Argumento Hijo De Hombre
NoriBeatriz25 de Julio de 2013
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Argumento
Capítulo I – Hijo de Hombre
En este capítulo el autor describe detalladamente la antigua villa de Itapé y el actual pueblo, en el momento en que se sitúa la novela. Describe su paisaje, tanto de la campiña como el de sus casas de una manera tan real. Nos cuenta cómo sus habitantes empezaron a despertar con la construcción de la nueva estación y el tendido de las vías del ferrocarril y cómo murieron en dicho tendido. Dice de los pobladores que eran personas miedosas, harapientas y de rostros cobrizos y ajetreados por el sol.
Ellos tenían una fe ciega en el Cristo de madera, enclavado en la punta del cerrito de Itapé, hecho por una persona enferma de lepra que se internó en el monte para nunca más regresar al pueblo, llamado Gaspar Mora, cuya verdadera historia la conocía Macario, un pobre viejo esquelético y bajito, hijo de uno de los esclavos del Dr. Francia, de quien los chicos del pueblo se burlaban viéndolo pasar y llamándolo pitogüé, bicho feo karaí tuyá colí y cosas por el estilo, pero este pobre hombre no se inmutaba.
Macario había nacido algunos años después de establecerse la Dictadura Perpetua. El papá de Macario se llamaba Pilar Francia, un esclavo liberado por el Dictador, y que hacía de ayudante de cámara del mismo. Macario fue para Itapé con su hermana María Candé, madre de Gaspar.
Años después de la guerra grande María Candé enfermó mal y Macario tuvo Un buen día un hachero comentó que escuchó una música suave y bella en el monte y empezó a guiarse por el sonido de la guitarra hasta llegar al rancho y descubrir a Gaspar a quien juró que nunca descubriría su escondite. La gente del pueblo se enteró e iba en procesión hasta el rancho a escuchar su música, pero él se escondía. Hasta María Rosa le llevaba siempre chipá y otras cosas y él no aparecía. Esto duró mucho tiempo. Cuando Gaspar murió lo enterraron allí nomás.
Cuando fueron a quemar el rancho se encontraron con que éste ya tenía otro ocupante, era un Cristo tallado en madera que acompañó siempre a Gaspar. Este Cristo trajo caos al lugar. Macario y otros lo llevaron en andas hasta la iglesia y allí esperaron a que llegara el cura, que iba cada domingo al pueblo a dar misa. Cuando éste llegó se opuso a que entrara el templo apoyado por el padre de los mellizos Goiburú. Cuando el cura vio que se formaron dos bandos y que pelearían, se impuso pidiendo orden y cambiando de parecer, diciendo que entraría a la iglesia pero después de pedir permiso a la curia. A escondidas pidió al campanero que quemara la imagen sin que nadie se enterara y con ayude de los policías. Macario se enteró de esto y con los suyos llevó de vuelta al Cristo al cerro, y es ésta la misma procesión que año tras año repiten los lugareños.
Macario murió de viejo y el campanero se suicidó arrepentido.
Capítulo II – Madera y carne
María Regalada, mujer de pueblo, ve pasar al doctor y al perro como si no los viera. Recorrían legua y media desde su casa, en el monte en cuyo alrededor creó el leprocomio, hasta el almacén de don Matías Sosa. Ida y vuelta pasando por el cementerio en cuya cercanía está el rancho de dicha mujer.
El doctor había desaparecido sin que nadie sepa cómo. Sólo el perro hambriento hacía el mismo recorrido todos los días y los pueblerinos lo saludaban con un "hola doctor", sin ningún tono de burla.
El doctor llegó a Sapucai de una forma extraña. Algunos decían que quiso robar al hijo de un pasajero. Lo llevaron al calabozo por unos días y luego lo soltaron pero él no se fue de allí. Se hospedó en una pieza en la casa de Ña Lolé Chamorro. No hablaba con nadie, ni siquiera con la vieja gorda chismosa. Todo el tiempo se pasaba encerrado y salía solamente para ir al almacén de don Matías, a tomar caña, pero siempre en silencio.
Un día sucedió algo que haría que la gente de Sapucai lo viera al ruso con otros ojos. Mientras el gringo pasaba frente al cementerio, vio que María Regalada se torcía de dolor entre las cruces, corrió, la cargó y la depositó sobre la mesa en la casa del sepulturero Taní Cáceres, calentó agua, afiló un cuchillo y le abrió el vientre a la muchacha ente la mirada atónita del hombre. Salvó a la chica y el sepulturero se dedicó a propalar la noticia por todo el pueblo. Muy pronto el doctor empezó a sanar a los pueblerinos. Fue así que un paciente, un tropero, le regaló al perro como pago a su cura.
Desde las compañías más distantes venían a que el doctor les cure y hasta las damas de la comisión parroquial se hacían atender por él, dejando atrás sus anteriores comentarios.
Después de que curara a María Regalada, ésta siempre le llevaba una olla de locro para él y su perro. Cuando el sepulturero murió, el doctor no le pudo salvar del vómito negro, María Regalada ocupó el lugar del padre.
Una tarde, al pasar frente al rancho del doctor, María Regalada oyó un ruido como el de un cuerpo que cae, fue a espiar y vio al doctor arrodillado, recogiendo monedas de oro del piso, a sus pies estaba la imagen de San Ignacio. Nadie supo de esto, pero desde entonces el doctor no abrió más su puerta a los pueblerinos. Luego empezó a atender a la gente en un pequeño cuarto del fondo. No aceptaba las monedas por paga de sus pacientes, pero sí les exigía que le pagaran con tallas, las más antiguas que tuviesen en la familia. Todos en el pueblo pensaban que el doctor se había vuelto místico, hasta parecido con San Roque le encontraban.
Comenzó a ir de nuevo al boliche, bebía hasta salir del mismo dando tumbos. Empezó a atender sólo a quien le llevaba una imagen y se decepcionaba si la talla no tenía el peso suficiente. Anduvo así borracho por unos meses y luego desapareció. Un día María Regalada llegó al rancho, entró y encontró a todos los santos degollados, menos al San Ignacio. No quiso tocarlos y tampoco entendía qué pasó con ellos y quizás nunca lo sepa. Siempre se pasaba limpiando el rancho, acariciando al perro y atendiendo su cementerio.
Capitulo III – Estaciones
En este capítulo Miguel Vera inicia su viaje a Asunción, en compañia de Damiana Dávalos, quien llevaba a su hijo pequeño a que lo viera un médico y de paso, a visitar a su "hombre", que se hallaba preso en Tacumbú. El va descubriendo las diferentes estaciones por las cuales pasa desde que sale de Itapé. Va a Asunción a estudiar porque desea convertirse en militar. Uno de los pasajeros era un rubio, con apariencia de extranjero, que se sentaba frente a ellos. Aparentaba ser un gringo. Van pasando las diferentes ciudades y ambos se quedan dormidos. Al llegar a Sapucai, Damiana grita desesperada que le robaron a su hijo. En eso el gringo con el niño en brazos y se abalanzan sobre él y lo tiran del tren y luego le arrojan sus pertenencias y allí el gringo queda de rodillas y ensangrentado sobre el andén. Luego siguen viajando y por fin llegan a Asunción.
Capítulo IV – Éxodo
En Tacurú Pucú, en pleno Alto Paraná, existían los yerbales en los que trabajaban, casi como esclavos, los peones o mensú. De allí nadie escapaba, casi todos morían trabajando. Lo único que de allí salía eran los versos compuestos para guitarra que hablaban de los mensú, hombres, mujeres y niños enterrados vivos en las catacumbas de los yerbales.
Casiano Jara y Natividad, recién casados, oriundos de Sapucai, subieron al tren en Villarrica. Casiano estaba en el convoy rebelde que se dirigía a la capital y Nati en medio de la gente que iba a la estación a despedirlo. Allí se enteraron que se necesitaba gente para los yerbales de la Industrial en Tacurú Pucú. Se alistaron para ir sin hacer caso a lo que decían algunos "es la cimbra de la rafla", no hay que ir. El yerbal era inmenso y lo dirigía Aguileo Coronel, en compañía del comisario Juan Cruz Chaparro. Al otro lado del Paraná estaban los yerbales de las misiones argentinas. Coronel rechazaba las cargas que no tenían ocho arrobas justas y premiaba a los que traían más de ocho, a pesar de que no se anotaba en las planillas. Todos pasaban por el teyú ruguái de Chaparro y según antojo de éste vivían, si así se podía llamar el padecimiento que todos sufrían. Él mataba sin piedad.
Al principio no lo pasaron tan mal. Pero luego Coronel envió a Jara a una zona alejada y con trabajo mas pesado, ya que se había fijado en Natí. Pero ella se embarazó y un día al amanecer el capataz notó la ausencia de Casiano y lo buscaron. Los encontraron a él y a Nati quien se revolcaba en el dolor del parto. No había rastros de fuga y los capangas pensaron que fueron al bosque para que naciera el hijo de Nati. Llegó una carreta y en ésta ella tuvo a su hijo ¡un varón!, Cristóbal. A Casiano lo metieron preso por las dudas hasta que llegara el administrador. Se salvó de la muerte gracias al cura. Ese mismo día escaparon bajo la lluvia con el bebé a cuestas. Después de dos días y una noche de caminar, bajo penurias, llegan a orillas del Monday. Al amanecer encuentran a un carretero que los lleva a Itacurubí, según entendió Nati. Luego de cuatro días de andar llegaron al valle de Sapucai.
Capítulo IV – Hogar
En este capítulo, de nuevo Miguel Vera relata como, guiado por Cristóbal Jara (hijo de Natí y Casiano Jara), llega hasta un vagón internado muy en lo profundo del bosque, donde vivieron los padres de Kiritó. Ellos fueron los que, lentamente, paso a paso, empujaron el vagón hasta meterlo en el monte.
En ese vagón, oculto de la mirada de cualquiera, escondidos, lo esperan una cincuentena de hombres, en semicírculo entre los yuyos. Le pidieron a Cristóbal que lo llevara hasta ahí para que los ayude.
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