocio; pues reputarían las gentes recurso productivo su total capacidad de trabajo, capacidad que afanaríanse por aprovechar plenamente.

Cualquier posibilidad, por pequeña que fuera, de incrementar el bienestar personal esümaríase estímulo suficiente para seguir trabajando en lo que fuera, siempre que no cupiera aprovechar mejor la correspondiente capacidad laboral en otro cometido.

Las cosas, sin embargo, en este nuestro mundo, son bien distintas. El invertir trabajo resulta penoso. Estímase más agradable el descanso que la tarea. Invariadas las restantes circunstancias, prefiérese el ocio al esfuerzo laboral. Los hombres trabajan solamente cuando valoran en más el rendimiento que la correspondiente actividad va a procurarles que el bienestar de la holganza. El trabajar molesta. La psicología y la fisiología intentarán explicarnos por qué ello es así. Pero el que en definitiva lo consigan o no resulta indiferente para la praxeología. Nuestra ciencia parte de que a los hombres lo que más les agrada es el divertimiento y el descanso; por eso contemplan su propia capacidad laboral de modo muy distinto a como ponderan la potencialidad de los factores materiales de producción. Cuando se trata de consumir el propio trabajo, el interesado analiza, por un lado, si no habrá algún otro objetivo, aparte del contemplado, más atractivo en el cual invertir la correspondiente capacidad laboral; pero, por otro, además pondera sí no le sería mejor abstenerse del correspondiente esfuerzo. Cabe expresar el mismo pensamiento considerando el ocio como una meta a la que tiende la actividad deliberada o como un bien económico del orden primero. Esta vía, tal ve2 un poco rebuscada, nos abre, sin embargo, los ojos al hecho de que la holganza, a la luz de la teoría de la utilidad marginal, debe considerarse como otro bien económico cualquiera, lo que permite concluir que la primera unidad de ocio satisface un deseo más urgentemente sentido que el atendido por la segunda unidad; a su vez, esta segunda provee a una necesidad más acuciante que la correspondiente a la tercera, y así sucesivamente. El lógico corolario que de lo anterior resulta es que la incomodidad personal provocada por el trabajo aumenta a medida que se va trabajando más, agravándose con la supletoria inversión laboral.

La praxeología, sin embargo, no tiene por qué entrar en la discusión de si la molestia laboral aumenta proporcionalmente o en grado mayor al incremento de la inversión laboral. (El asunto puede tener interés para la fisiología o la psicología y es incluso posible que tales disciplinas logren un día desentrañarlo; todo ello, sin embargo, no nos concierne.) La realidad es que el interesado suspende su actividad en cuanto estima que la utilidad de proseguir la labor no compensa suficientemente el bienestar escamoteado por el supletorio trabajo. Dejando aparte la disminución en el rendimiento que la creciente fatiga provoca, quien labora, al formular el anterior juicio, compara cada porción de tiempo trabajado con la cantidad de bien que las sucesivas aportaciones laborales van a reportarle, Pero la utilidad de lo conseguido decrece a medida que más se va trabajando y mayor es la cantidad de producto obtenido. Mediante las primeras unidades de trabajo se ha proveído a la satisfacción de necesidades superiormente valoradas que aquellas otras atendidas merced al trabajo ulterior. De ahí que esas necesidades cada vez menormente valoradas pronto puedan estimarse compensación insuficiente para prolongar la labor, aun admitiendo no descendiera, al paso del tiempo, la productividad, en razón a la fatiga.

No interesa, como decíamos, al análisis praxeológico investigar si la incomodidad del trabajo es proporcional a la inversión laboral o si aumenta en escala mayor, a medida que más tiempo se dedica a la actividad. Lo indudable es que la tendencia a invertir las porciones aún no empleadas del potencial laboral —inmodificadas las demás condiciones— disminuye a medida que se va incrementando la aportación de trabajo. El que dicha disminución de la voluntad laboral progrese con una aceleración mayor o menor depende de las circunstancias económicas concurrentes; en ningún caso atañe a los principios categóricos.

Esa molestia típica del esfuerzo laboral explica por qué, a lo largo de la historia humana, al incrementarse la productividad del trabajo, gracias al progreso técnico y a los mayores recursos de capital disponibles, apareciera generalizada tendencia a acortar horarios. Entre los placeres que, en mayor abundancia que sus antepasados, puede el hombre moderno disfrutar, hállase el de dedicar más tiempo al descanso y al ocio. En este sentido cabe dar cumplida respuesta a la interrogante, tantas veces formulada por filósofos y filántropos, de si el progreso económico habría o no hecho más felices a los hombres. De ser la productividad del trabajo menor de lo que es, en el actual mundo capitalista, la gente, o habría de trabajar más, o habría de renunciar a numerosas comodidades de las que hoy disfruta.

Conviene, no obstante, destacar que los economistas, al dejar constancia de lo anterior, en modo alguno están suponiendo que el único medio de alcanzar la felicidad consista en gozar de la máxima confortación material, vivir lujosamente o disponer de más tiempo libre. Atestiguan simplemente una realidad, cuáles que el incremento de la productividad del trabajo permite ahora a las gentes proveerse en forma más cumplida de cosas que indudablemente les complacen.

La fundamental idea praxeológica, según la cual los hombres prefieren lo que Ies satisface más a lo que Ies satisface menos, apreciando las cosas sobre la base de su utilidad, no precisa por eso de ser completada, ni enmendada, con alusión alguna a la incomodidad del trabajo, pues hállase implícito en lo anterior que el hombre preferirá el trabajo al ocio sólo cuando desee más ávidamente el producto que ha de reportarle la correspondiente labor que el disfrutar de ese descanso al que renuncia.

La singular posición que el factor trabajo ocupa en nuestro mundo deriva de su carácter no específico. Los factores primarios de producción que la naturaleza brinda —es decir, todas aquellas cosas y fuerzas naturales que el hombre puede emplear para mejorar su situación— poseen especificas virtudes y potencialidades. Para alcanzar ciertos objetivos hay factores que son los más idóneos; para conseguir otros, esos mismos elementos resultan ya menos oportunos; existiendo, por último, fines para cuya consecución resultan totalmente inadecuados.

Pero el trabajo es factor apropiado, a la par que indispensable, para la plasmación de cualesquiera procesos o sistemas de producción imaginables.

No cabe, sin embargo, generalizar al hablar de trabajo humano. Constituiría grave error dejar de advertir que los hombres, y consecuentemente su respectiva capacidad laboral, resultan dispares. El trabajo que un cierto individuo es capaz de realizar convendrá más a determinados objetivos, mientras para otros será menos apropiado, resultando, en fin, inadecuado para la ejecución de terceros cometidos. Una de las deficiencias de los economistas clásicos fue el no prestar debida atención a la expuesta realidad; despreocupáronse de ella al estructurar sus teorías en torno al valor, los precios y los tipos de salarios.

Pues lo que los hombres suministran no es trabajo en general, sino clases determinadas de trabajo. No se pagan salarios por el puro trabajo invertido, sino por la correspondiente obra realizada, mediante labores ampliamente diferenciadas entre sí, tanto cuantitativa como cualitativamente consideradas. Cada particular producción exige utilizar aquellos agentes laborales que, precisamente, sean capaces de ejecutar el típico trabajo requerido. Es absurdo pretender despreciar estas realidades sobre la base de que la mayor parte de la demanda y oferta de trabajo se contrae a peonaje no especializado, labor que cualquier hombre sano puede realizar, constituyendo excepción la labor específica, la realizada por personas con facultades peculiares o adquiridas gracias a particular preparación. No interesa averiguar si en un pasado remoto tales eran las circunstancias de hecho concurrentes, ni aclarar tampoco si para las tribus primitivas la desigual capacidad de trabajo innata o adquirida fuera la principal consideración que les impeliera a administrarlo.

No es permisible, cuando se trata de abordar las circunstancias de los pueblos civilizados, despreciar las diferencias cualitativas de dispares trabajos. Diferente resulta la obra que las distintas personas pueden realizar por cuanto los hombres no son iguales entre sí y, sobre todo, la destreza y experiencia adquirida en el decurso de la vida viene a diferenciar aún más la respectiva capacidad de los distintos sujetos.

Cuando antes afirmábamos el carácter no específico del trabajo en modo alguno queríamos suponer que la capacidad laboral humana fuera toda de la misma calidad. Queríamos, simplemente, destacar que las diferencias existentes entre las distintas clases de trabajo requerido por la producción de los diversos bienes son mayores que las disparidades existentes entre las cualidades innatas de los hombres. (Al subrayar este punto, prescindimos de la labor creadora del genio; el trabajo del genio cae fuera de la órbita de la acción humana ordinaria; viene a ser como un gracioso regalo del destino que la humanidad, de vez en cuando, recibe c igualmente prescindimos de las barreras institucionales que impiden a algunas gentes ingresar en ciertas ocupaciones y tener acceso a las enseñanzas que ellas requieren.) La innata desigualdad no quiebra la uniformidad y homogeneidad zoológica de la especie humana hasta el punto de dividir en compartimentos estancos la oferta de trabajo. Por eso, la oferta potencial de trabajo para la ejecución de cualquier obra determinada siempre excede a la efectiva demanda del tipo de trabajo de que se trate. Las disponibilidades de cualquier clase de trabajo especializado podrán siempre ser incrementadas mediante detraer gentes de otro sector, preparándolas convenientemente. La posibilidad de atender necesidades jamás hállase permanentemente coartada, en esfera productiva alguna, por la escasez de trabajo especializado. Dicha escasez sólo a corto plazo puede registrarse. A la larga, siempre es posible suprimirla mediante el adiestramiento de personas que gocen de las requeridas innatas condiciones.

El trabajo es el más escaso de todos los factores primarios de producción; de un lado, porque carece, en el expuesto sentido, de carácter específico y, de otro, por cuanto toda clase de producción requiere la inversión del mismo. De ahí que la escasez de los demás medios primarios de producción —es decir, los factores de producción de carácter no humano, que proporciona la naturaleza— surja en razón a que no pueden plenamente utilizarse, en tanto en cuanto exijan consumir trabajo, aunque tal concurso laboral sea mínimo 7. Las disponibilidades de trabajo determinan, por eso, la proporción en que cabe aprovechar, para la satisfacción de las humanas necesidades, el factor naturaleza, cualquiera que sea su forma o presentación.

Si la oferta de trabajo aumenta, la producción aumenta también. El esfuerzo laboral siempre es valioso; nunca sobra, pues en ningún caso deja de ser útil para adicional mejoramiento de las condiciones de vida. El hombre aislado y autárquico siempre puede prosperar trabajando más. En la bolsa del trabajo de una sociedad de mercado invariablemente hay compradores para toda capacidad laboral que se ofrezca. La superflua abundancia de trabajo sólo puede registrarse, de modo transitorio, en algún sector, induciéndose a ese trabajo sobrante a acudir a otras partes, con lo que se amplía la producción en lugares anteriormente menos atendidos. Frente a lo expuesto, un incremento de la cantidad de tierra disponible —inmodificadas las restantes circunstancias— sólo permitiría ampliar la producción agrícola si tales tierras adicionales fueran de mayor feracidad que las ya disponibles Lo mismo acontece con respecto al equipo material destinado a futuras producciones.

Porque la utilidad o capacidad de servicio de los bienes de capital depende, igualmente, de que puedan contratarse los correspondientes operarios. Antieconómico sería explotar existentes dispositivos de producción si el trabajo a invertir en su aprovechamiento pudiera ser empleado mejor por otros cauces que permitieran atender necesidades más urgentes.

Los factores complementarios de producción sólo pueden emplearse en la cuantía que las disponibles existencias del más escaso de ellos autorizan, Supongamos que la producción de una unidad de p requiere el gasto o consumo de 7 unidades de a y de 3 unidades de b, no pudiendo emplearse ni a ni b en producción alguna distinta de p. Si disponemos de 49 a y de 2.000 b, sólo 7 p cabrá producir. Las existencias de a predeterminan la cantidad de b que puede ser aprovechada. En el supuesto ejemplo, únicamente a merecería la consideración de bien económico; sólo por a hallaríanse las gentes dispuestas a pagar precios; el precio íntegro de p será función de lo que cuesten unidades de a. Por su parte, b no sería un bien económico; no cotizaría precio alguno, ya que una parte de las disponibilidades no se aprovecharía.

Cabe imaginar un mundo en el que todos los factores materiales de producción halláranse tan plenamente explotados que no fuera materialmente posible dar trabajo a todo el mundo, o al menos, en la total cuantía en que algunos individuos hallaríanse dispuestos a trabajar. En dicho mundo, el factor trabajo abundaría; ningún incremento en la capacidad laboral disponible permitiría ampliar la producción. Si en tal ejemplo suponemos que lodos tienen la misma capacidad y aplicación para el trabajo y pasamos por alto el malestar típico del mismo, el trabajo dejaría de ser un bien económico, Sí dicha república fuera una comunidad socialista, todo incremento en las cifras de población conceptuaríase simple incremento del número de ociosos consumidores. Tratándose de una economía de mercado, los salarios resultarían insuficientes para vivir. Quienes buscasen ocupación hallaríanse dispuestos a trabajar por cualquier salario, por reducido que fuera, aunque resultara insuficiente para atender las necesidades vitales, Trabajaría la gente aun cuando el producto de la labor sólo sirviese para demorar la insoslayable muerte por inanición. Impertinente sería entretener la atención en tales paradojas y el discutir aquí los problemas que tal imaginario estado plantearía. El mundo en que vivimos es totalmente distinto.

El trabajo resulta más escaso que los factores materiales de producción disponibles. No estamos ahora contemplando el problema de la población óptima. De momento, sólo interesa destacar que hay factores materiales de producción, los cuales no pueden ser explotados, por cuanto el trabajo requerido precísase para atender necesidades más urgentes. En nuestro mundo no hay abundancia, sino insuficiencia, de potencia laboral, existiendo por este motivo tierras, yacimientos e incluso fábricas e instalaciones sin explotar, es decir, factores materiales de producción inaprovechados.

Esta situación mutarfase merced a un incremento tal de la población, que permitiera frieran plenamente explotados cuantos factores materiales pudiera requerir aquella producción alimenticia imprescindible —en el sentido estricto de la palabra-—para la conservación de la vida. Ahora bien, no siendo ése el caso, eí presente estado de cosas no puede variarse mediante progresos técnicos en los métodos de producción. La sustitución de unos sistemas por otros más eficientes no hace que el trabajo sea más abundante mientras queden factores materiales inaprovechados, cuya utilización incrementaría el bienestar humano. Antes al contrario, dichos progresos vienen a ampliar la producción y, por ende, la cantidad de bienes de consumo disponible. Las técnicas «economizadoras de trabajo » militan contra la indigencia. Pero nunca pueden ocasionar paro «tecnológico».

Todo producto es el resultado de invertir, conjuntamente, trabajo y factores materiales de producción. El hombre administra ambos, tanto aquél como éstos.

A veces, personas poco observadoras suponen que el trabajo ajeno constituye fuente de inmediata satisfacción para los interesados, porque a ellas les gustaría, a título de juego, realizar el trabajo citado. Del mismo modo que los niños juegan a maestros, a soldados y a trenes, hay adultos a quienes les gustaría jugar a esto o a lo otro. Creen que el maquinista disfruta manejando la locomotora como ellos gozarían si se les permitiera conducir el convoy. Cuando, apresuradamente, se dirige a la oficina, el administrativo envidia al guardia que, en su opinión, cobra por pasear ociosamente las calles. Sin embargo, tal vez éste envidie a aquel que, cómodamente sentado en un caldeado edificio, gana dinero emborronando papeles, labor que no puede considerarse trabajo serio. No vale la pena perder el tiempo analizando las opiniones de quienes, interpretando erróneamente la labor ajena, la consideran mero pasatiempo.

EL GENIO CREADOR

Muy por encima de los millones de personas que nacen y mueren, se elevan los genios, aquellos hombres cuyas actuaciones e ideas abren caminos nuevos :i la humanidad. Crear constituye, para el genio descubridor, la esencia de la vida Para él, vivir significa crear. Las actividades de estos hombres prodigiosos no pueden ser cabalmente encuadradas en el concepto praxeológico de trabajo.

No constituyen trabajo, por cuanto, para el genio, no son medios, sino fines en sí mismas; pues él sólo vive creando e inventando.

Para él no hay descanso; sólo sabe de intermitencias en la labor en momentos de frustración y esterilidad. Lo que le impulsa no es el deseo de obtener un resultado, sino la operación misma de provocarlo. La obra no le recompensa, mediata ni inmediatamente.

No le gratifica mediatamente, por cuanto sus semejantes, en el mejor de los casos, no se interesan por ella y, lo que es peor, frecuentemente la reciben con mofa, vilipendio y persecLición. Muchos genios podrían haber empleado sus personales dotes en procurarse una vida agradable y placentera; pero ni siquiera planteáronse tal al Lerna ti va, optando sin vacilación por un camino lleno de espinas. El genio quiere realizar lo que considera su misión, aun cuando comprenda que ral conducta puede bien llevarle al desastre.

Tampoco deriva el genio satisfacción inmediata de sus actividades creadoras. Crear es para él agonía y tormento, una incesante y agotadora lucha contra obstáculos internos y externos, que le consume y destroza. El poeta austríaco Grillparzer supo reflejar tal situación en un emocionante poema: «Adiós a Gastein» Cabe suponer que, al escribirlo, más que en sus propias penas y tribulaciones, pensaba en los mayores sufrimientos de un hombre mucho más grande que él, Beethoven, cuyo destino se asemejaba al suyo propio y a quien, gracias a un afecto entrañable y a una cordial admiración, comprendió mejor que ninguno de sus contemporáneos.

Nietzschc comparábase a la llama que, insaciable, a sí misma consume y d e s t r u y e N o existe similitud alguna entre tales tormentos y las ideas generalmente relacionadas con los conceptos de trabajo y labor, producción y éxito, ganarse el pan y gozar de la vida.

Las obras del genio creador, sus pensamientos y teorías, sus poemas, pinturas y composiciones, praxeológicamente, no pueden considerarse frutos del trabajo. No son la resultante de haber invertido una capacidad laboral, la cual pudiera haberse dedicado a original otros bienes en vez de a «producir» la correspondiente obra maestra de filosofía, arte o literatura. Los pensadores, poetas y artistas a menudo carecen de condiciones para realizar otras labores. Sin embargo, el tiempo y la fatiga que dedican a sus actividades creadoras no lo detraen de trabajos merced a los cuales cabría atender otros objetivos. A veces, las circunstancias pueden condenar a la esterilidad a un hombre capaz de llevar adelante cosas inauditas; tal vez le sitúen en la disyuntiva de morir de hambre o de dedicar la totalidad de sus fuerzas a luchar exclusivamente por la vida. Ahora bien, cuando el genio logra alcanzar sus metas, sólo él ha pagado lus «custos» necesarios, A Goethe, tal vez, le estorbaran, en ciertos aspectos, sus ocupaciones en la corte de Weimar. Sin embargo, seguramente no habría cumplido mejor con sus deberes oficiales de ministro de Estado, director de teatro y administrador de minas si no hubiera escritu sus dramas, poemas y novelas.

Hay más: no es posible sustituir por el trabajo de terceras personas la labor de los creadores. Si Dante y Iícethoven no hubieran existido, imposible hubiera sido producir la Divina Comedia o la Novena Sinfonía, encargando la tarea a otros hombres. Ni la sociedad ni los individuos particulares pueden sustattcialmente impulsar al genio, ni fomentar su labor. Ni la «demanda» más intensa ni la más perentoria de las órdenes gubernativas resultan en tal sentido eficaces. El genio jamás trabaja por encargo. Los hombres no pueden producir a voluntad unas condiciones naturales y sociales que provoquen la aparición del genio creador y su obra. Es imposible criar genios a base de eugenesia, ni formarlos en escuelas, ni reglamentar sus actividades. Resulta muy fácil, en cambio, organizar la sociedad de tal manera que no haya sitio para los innovadores ni para sus tareas descubridoras.

La obra creadora del genio es, para la praxeología, un hecho dado. La creación genial aparece como generoso regalo del destino, No es en modo alguno un resultado de la producción, en el sentido que la economía da a este último vocablo.

“Los caudillos (jührers) no son descubridores; conducen al pueblo por las sendas que otros trazaron. El genio abre caminos a iravís de terrenos antes inaccesibles, sin preocuparse de si alguien le sigue o no. Los caudillos, en cambio, conducen a sus pueblos hada objetivos ya conocidos que los súbditos desean alcanzar”

LA PRODUCCIÓN

La acción, si tiene buen éxito, alcanza la meta perseguida. Da lugar al producto deseado. La producción, sin embargo, en modo alguno es un acto de creación; no engendra nada que ya antes no existiera. Implica sólo la transformación de ciertos elementos mediante tratamientos y combinaciones. Quien produce no crea. El individuo crea tan sólo cuando piensa o imagina. El hombre, en el mundo de los fenómenos externos, únicamente transforma. Su actuación consiste en combinar los medios disponibles con miras a que, de conformidad con las leyes de la naturaleza, prodúzcase el resultado apetecido. (223)

Naturalmente, no sabemos qué es la mente, por lo mismo que ignoramos lo que, en verdad, el movimiento, la vida o la electricidad sean. Mente es simplemente la palabra utilizada para designar aquel ignoto factor que ha permitido a los hombres llevar a cabo todas sus realizaciones: las teorías y los poemas, las catedrales y las sinfonías, los automóviles y los aviones. (225)

LA COOPERACIÓN HUMANA

La sociedad supone acción concertada, cooperación. Fue, desde luego, consciente y deliberadamente formada. Ello, sin embargo, no quiere decir que las gentes se pusieran un día de acuerdo para fundarla, celebrando mítico contrato al efecto. Porque los hombres, mediante las actuaciones que originan la institución social y a diario la renuevan, efectivamente cooperan y colaboran entre sí, pero sólo en el deseo de alcanzar específicos fines personales. Ese complejo de recíprocas relaciones, plasmado por dichas concertadas actuaciones, es lo que se denomina sociedad. Reemplaza una —al menos, imaginable— individual vida aislada por una vida de colaboración.

La sociedad es división de trabajo y combinación de esfuerzo.

Por ser el hombre animal que actúa, conviértese en animal social.

El ser humano nace siempre en un ambiente que halla ya socialmente organizado. Sólo en tal sentido cabe predicar que—lógica o históricamente— la sociedad es anterior al individuo.

Con cualquier otro significado, el aserto resulta vano y carente de sentido. El individuo, desde luego, vive y actúa en el marco social, pero la sociedad no es más que ese combinarse de actuaciones múltiples para producir un esfuerzo cooperativo. La sociedad, per se, en parte alguna existe; plásmanla las acciones individuales, constituyendo grave espejismo el imaginarla fuera del ámbito en que los individuos operan. El hablar de una autónoma e independiente existencia de la sociedad, de su vida propia, de su alma, de sus acciones, es una metáfora que fácilmente conduce a perniciosos errores.

Vano resulta el preocuparse de si el fin último lo es la sociedad o lo es el individuo, así como de si los intereses de aquélla deban prevalecer sobre los de éste o a la inversa. La acción supone siempre actuación de seres individuales. Lo social o el aspecto social es sólo una orientación determinada que las acciones individuales adoptan. La categoría de fin cobra sentido únicamente aplicada a la acción. La teología y la metafísica de la historia cavilan en torno a cuáles puedan ser los fines de la sociedad y los planes divinos que, mediante ella, hubieran de estructurarse, pretendiendo incluso averiguar los fines a que apuntan las restantes partes del universo creado. La ciencia, que no puede sino apoyarse en el raciocinio, instrumento éste evidentemente inadecuado para abordar los anteriores asuntos, tiene en cambio vedado el especular acerca de dichas materias.

En el marco de la cooperación social brotan, a veces, éntrelos distintos miembros actuantes, sentimientos de simpatía y amistad y una como sensación de común pertenencia. Tal disposición espiritual viene a ser manantial de placenteras y hasta sublimes experiencias humanas, constituyendo dichos sentimientos precioso aderezo de la vida, que elevan la especie animal hombre a la auténtica condición humana. No fueron, sin embargo, contrariamente a lo que algunos suponen, tales anímicas sensaciones las que produjeron las relaciones sociales.

Antes al contrario, son fruto de la propia cooperación social y sólo al amparo de ésta medran; ni resultan anteriores a las relaciones sociales, ni, menos aún. constituyen semilla de las mismas.

Las dos realidades fundamentales que engendran la cooperación, la sociedad y la civilización, transformando al animal hombre en ser humano, son, de un lado, el que la labor realizada bajo el signo de la división del trabajo resulta más fecunda que la practicada bajo un régimen de aislamiento y, de otro, el que la inteligencia humana es capaz de advertir tal realidad.

A no ser por esas dos circunstancias, los hombres habrían continuado siendo siempre enemigos mortales entre sí, los unos frente a los otros, rivales irreconciliables en sus esfuerzos por apropiarse porciones siempre insuficientes del escaso sustento que la naturaleza espontáneamente proporciona, Cada uno vería en su semejante un enemigo; el indomefiable deseo de satisfacer las propias apetencias habría provocado implacables conflictos.

Sentimiento alguno de amistad y simpatía hubiera podido florecer bajo tales condiciones.

Algunos sociólogos han supuesto que el hecho subjetivo, original y elementa!, que engendra la sociedad es una «conciencia de especie» . Otros mantienen que no habría sistemas sociales a no ser por cierto «sentimiento de comunidad o de mutua pertenencia» 2. Cabe asentir a tales suposiciones, siempre y cuantío dichos vagos y ambiguos términos sean rectamente interpretados. Esos conceptos de conciencia de especie, de sentido de comunidad o de mutua pertenencia pueden ser utilizados en tanto impliquen reconocer el hecho de que, en sociedad, todos los demás seres humanos son colaboradores potenciales en la lucha del sujeto por su propia supervivencia; simplemente porque el conjunto advierte los beneficios mutuos que la cooperación depara, a diferencia de los demás animales, incapaces de comprender tal realidad. Son sólo las dos circunstancias antes mencionadas las que, en definitiva, engendran aquella conciencia o aquel sentimiento. En un mundo hipotético en el cual la división del trabajo no incrementara la productividad, los lazos sociales serían impensables. Desaparecería todo sentimiento de benevolencia o amistad.

El principio de la división del trabajo es uno de los grandes motores que impulsan el desarrollo del mundo, imponiendo fecunda evolución. Hicieron bien los biólogos en tomar de la filosofía social el concepto de la división del trabajo, utilizándolo en sus investigaciones. Hay división de trabajo entre los distintos órganos de un ser vivo; existen en el reino animal colonias integradas por seres que colaboran entre sí; en sentido metafórico, tales entidades, formadas por hormigas o abejas, suelen denominarse «sociedades animales». Ahora bien, nunca cabe olvidar que lo que caracteriza a la sociedad humana es la cooperación deliberada; la sociedad es fruto de la acción, o sea, del propósito consciente de alcanzar un fin. Semejante circunstancia, según nuestras noticias, no concurre en los procesos que provocan el desarrollo de las plantas y de los animales o informan el funcionamiento de los enjambres de hormigas, abejas o avispas. La sociedad, en definitiva, es un fenómeno intelectual y espiritual: el resultado de acogerse deliberadamente a una ley universal determinante de la evolución cósmica, a saber, aquella que predica la mayor productividad de la labor bajo el signo de la división del trabajo. Como sucede en cualquier otro supuesto de acción, este percatarse de la operación de una ley natural viene a ponerse al servicio de los esfuerzos del hombre deseoso de mejorar sus propias condiciones de vida.

(Voy por la 231)

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