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De Los Delitos Y Las Penas


Enviado por   •  18 de Agosto de 2013  •  9.883 Palabras (40 Páginas)  •  307 Visitas

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Introducción.

Los hombres dejan las reglas más importantes a la prudencia de un momento o a la discreción de aquellos que tienen intereses opuestos a ellas, estas reglas deberían ser ventajas universales en vez de beneficiar a unos pocos, y, por estas razones, terminan siendo beneficio de pocos y no de todos.

Así, las leyes debieran ser pactos de hombres libres y no pactos causados por necesidades pasajeras, dictadas por un examinador desapasionada y no ser instrumentos de las grandes pasiones.

La felicidad mayor dividida entre el mayor número, debiera ser el principio rectos de las acciones de la muchedumbre.

1. Origen de las penas.

Las leyes son las condiciones con que los hombres se unen en sociedad, sacrificando parte de una libertad inútil, por la incertidumbre de conservarla, para gozar de seguridad y tranquilidad.

La suma de estas porciones de libertad es la soberanía y el soberano es el administrador y legítimo depositario de ella. Este depósito, además de formarlo, es necesario defenderlo de las usurpaciones que los hombres quieran hacer de ella.

Los motivos sensibles para evitar estas usurpaciones son las penas que se imponen contra los infractores de las leyes.

2. Derecho de castigar.

Montesquieu dice que toda pena que no se deriva de la absoluta necesidad es tiránica, eso se puede extender para decir que todo acto de autoridad de hombre a hombre que no se deriva de la absoluta necesidad es tiránico.

El fundamento del derecho de castigar del soberano es la necesidad de defender el depósito de la salud pública. Así, las penas son más justas cuando más inviolable y sagrada es la seguridad y cuanto mayor es la libertad de los súbditos.

Los hombres ceden parte de su libertad a cambio de algo y no gratuitamente y la suma de las porciones de esta libertad es lo que da el derecho de castigar. Es justicia sólo aquello que es necesario para mantener unidos los intereses particulares y para no volver al estado de insociabilidad. Toda pena que sobrepase esta necesidad de conservar el vínculo es abusiva y tiránica.

3. Consecuencias.

1. Sólo las leyes pueden decretar las penas de los delitos y esta autoridad reside únicamente en el legislador que es el representante de la sociedad, unida por el contrato social. En este sentido ningún magistrado puede decretar a su voluntad penas o aumentar las que están establecidas en la ley.

2. Si todo miembro particular se haya ligado a la sociedad, ésta lo está también con cada uno de ellos por un contrato que de su naturaleza obliga a las dos partes. Esta obligación obliga a todos los hombres de la sociedad, desde el más rico al más pobre ya que el interés de todos es la observación de los pactos útiles al mayor número. El legislador sólo puede establecer leyes generales contra las infracciones pero no juzgar al infractos, ya que esto requiere un tercero imparcial, cual es el magistrado.

3. Aún cuando se probase que la atrocidad de las penas fuese, si no inmediatamente opuesta al bien público y al fin mismo de impedir los delitos, a lo menos inútil, también en este caso sería no sólo contraria a aquellas virtudes benéficas que son efecto de una razón iluminada que prefiere mandar a hombres felices más que a una tropa de esclavos, en la cual se haga una perpetua circulación de temerosa crueldad, sino que lo sería a la justicia y a la naturaleza del mismo contrato social.

4. Interpretación de las leyes.

4. Tampoco la autoridad de interpretar las leyes penales puede residir en los jueces criminales por la misma razón que no son legisladores. Los jueces reciben las leyes del legislador, el cual es el legítimo depositario de la voluntad de todos, unidas en un pacto hecho por todos los hombres. Es por esto que el legítimo intérprete de las leyes es el legislador y no el juez, cuyo oficio es sólo examinar si tal hombre ha hecho o no una acción contraria a las leyes. El juez debe hacer un silogismo, con la ley y la acción, para ver si es contraria o no con la ley, de lo cual se infiere la libertad o la pena.

No se debe aceptar el axioma de consultar el espíritu de la ley, ya que ésta dependería de la buena o mala lógica del juez, de sus pasiones y opiniones, de su flaqueza, sus relaciones con el ofendido y, en general, de su ánimo fluctuante. El desorden que puede nacer de la rigorosa y literal aplicación de la ley no se compararía jamás con los desórdenes que nacen de la interpretación.

Esto produce incertidumbre, pero un código fijo de leyes que debe ser aplicado literalmente no deja más facultad al juez que la de examinar y juzgar en las acciones de los ciudadanos si son o no conformes con la ley escrita. Cuando lo justo o injusto es una cuestión de hecho y no de controversia los súbditos no están sometidos a la tiranía de muchos. Los ciudadanos adquieren seguridad que es justa porque es el fin que buscan en la sociedad y que es útil porque pueden conocer las consecuencias de un hecho.

5. Oscuridad de las leyes.

La interpretación de las leyes es un mal y otro mal es la oscuridad que, evidentemente, arrastra consigo la interpretación. Esta oscuridad es peor aún cuando las leyes estén escritas en un idioma extraño para el pueblo, de manera que éste es dependiente de unos pocos, no pudiendo juzgar por sí mismos cuál será el éxito de su libertad, por culpa de una lengua que forma privado un libro que debe ser público y solemne. Mientras más personas conocen y entiende el código de las leyes tanto menor será la frecuencia de los delitos, porque la ignorancia y la incertidumbre ayudan a la elocuencia de las pasiones.

Una consecuencia de esto es que sin leyes escritas la sociedad jamás tomará una forma fija de gobierno y que éstas, alterables sólo con la voluntad general, no se corrompan con el paso del tiempo y de los intereses particulares. Para esto ha sido muy útil la imprenta que hace llegar las leyes a todo el público y no sólo a unos pocos.

6. Proporción entre los delitos y las penas.

No sólo es de interés común que no se cometan delitos, sino que estos sean menos frecuentes proporcionalmente al daño que causan a la sociedad. Los motivos que retraigan a los hombres de los delitos deben ser más fuertes a medida que sean contrarios al bien público o que se estimule a cometerles. Debe, por lo tanto, haber una proporción entre los delitos y las penas.

Hay una escala de desórdenes, cuyo primer grado consiste en aquellos que destruyen inmediatamente la sociedad y el último en la más pequeña

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